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TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Hay que reconocerlo, no todos los libros que caen en nuestras manos son leídos en el tiempo inmediato.
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A veces sucede que recibimos un libro, lo hacemos con mucho entusiasmo, pero entre una y otra lectura el interés se enfría, lo vemos de lejos, nos acercamos, pero no damos el paso definitivo de leerlo...
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Hasta que finalmente lo hacemos, y nos damos cuenta de la oportunidad que una y otra vez nos estuvimos negando.
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Eso pasó con el libro “La niña que miraba los trenes partir”, del escritor uruguayo Ruperto Long.
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Estaba el lomo de ese libro con sus letras blancas sobre fondo negro asomando entre otros, un título largo, pensaba, hasta que ese título se convirtió en una historia.
La historia
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“Un día Alter desapareció”, el presagio de la primera línea del primer capítulo se mantuvo a lo largo de la historia.
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Un día pudo ser cualquier día, inesperado. Alter pudo ser cualquier otra persona: padres, hijos, abuelos, primos, tíos, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, esposos, etc. Y ante la angustia de la desaparición la sospecha de una muerte, de algo perdido para siempre.
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Y así la novela se convierte en un ir y venir de emociones, situaciones y vidas que se agotan o se transforman.
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Un testimonio de que el ser humano se adapta hasta a las más duras condiciones, y araña la oscuridad para al menos encontrar un resquicio de luz.
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“La niña que miraba los trenes partir” es un conjunto de voces que le dan forma a la historia de Charlotte, directa o indirectamente.
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Son 34 los personajes que aparecen y desaparecen en los testimonios que recuerdan una época: los años 40 del siglo XX. Tiempo de guerra y del genocidio nazi.
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La solidaridad y la esperanza se dan la mano, y constantemente se rozan con la infamia. En esta historia nada es blanco y negro como las letras y el fondo del libro, hay muchas tonalidades que van construyendo la vida de esa niña belga de ocho años que huye con su familia de la Lieja engullida por los nazis para situar su existencia en una Francia que les ofrece lo mismo.
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El humano convive a diario con la bondad y la maldad, pero cuando la segunda golpea de formas impensadas, es una sorpresa. “Durante un tiempo que pareció interminable nos miramos sin hablar. Mis ojos se iban llenando de lágrimas y era incapaz de articular palabra. Los suyos se colmaban de asombro, incrédulos”.
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A lo largo del libro hay varias líneas sobre la incredulidad ante la realidad tan bárbara que ofrecieron los nazi. Y así lo que una niña, un hombre o una mujer nunca habían visto, finalmente estaba ahí como una realidad. “Nunca olvidé la soledad infinita de aquella primera noche. Recuerdo también que --ante ese mundo desalmado que nos acosaba-- por primera vez me asaltó un doloroso pensamiento, que ya nunca pude sacarme de la cabeza por completo: ‘Quizá nuestros padres no sean suficientes para protegernos’”.
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A lo largo de la novela, basada en hechos reales, se entrelazan los testimonios de personas en diferentes sitios: el vecino que nunca más verá a la niña que siempre compraba en su tienda. La novia que ya no mirará al hombre que ama. El hombre que pierde a su amigo. La cantante venida a menos que solo encuentra en la música un poco de consuelo ante la desolación. El militar que ante la insignificancia de su humanidad encuentra el valor que lo libera hasta del miedo a morir. El padre que a toda costa quiere proteger la inocencia y la vida de sus hijos. La familia que ante la barbarie abre su casa para los despojados...
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Y así se va tejiendo un entramado que ayuda a comprender, desde las letras de Ruperto Long, una época que ha sido escrita miles de veces y de muchas maneras, y que en cada una se descubre la virtud y la maldad del hombre, y esta última parece cada vez más inagotable.
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El libro, aunque denso en su origen, no es una lectura que agota. Más bien es una lectura que lleva a la reflexión de tiempos pasados y presentes, y que hace pensar que la existencia del humano es un ciclo que se repite, en otras vidas, en otros tiempos y en otros territorios.