Siempre

Funes y punto

Leonel Alvarado reseña el último libro de José Antonio Funes, “Estación permanente”, y destaca el lenguaje poético del autor desde su incursión en la poesía a finales de los 80
13.08.2024

AUCKLAND, NUEVA ZELANDA.- Decir que “Estación permanente” (Editorial Graviola, 2023, 54p.) es un libro de José Antonio Funes no es decir lo obvio, sino afirmar que estamos ante un libro en el que reconocemos su lenguaje, su “modo de ser”, la expresión que es tan suya desde aquel primer libro, “Modo de ser”, de 1989. Y no es decir poco.

Si se abre este libro o cualquiera de sus libros al azar, ahí está la voz de Funes. Parafraseando a John Updike podría decirse que los buenos poetas crean su propio lenguaje.

Arroz con incertidumbre

Lo que también se reconoce es la relación estrecha que existe entre sus cuatro libros de poesía publicados, tanto por la temática como, sobre todo, por un registro poético cuidadosamente elaborado.

José Antonio Funes comenzó a publicar a fines de los ochenta, en una época en que todavía se vivían las secuelas del terrorismo de Estado, así como llegaba la marea de los conflictos de los países vecinos.

“Modo de ser” es fundamental para entender el paso de una poesía pública, por asumir el discurso comprometido con la realidad histórica, a una poesía privada, en la que la solidaridad ciudadana se vierte a través de la experiencia personal.

En su primer libro se advierte un tono intensamente humano y solidario que se ahondará en su poesía posterior, la que, sin abandonar la presencia del dolor humano, se vuelve mucho más personal. Los cambios históricos van a la par de cambios estéticos.

La madurez de la poesía de Funes demuestra que a las tres generaciones que han marcado el desarrollo de la poesía hondureña (la romántico-modernista, la Generación de la Dictadura y La Voz Convocada) se le suma una generación que ya no es de nuevos ni novísimos, sino de poetas que, sin frecuentar los mismos espacios, han llegado por caminos individuales a adquirir una voz propia.

No se trata de poetas reunidos en torno a un mismo proyecto editorial, una revista, una causa política compartida o los mismos espacios urbanos: una universidad, un café. Tampoco son poetas atados a una ciudad, pues algunos de ellos han estado marcados por el destierro, como el mismo Funes.

Pero en la poesía de ninguno de estos poetas hay ruptura generacional porque, como señalé en un estudio sobre Edilberto Cardona Bulnes, en la literatura hondureña no hay rupturas; es una literatura sin parricidios ni matricidios.

Lo que sí ha cambiado es que ya no existe una figura tan dominante, como lo fue Roberto Sosa, quien marcó a la generación posterior y terminó eclipsando a varios de estos poetas y les restó prominencia internacional.

Durante décadas, Sosa fue el poeta hondureño. Esa figura eclipsante ya no existe en la poesía hondureña, a lo que se suma la dimensión internacional, más allá de Centroamérica, que han adquirido poetas como Funes, Samuel Trigueros, Marco Antonio Madrid, Salvador Madrid, Rolando Kattán y León Leiva Gallardo, gracias a empeños individuales. Ni el callejón ni las rencillas municipales los han consumido.

Me parece que en la poesía de Funes se advierte una transición generacional que, sin negar la herencia de las generaciones anteriores, se abre a otras direcciones temáticas y estéticas. No existe, repito, el confinamiento local.

“Estación permanente” es un claro ejemplo de ese salto a otros espacios temáticos, estéticos y hasta geográficos; en “Resistencia”, para el caso, ocurre el salto de la costa bananera hondureña al “cielo majestuoso de París” (p. 44). Pero no se trata solamente de una simultaneidad geográfica sino de un desplazamiento del registro estético.

La búsqueda ya no es la denuncia política, sino una interrogante existencial que pasa por la experiencia amorosa. Y digo que no se niega la impronta generacional porque la dislocación de la extranjería que traspasa este libro ya había sido experimentada por poetas hondureños migrantes como Jacobo Cárcamo, Jaime Fontana y Nelson Merren.

De hecho, “Bruselas, cero grados” recuerda al Merren convertido en un lobo estepario en Nueva York: la extranjería como pesadilla ontológica.

De la misma manera, en el registro de Funes se filtra el eco del lenguaje finísimo de poetas como Óscar Acosta y Antonio José Rivas: “el perfume que hace de la carne una rosa temprana” (p. 31), “la poesía, allí donde la vida / es una flor invencible” (p. 43) y “Ya no recordaré / el sabor del vino en la copa de tu boca” (p. 54), entre otros, recuerdan la lengua y la cadencia de ambos poetas.

Este nuevo libro de Funes está en conversación con sus libros anteriores y con sus poetas anteriores. El gran dilema inaugurado por románticos y modernistas entre lo público y lo privado nos persigue a todos; de esa escisión surgieron obras mayores de la poesía hondureña, como “Himno a la materia”, nuestra partida de nacimiento; “Tiempo detenido”, de Acosta; “Mitad de mi silencio”, de Rivas, y algunos otros, hasta llegar a este libro de Funes, en el que, para el caso, el vastísimo drama de la migración (“Habla el inmigrante”, “El viento silba un idioma extranjero”) se da junto al drama amoroso.

Pero sería un error circunscribir esta búsqueda estética de Funes y su parentela poética al limitado universo de la poesía hondureña. Ser o no ser hondureño es una circunstancia aleatoria, pues la búsqueda va, incluso, más allá de la tradición poética hispanoamericana.

Y así como su primera poesía podía vincularse al discurso sociopolítico que todavía resonaba en los años ochenta, sus libros posteriores llevan la estética al terreno de la filosofía; se cuestiona, como lo diría Heidegger, el sentido de una poesía que surge del dolor humano causado por el destierro o la ruptura amorosa.

El drama humano, condenado a la temporalidad, se enfrenta a la Historia y es, en gran medida, definido por ésta. Resulta paradójico y abrumador que la estación permanente se defina por una permanencia limitada, es decir, la estación permanente tiene formas temporales: un puente en el que no se dio el abrazo, una cama sin su abrazo, una plaza que hizo que la vida cupiera en un abrazo.

Encuentros fugaces pero de gran permanencia, como ocurre en “Los trabajos de la lluvia” (p. 24): la felicidad no le pertenece a los que se juran amor eterno pero, mientras les dura, es la estación que los reúne y les proporciona una felicidad posible; ya lo decía Vinicius de Moraes, que el amor sea eterno mientras dura.

Pero no solo la percepción del tiempo es esencial en este libro de Funes, sino también la del espacio, el cual, de la misma manera, es temporal: la plaza, el puente, las ciudades son fugaces; duran lo que la intensidad del encuentro y, aunque no se garantice, del recuerdo.

El espacio más anhelado quizá sea el cuerpo mismo y quizá por también ser pasajero las imágenes del cuerpo que encontramos en el libro siempre son fragmentadas: huesos, dedos, mandíbula, piel, trenzas, senos, venas, labios, ojos: “Por un instante una caricia, / la yema de unos dedos alumbra venas / y enciende lámparas de carne. / El otoño huye de la piel, recupera la frescura” (“Séptimo cielo”, p. 19).

¿Qué tiempo es este lugar?, se pregunta Georges Poulet, en sus “Estudios en el tiempo humano”. Me parece que estas interrogantes desde la filosofía nos dan pistas para aproximarnos a la complejidad de la poética de Funes.

Y termino con otra imagen espacio-temporal, en la que, me parece, cabe toda la poesía de Funes: el punto. La plaza, el puente, la ciudad, la cama, el cuerpo son puntos, mejor dicho, el punto en el que caben la dicha y la tristeza.

“Estación permanente” es, me parece, ese punto, aquel del hermoso poema de Funes “Euclides pudo haberlo dicho”, que hace años aprendí de memoria —y que un poema sea aprendido de memoria dice mucho de su durabilidad—: “El amor es un punto / donde un hombre y una mujer / se unen. // El amor es un punto / donde un hombre y una mujer / se separan. // El amor es un punto”.

Ese poema no está en este libro, pero está presente e introduce, además, ese ritmo casi de letanía que a veces aparece en la poesía de Funes; es lo que ocurre en “Lección primera”, un poema que nos va llevando a través de un ritmo interior que parece tan natural, sin pretensiones y que, por lo mismo, no nos da tiempo de prepararnos para el golpe brutal del final: “Parecíamos adultos cuando éramos niños: crueles, / injustos, bárbaros” (p. 17).

Lección que nos deja este libro de Funes: la infancia, la muerte, el amor, el destierro son cada uno un punto que cada quien sobrevive o no a su manera; de esos puntos surge la poesía, otra forma ilusoria de permanencia.