Siempre

Queremos tanto a Janet

La buena prosa de una crónica posee la majestuosidad del oficio y la vital sencillez de hacer calzar las historias dentro de los universos que se bifurcan. Janet Gold es dueña de ese don, de ese oficio.

08.02.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Esta mujer que ve los árboles en una plaza de la ciudad de Gracias no es la que imaginé cuando leí sus poderosas crónicas y descubrí la manera en que narra magistralmente nuestra patria desde detalles muy simples de la vida, y postula la indagación del devenir en conversaciones que parecen no tener importancia y en verdad son los hilos que hilvanan nuestra historia.

Antes la imaginaba con una mirada sentenciosa, en cambio hoy que la veo de frente anoto mi primera impresión, “tiene una inteligencia fascinante que sabe llevar sin pedantería cuando habla” y luego, más tarde en su conferencia, volví a anotar “una organización vital de instantes, todo lo conecta con naturalidad a través una prosa muy diáfana”.

Janet Gold desborda con su buen oficio de escritora, nos permite la comprensión de un mundo tan nuestro que a veces sentimos ajeno, pero en sus crónicas, Janet regresa cada cosa al lugar que le corresponde en la memoria personal y colectiva.

Es así como deben leerse los imaginarios y se debe enfrentar la historia literaria que será siempre posibilidad y no ley, acto esencial y no dato, deriva y no dogma.

Su libro “Crónica de una cercanía” es una bitácora excepcional de nuestra cultura. No solo su prosa exquisita, sino esa leve forma de narrar su trajinar por la Honduras literaria, sin atavismo, sin gravedad, sin ampulosidad y vastos adjetivos.

La buena prosa de una crónica posee la majestuosidad del oficio y la vital sencillez de hacer calzar las historias dentro de los universos que se bifurcan.

Janet Gold es dueña de ese don, de ese oficio: descifrar el país desde la lluvia en Santa Lucía; recordar la mirada del poeta Roberto Sosa entre el paisaje de Nueva Inglaterra, contar el olvido de las mujeres escritoras de Honduras desde un libro que le regaló un desconocido en Tegucigalpa y a quien jamás volvió a ver; acercarse a la poética de José Luis Quesada desde la percepción del lector y su testimonio esencial o esa sincera imagen de ella llorando por la salud del escritor Roberto Castillo ante sus alumnos de literatura en la Universidad de New Hampshire.

Pocas veces un país se cuenta de un modo tan hondo, yendo por los acontecimientos con una mesura implacable que nos recuerda la brillante permanencia de los hombres y mujeres creadoras de Honduras que, a pesar de la ingratitud y la injusticia, insisten en la cercanía que aún permanece entre nosotros.

Es seguro que si alargamos la mano o abrimos un poco los ojos podremos sentirnos cercanos y acompañados en el camino hacia las utopías. Así lo siento cada vez que leo o recuerdo a Janet Gold.

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