TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Aunque lo deseen, difícilmente los pobres en Honduras pueden estudiar porque ni ellos ni los insuficientes centros educativos tienen condiciones.
No faltaba una pandemia para terminar de convencerse de que la miseria no solo es económica, es también educativa.
Aun antes del coronavirus, cientos de miles no podían ir a la escuela o recibir una formación digna por el desempleo de los padres de familia, inseguridad, falta de infraestructura y docentes, por ejemplo.
Y basta con verlos para comprenderlos: delgados por falta de comida; sucios porque no tienen acceso a agua potable; sin conocimiento de tecnología porque no tienen un celular en casa, mucho menos internet; tampoco tienen energía, ropa ni zapatos.
No tienen nada. Y pese a las deplorables condiciones, algunos todavía conservan la idea de prepararse y sortearse en el complicado mundo laboral de Honduras, pero la mayoría tienen la misma idea: irse a vivir a Estados Unidos como indocumentados.
Y no es motivo de sorpresa, pues la miseria ignorada históricamente por los gobiernos los obliga a buscar condiciones dignas que dejan en el olvido su formación académica.
La Unidad Investigativa de EL HERALDO Plus visitó Curarén, Maraita, El Porvenir, Nueva Armenia, Cedros y Lepaterique, municipios de Francisco Morazán en donde la educación cada vez es menos asequible.
Un análisis de este rotativo al último Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) muestra que estos municipios forman parte de un listado de los 20 que más decrecieron en su índice de desarrollo entre 2014 y 2019 (la fecha de los estudios).
Y una característica que comparten estas zonas es que también reportan caídas en sus indicadores de educación.
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Un futuro sin estudio
En el aula de clases la mayoría están sentados, unos cuantos de pie y más de alguno en el baño. Parece que es algo impensado, pero mientras el maestro explica las fracciones en la clase de Matemáticas, ellos, los alumnos, planean cómo irse a Estados Unidos para vivir como migrantes de la miseria educativa y económica.
Los del plan son un grupo de seis: Arnol, Steven, David, Isaac, Carlos y Luis. Dos de ellos, David y Arnol, sugieren cómo hacerlo porque sus papás están allí. Los demás solo escuchan como si fueran las instrucciones de su vida.
“Mi papá pagó mucho, miles de dólares”, explica Arnol, de 11 años, y quien cursa su quinto grado en la escuela pública de Maraita, que está a 50 kilómetros de la capital hondureña.
Y claro, David y Arnol, que incentivan al resto, son los que mejor se visten o, por lo menos, destacan pese a que andan de uniforme de educación física: tenis All Star y gorras marca Náutica.
El resto, Steven, Isacc, Carlos y Luis, no hablan, solo escuchan y denotan pobreza: tenis gastados, al igual que sus camisas y buzos.
El profesor César López los ve, sabe de qué hablan, pero no interviene en la conversación, solamente trata de separarlos para que puedan entender cómo se sacan las fracciones.
“Cómo hago, cómo les digo que no hablen de eso si yo sé que en sus casas no tienen comida”, pregunta el docente que en más de una ocasión “también he pensado en irme porque mis hijos y mi esposa merecen vivir bien, tener lo que deseen”.
Pero César se ha abstenido de salir de Honduras porque no quiere que sus hijos lo hagan en un futuro, aunque con su salario no podrá hacer mucho para que ellos tengan una vida cómoda.
“Mejor me enfoco en dar una enseñanza de calidad, que sé que será clave para que los muchachos puedan crecer, aquí, en Honduras”, expresa.
No es tan fácil, aunque tenga la voluntad, confiesa César. No hay apoyo de la Secretaría de Educación para comprar los insumos (papel, marcadores, pizarras, decoración, por ejemplo) ni para mejorar la infraestructura de las escuelas.
“Todas las mejoras que se pueden ver son gracias a las contribuciones que hacemos como profesores, los padres y otro tipo de ayudas”, detalla mientras señala el techo recién instalado que tuvo que ser cambiado porque en 2020, cuando no hubo clases presenciales, se deterioró.
“De las autoridades solo recibimos órdenes de cuándo dar clases porque de lo demás nosotros nos encargamos”, dice.
Pero es ese el lado bonito de la historia, porque del otro lado está Francisco Anariba, de 10 años, habitante de una de las ocho aldeas que tiene El Porvenir, ubicado a 118 kilómetros de Tegucigalpa.
Él no asiste a la escuela porque simplemente no hay dinero, sus papás son extremadamente pobres y lo poco que tienen es para ajustar para comer, un lujo que la familia Anariba Herrera se da de vez en cuando.
¿Te hace falta ir a la escuela? “Creo que sí, pero es mejor que no vaya porque no veo que pueda sacarle provecho”, dice Francisco, que se alista para ir a cazar garrobos para almorzar.
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Declive
El coronavirus ha dejado en claro que en Honduras existe una diferencia entre estudiantes según las condiciones de sus municipios.
Y esta situación se ve reflejada en los números del Informe de Desarrollo Humano 2022 del PNUD, que muestra una caída en el índice de educación entre 2014 y 2019.
Por ejemplo, El Porvenir tenía un índice de 0.422 en 2014, mientras que en 2019 fue de 0.416. Lo mismo pasó en Nueva Armenia, con 0.475 en 2014 y 0.451 en 2019.
En cuanto a los años de escolaridad, San Juan de Flores tuvo un retroceso: de 9.3 años de 2014 pasó a 9.2 en 2019.
Y casos como ese se reflejan en varios municipios.
En los años promedio de escolaridad, Santa Lucía es un ejemplo claro de caída: tenía en 2014 8.2 y en 2019 fueron 8.
La realidad de la miseria educativa que se vive en Francisco Morazán y Olancho y los demás indicadores son motivos más que suficientes para que las autoridades, lejos de promesas, accionen para cubrir las necesidades de los estudiantes, ya que muchos de ellos ni siquiera saben usar una computadora.