MADRID, ESPAÑA. - A dos pasos del hospital de Madrid donde se enfrentan al coronavirus, cuatro jóvenes médicas conviven en un mismo piso y, juntas, calman la angustia de esta epidemia durante la cual esperan 'madurar' como profesionales y como personas.
Fue en su minúsculo salón, con estanterías decoradas con cactus artificiales y un vinilo de Bob Dylan, donde María Luisa Prados les anunció a finales de marzo a sus compañeras: 'Se ha muerto una chica de 28 años que también era médico de familia en un centro de salud, como nosotras'.
'Al principio tuve mucha ansiedad. Me llegaron a salir grietas en las manos de las veces que me las lavaba', reconoce otra de las cuatro amigas, Lourdes Ramos.
'Te vestías con el equipo de protección y te ibas a la zona de coronavirus, que era todo el hospital al final. Estaban todos los pasillos llenos de pacientes, pacientes, pacientes, muchos esperando cama desde hacía 48 horas, durmiendo en sillas', recuerda.
Hablando, Ana revive la impotencia que sintió. 'No había suficiente personal para controlar quién estaba bien y quién estaba mal. Te quedaba el miedo de +se puede morir aquí, ahora mismo alguien, y no me voy a enterar+', recuerda.
Después, 'con el paso de las semanas, las guardias fueran mejorando y empezamos a conocer un poco cómo funcionaba el virus'. El pico en ese hospital se alcanzó el 1 de abril, con más de un millar de pacientes, 112 en cuidados intensivos, explica.
Las cuatro internas, tres de ellas hijas de médico, fueron descubriendo los fallos del sistema sanitario y su propia fragilidad.
'Esta experiencia nos va a ayudar a crecer como médicos y como personas, a valorar la vida de otra manera', dice Ana. 'No somos todos inmortales', repite en dos ocasiones.
Son discretas sobre las duras situaciones que han vivido. Pero María Luisa sigue marcada por el sufrimiento de otros colegas que, cuando no había respiradores suficientes, tenían que rechazar la entrada de ciertos pacientes en UCI.
A veces no pudieron reprimir las lágrimas, por ejemplo, cuando tenían que trasladar malas noticias a los familiares.
Para Cristina Rios, lo más duro fue explicar a varias personas 'que no podían entrar a despedirse de un familiar, porque no podían exponerse en zona de coronavirus', un protocolo que después cambiaría.
Tres de ellas fueron enviadas a trabajar en el hospital de campaña instalado en el centro de exposiciones Ifema de Madrid.
Concebido para tratar casos menos graves, este espacio les brindó espíritu de 'compañerismo' y 'la alegría' de ver, finalmente, cientos de pacientes curados y agradecidos.
Ahora temen un rebrote de la epidemia que haga reabrir el hospital de campaña cerrado el viernes 1 de mayo.
Sus familias están lejos y sus novios inaccesibles en confinamiento, pero se tienen a ellas mismas y un pacto no escrito: no dejar que el virus invada toda su vida.
María Luisa practica danza contemporánea, Lourdes dibuja en sus cuadernos, Ana se ejercita con pesas y Cristina sigue cursos de guitarra por internet.
En el salón se juntan para charlar, jugar a cartas, bailar swing o compartir los platos cocinados por Ana.
Cuando Cristina toca canciones folk con su guitarra, las otras la acompañan con un teclado y dos ukeleles.
'Es como una terapia entre amigas', concluye Ana. 'Terapia con música, terapia con risa, terapia con baile...'
Fue en su minúsculo salón, con estanterías decoradas con cactus artificiales y un vinilo de Bob Dylan, donde María Luisa Prados les anunció a finales de marzo a sus compañeras: 'Se ha muerto una chica de 28 años que también era médico de familia en un centro de salud, como nosotras'.
'Al principio tuve mucha ansiedad. Me llegaron a salir grietas en las manos de las veces que me las lavaba', reconoce otra de las cuatro amigas, Lourdes Ramos.
ADEMÁS: Más de 251,000 muertos en el mundo por coronavirus, hasta este martes
Después de semanas de epidemia, todavía le impresiona la rápida evolución de la enfermedad, con 'pacientes que parecen que están evolucionando bien y de un día para otro se ponen malísimos'.
María Luisa y Lourdes tienen 29 años. Ana y Cristina, uno menos.
Sus vecinos, que cada tarde aplauden a los sanitarios, ignoran que las cuatro chicas que se hacen lugar en una misma ventana son médicas a punto de terminar su especialidad, capaces de trabajar desde las 08:00 en un centro de atención primaria y encadenar después una guardia en las urgencias de un hospital hasta las 8:00 del día siguiente.
Todas tienen el pelo largo y un fuerte arraigo a sus regiones de origen, Andalucía y Canarias. Tres de ellas terminarán pronto su especialización y tenían previsto celebrarlo en abril en Vietnam.
Pero el 3 de marzo se anunció el primer fallecido por coronavirus en España. Ahora, ya van más de 25,000.
'No somos inmortales'
Como otros hospitales madrileños, el Gregorio Marañón se desbordó. 'No olvidaré el día 24 de marzo', dice Ana Rubio, con la cara casi oculta detrás su espesa melena, sus gafas y una máscara quirúrgica.'Te vestías con el equipo de protección y te ibas a la zona de coronavirus, que era todo el hospital al final. Estaban todos los pasillos llenos de pacientes, pacientes, pacientes, muchos esperando cama desde hacía 48 horas, durmiendo en sillas', recuerda.
Hablando, Ana revive la impotencia que sintió. 'No había suficiente personal para controlar quién estaba bien y quién estaba mal. Te quedaba el miedo de +se puede morir aquí, ahora mismo alguien, y no me voy a enterar+', recuerda.
Después, 'con el paso de las semanas, las guardias fueran mejorando y empezamos a conocer un poco cómo funcionaba el virus'. El pico en ese hospital se alcanzó el 1 de abril, con más de un millar de pacientes, 112 en cuidados intensivos, explica.
Las cuatro internas, tres de ellas hijas de médico, fueron descubriendo los fallos del sistema sanitario y su propia fragilidad.
'Esta experiencia nos va a ayudar a crecer como médicos y como personas, a valorar la vida de otra manera', dice Ana. 'No somos todos inmortales', repite en dos ocasiones.
'Terapia entre amigas'
Al final del largo pasillo del apartamento, María Luisa muestra la bañera de un lavabo en desuso donde se amontonan las batas usadas en el centro de salud, que deben lavar a 90 grados.Son discretas sobre las duras situaciones que han vivido. Pero María Luisa sigue marcada por el sufrimiento de otros colegas que, cuando no había respiradores suficientes, tenían que rechazar la entrada de ciertos pacientes en UCI.
A veces no pudieron reprimir las lágrimas, por ejemplo, cuando tenían que trasladar malas noticias a los familiares.
Para Cristina Rios, lo más duro fue explicar a varias personas 'que no podían entrar a despedirse de un familiar, porque no podían exponerse en zona de coronavirus', un protocolo que después cambiaría.
Tres de ellas fueron enviadas a trabajar en el hospital de campaña instalado en el centro de exposiciones Ifema de Madrid.
Concebido para tratar casos menos graves, este espacio les brindó espíritu de 'compañerismo' y 'la alegría' de ver, finalmente, cientos de pacientes curados y agradecidos.
Ahora temen un rebrote de la epidemia que haga reabrir el hospital de campaña cerrado el viernes 1 de mayo.
Sus familias están lejos y sus novios inaccesibles en confinamiento, pero se tienen a ellas mismas y un pacto no escrito: no dejar que el virus invada toda su vida.
María Luisa practica danza contemporánea, Lourdes dibuja en sus cuadernos, Ana se ejercita con pesas y Cristina sigue cursos de guitarra por internet.
En el salón se juntan para charlar, jugar a cartas, bailar swing o compartir los platos cocinados por Ana.
Cuando Cristina toca canciones folk con su guitarra, las otras la acompañan con un teclado y dos ukeleles.
'Es como una terapia entre amigas', concluye Ana. 'Terapia con música, terapia con risa, terapia con baile...'
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