TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
Hay, acaso, mejor estado que el de la vejez?
Tal vez podemos encontrar muchas respuestas, pues cada quien habla de la fiesta de acuerdo como le fue en ella, sin embargo, está claro que la vejez es un estado maravilloso en el que la vida se ha prolongado benévolamente a pesar de las dificultades que se han tenido que enfrentar a lo largo del tiempo. Es un estado digno, al que todos y todas deberíamos aspirar a llegar. En el nombre de Dios.
Y a ese estado llegaron doña Juana, don Julio y don Luis, hermanos que crecieron unidos gracias al amor y a la disciplina férrea de sus padres, que les enseñaron que los hermanos no deben separarse nunca, y que deben apoyarse mutuamente hasta el final de sus días. Y así fueron ellos, por eso, cuando les llegó el día de la jubilación, se dispusieron a disfrutar los años que Dios les regalara, sin hacer nada, en justo pago a toda una vida de trabajo honrado.
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Entonces dispusieron, con parte del dinero de sus prestaciones, remodelar la casa, la casita de madera que les dejaron sus padres hacía ya muchos años, y agregarle un cuarto, mejorar la cocina, hacer una pila más grande, y una letrina, por si acaso. Y, con estas ideas, pusieron manos a la obra. Contrataron un albañil, y los dos hermanos se dedicaron a comprar los materiales, dentro de la más estricta economía, por supuesto. Así, llevaron ladrillos, cemento, arena, hierro, clavos, madera, piedra y todo lo que se necesitaba para la construcción. Sin embargo, no pudieron comenzar a trabajar al día siguiente porque se desató un diluvio sobre la colonia San Francisco, el terreno se empapó, y tuvieron que esperar.
“No importa –se dijeron los hermanos–; ya tenemos todo, y solo hay que esperar a que pasen las lluvias. No va a haber ningún problema”.
Pero estaban equivocados. Sí habría problemas.
Robo
Todo empezó una mañana fría. Uno de los hermanos notó que varios ladrillos estaban caídos, lo que no habría pasado si alguien no los hubiera movido, y le pareció que hacían falta algunos.
¿Qué había pasado?
“¿Quién agarró ladrillos?” –preguntó.
Nadie había agarrado ladrillos.
Pero, al día siguiente, faltaban más, y ahora se notaba. Aparte de esto, había muchos en el suelo, como si alguien los hubiera desordenado a propósito, o como si no los hubiera podido cargar para llevárselos. Pero había algo más. Faltaba hierro. Y se había perdido una bolsa de clavos, y varias reglas de madera. Además, la madera estaba regada, o sea,
en desorden.
“Alguien nos está robando los materiales” –dijo el hermano mayor.
“Hay que ir a la Policía” –dijo el otro.
“Vamos a poner la denuncia”.
Y fueron a la posta de la Policía.
“Vamos a investigar” –les dijeron.
Y comenzó la investigación, sin embargo, no encontraron nada.
“¿Está seguro de que le faltan ladrillos?”.
“Tan seguro como de que lo estoy viendo”.
“¿Y hierro?”.
“Faltan varias varillas”.
“Y la bolsa de clavos”.
“Y madera”.
“Nos están robando. Jamás imaginé que mis vecinos fueran tan malvados”.
“¿Sus vecinos? –le preguntó el policía–. Entonces, es que usted sabe quién es la persona que les está robando…”.
“No, no es que sepa, pero supongo que alguien de aquí… Y lo peor es que hemos sido buenos con todos…”.
“Pero no podemos acusar a nadie sin tener las pruebas”.
“Sí, es cierto. Que Dios me perdone”.
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Se fueron los policías y prometieron que esa noche y esa madrugada patrullarían por la casa. Pero esa noche no pasó nada. Y a la mañana siguiente, nada pasó. Y nada faltaba. Los ladrillos, vueltos a contar, estaban en su sitio, y el hierro también. La madera, apilada en un rincón, estaba intacta.
“Los ladrones tuvieron miedo” –dijo la hermana.
“Gracias a Dios porque ya es grande el daño que nos han hecho”.
Pero, no todo era color de rosa. Tres días después, en la mañana, notaron que faltaban ladrillos.
“Se llevaron quince ladrillos –dijo, encolerizado el hermano menor–, y faltan dos varillas de hierro”.
“Los muy desgraciados se están llevando el material poco a poco, como si no nos vamos a dar cuenta… Pero si la Policía no hace nada, lo voy a hacer yo”.
“¿Qué pensás hacer?”.
“Me voy a quedar vigilando toda la noche, y al que encuentre llevándose el material, le voy a dar un machetazo que no va a quedar convidado a volver a andar de uñas largas”.
“¿Y, si lo matás?”.
“Pues mejor. Será un ladrón menos. No es posible que nos estén haciendo este daño, si nosotros no nos metemos con nadie, y hemos sido buenos con todos los vecinos…”.
“Dios que nos ayude”.
Hacía frío, había llovido de nuevo, pero Julio estaba de pie, cabeceando, escondido detrás de un mamparo de zinc, con un machete en una mano y con un foco de baterías en la otra. Estaba dispuesto a descubrir quién era el ladrón, y no se movería de allí en toda la noche, aunque nada pasó, y se fue a acostar apenas salió el sol, cansado, ojeroso y con hambre. Pero, terco como ha sido, haría lo mismo la noche siguiente.
“Ya verá ese ladrón” –se dijo.
A eso de las siete de la noche, retomó su puesto, machete en mano.
Cabeceaba, y casi se dormía, cuando escuchó un ruido. Era un ruido raro, sordo, suave, como de alguien que se arrastraba en el suelo arenoso.
Se puso alerta y agarró el machete. Pero no vio a nadie. Ni siquiera una sombra. Sin embargo, allí estaba el ruido. Alguien se arrastraba en su solar, cerca de él, pero no sabía quién era.
Pasó un tiempo y escuchó un ruido ligero, diferente al primero. Era algo que se arrastraba, como si alguien lo jalara. No entendió al principio, pero cuando le dio por encender el foco, vio algo que lo dejó con la boca abierta. El corazón estuvo a punto de detenerse en su pecho del susto, y gritó.
“¡Dios, santo!” –dijo.
Allí estaba el ladrón, llevándose una varilla de hierro, y saliendo arrastrado, despacio, como si no quisiera hacer el menor ruido. La varilla de hierro se movía despacio, y él la llevaba aprisionada en la boca.
Sin reponerse de la impresión, el pobre hombre no podía creer lo que veía. La luz del foco caía sobre el ladrón, cuyos ojos brillaban de forma siniestra, sin embargo, no se detenía, a pesar de que se sabía descubierto. Se llevaba la varilla, y nada más le importaba.
Cuando salió a la calle, el ladrón se puso de pie, y con la varilla de hierro aprisionada todavía en su boca, salió corriendo. El anciano lo siguió. Vio dónde se metió, y fue a la Policía. Los agentes lo acompañaron.
“¿Qué es lo que me está diciendo, señor?” –le preguntó el Clase I.
“Pues, la verdad. El que se está robando los materiales de mi casa es
un perro…”.
“No puedo creer eso”.
“Pero es la verdad. Lo seguí cuando se llevó la varilla de hierro y vi dónde se metió… Si es picardía de él, pues es otra cosa, pero si es el dueño el que lo manda, entonces es un delito horrible…”.
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Llegaron a la casa del perro.
“Aquí es” –les dijo a los policías.
“¿Está seguro?”.
“Seguro”.
“Bueno –dijo el Clase I–; como ahorita es de madrugada, no podemos entrar a la casa sin una orden. Tenemos que esperar a las seis para entrar y revisar…”.
“¿Y si se va?”.
“¿Quién? ¿El perro?”.
“Sí, o el dueño…”.
“¿Conoce usted al dueño?”.
“Sí, es Beto…”.
“Está bien… Vamos a vigilar hasta las seis… Mañana le resolvemos su problema…”.
“Gracias”.
El ladrón
A las seis de la mañana, el Clase I tocó a la puerta de Beto. Salió este acompañado por un enorme perro dóberman, manso como un cordero, que movía el rabo con alegría, y veía a los policías con ojos de párpados caídos y
hocico babeante.
“Señor –le dijeron–, tenemos una denuncia… contra su perro”.
“¿Contra mi perro?”.
“Sí”.
“¿De qué denuncian a mi perro?”.
“De robo”.
Beto sonrió, aunque quiso disimular su sonrisa.
“Ya sabía yo que este chucho desgraciado me iba a meter en líos” –dijo.
“¿Por qué dice eso?”.
“Mire, desde hace días está trayendo ladrillos, reglas de madera y varillas de hierro, y hasta una bolsa con clavos se trajo solo Dios sabe de dónde, y yo no me atreví a averiguar nada porque usted no tiene idea cómo es la gente de por aquí… Pero, ahí está guardado todo. El perro trae las cosas en el hocico y las mete por un hoyo que hay en el cerco… Y yo, que he estado esperando a que aparezca el dueño, bien los puedo llevar para que vean que no hay nada de delito en esto, al menos de mi parte…”.
Así era.
Allí estaban los ladrillos, con las huellas de los dientes del perro. Y las varillas de hierro, con la madera y la bolsa de clavos.
Cuando el Clase I quiso reportar aquel hecho, lo pensó dos veces. No había a quién acusar, a menos que se comprobara que el dueño había entrenado al perro para robar. Y esto no hubiera sido fácil para los fiscales del Ministerio Público.
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