Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Una confesión dolorosa

Nuestros pasos siempre nos llevan hacia donde queremos ir

18.04.2021

ENITENCIARÍA. Fue hace un par de años. Visitaba yo la Penitenciaría Marco Aurelio Soto tratando de conocer la historia del gringo al que acusaban de haber violado a nueve niños, y lo conocí. Me lo presentó el coordinador del módulo, y me dijo:

“Yo quiero que usted escriba mi historia. Leo sus casos desde hace años, pero, desde que prohibieron la entrada de periódicos a la cárcel, pues, los leo por internet, porque eso de que han bloqueado la señal es puro cuento… Y quiero que escriba mi caso… Me llamó Doroteo, pero puede decirme Teo”.

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“Don Teo” –le respondí.

Era un hombre ya entrado en años, lleno de arrugas, con ojos y rostro cansado, y manos callosas a causa del trabajo diario en la carpintería, trabajo que desempeñaba desde los primeros meses en que empezó a cumplir su condena; trabajo que lo puso, en cierta forma, en una celda por casi treinta años”.

“¿Qué fue lo que hizo?” –le pregunté, mientras nos sentábamos en las bancas de concreto, alrededor de la mesa, de concreto también, que estaba cerca del portón del módulo.

“¿Quiere tomar algo?” –me preguntó.

“Solo si me permite invitarlo”.

El gringo, Thomas Tombs Junior, de casi dos metros de estatura, ojos azules, blanco cenizo, de rostro alegre y franca sonrisa, fue por dos refrescos y un par de sándwiches. Estaba feliz porque lo declararon inocente, y se iba de la cárcel al día siguiente. Es más, salía de Honduras ese mismo día, después de dos largos años de estar en prisión, acusado de un delito que no había cometido.

“Me acusaron por maldad –dijo–, por querer ayudar a gente pobre… Y perdí aquí dos años de mi vida… Pero, ya todo pasó, y me voy sin guardarle rencor a nadie”.

Don Teo sonríe.

“Yo sí soy culpable –dice–; me descubrieron, y vine aquí a pagar mi delito… ¿Por qué? Por estúpido, tal vez; porque siempre nuestros pasos nos van a llevar a donde nosotros queremos ir y, como decía mi abuelita, el que hace lo que quiere que espere lo que no quiere…”

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Calla, y su sonrisa se vuelve triste. Hay dolor en su mirada.

“Tengo veinte años de estar aquí –añade, después de una larga pausa–; veinte largos años… Veinte años perdidos por tomar una decisión de la que me he arrepentido una y mil veces, pero, como el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, aquí estoy y aquí seguiré hasta el último de mis días… Mire, ya tengo sesenta y cinco años, y me faltan diez de mi condena, más cinco por haber intentado fugarme y no sé cuántos más por haber sido un imbécil que no pensó bien lo que hacía”.

MARTHA

“Yo tenía cuarenta años cuando la conocí. Ella tenía veinte, y era preciosa. Una indita preciosa, como la madera cuando usted la talla con sus propias manos y la deja tan bella que impresiona a cualquiera. Así era Martha. Venía de una aldea de Santiago de Puringla, en La Paz, y yo me enamoré de ella apenas la vi. No me había casado a los cuarenta años porque me dediqué a cuidar a mis viejitos, mis padres y mi abuela materna, y a trabajar la parcelita de tierra que teníamos porque de algo teníamos que vivir. Además, en mis tiempos libres, mi papá me enseñaba la carpintería, porque yo tenía la idea de irme a vivir a Comayagua y poner allí un taller de ebanistería, pero quiso la mala suerte que Martha apareciera en mi aldea. Se vino a vivir con una tía, doña Minga, porque se llamaba Dominga, y allí la conocí… Y no hay cosa más horrible que un viejo enamorado… Empecé a frecuentarla y, un día, le propuse matrimonio. Pero ella me rechazó, y pronto me di cuenta por qué… Ella estaba esperando a que regresara de Estados Unidos el novio, con el que se había prometido desde los quince años, y que se acababa de ir mojado para hacer fortuna. Por supuesto, yo no me rendí, y por cinco años, mire bien, por cinco largos años, la cortejé, la esperé y le prometí el cielo y la tierra, pero ella le era fiel a su novio, y jamás me dio más entrada que la de un amigo. Además, yo me hacía viejo, y ella se ponía más joven y más bella con cada año que cumplía. Hasta que él regresó, deportado, pero regresó. Había mandado algo de dinero, y se iban a hacer una casa en el terreno de su tía, allí mismo en la aldea, y se iban a casar. Yo me desesperé. Estaba enamorado, había esperado cinco años, y ahora me veía a mí mismo más viejo, con canas y hasta con patas de gallo, y ella se veía feliz porque el novio estaba de nuevo en Honduras, y ya no se iban a separar…”

Hizo don Teo una pausa, bebió un poco de refresco, mordió el sándwich, y eructó con educación. Brillaba algo en sus ojos, pero él los escondió.

+ Más allá del odio (parte I)

+ Más allá del odio (2/2)

“Mi papá había cumplido setenta y cinco años –añadió–, y mi mamá ochenta, porque era mayorcita que él. Y mi papá estaba enfermo de la próstata. Ya no podía trabajar, y solo esperaba la muerte. Mi mamá, por los días en que vino el novio de Martha, murió en su cama, dormida, y ni sintió la muerte. Mi abuela tenía tres años de haber muerto, de vieja… Y yo me quedé solo con mi papá, que sufría a causa de aquel cáncer que no se lo deseo a nadie”.

BODA

“Mire, Carmilla –sigue diciendo don Teo–, los padres no son tontos. Ellos conocen bien a sus hijos, y hasta les pueden adivinar sus pensamientos; y mi papá me adivinó los míos, y me dijo: Hijo, ya estás mayorcito y yo no puedo decirte lo que tenés que hacer, pero sí puedo aconsejarte para que no hagás la barbaridad que sé que vas a cometer… Dejá a la muchacha en paz; ya te demostró que no te quiere como esposo, y que está enamorada del hombre que escogió desde niña. No te amargués más tu vida, ni te metás en medio de una pareja que se quiere. Y menos, hagás lo que sé que estás pensando. Está claro que esa mujer no es para vos, y que solo desgracia te va a traer. Así que, hijo mío, pensá bien las cosas, y ya dejá de afilar esa navaja porque lo que vas a conseguir con eso es desgraciarte tu propia vida”.

Bebió don Teo otro trago de refresco, y terminó de comer el sándwich. Luego, dijo:

“Pero yo ya lo había decidido. Además, pronto ya no tendría motivos para seguir viviendo. No tenía familia, y la felicidad de Martha se me metía en el pecho como si fueran mil coronas de espinas… Tres días después de que murió mi papá, lo hice. Nada iba a detenerme. Tenía la esperanza de que si el novio desaparecía, ella, algún día, se fijaría en mí, aunque fuera para no quedarse sola, porque ella sabía que yo la quería”.

LA NOTICIA

“Antes de llegar a Santiago de Puringla hay un puente que está sobre un cañón; abajo pasa un río muy bonito, al menos era bonito en aquel tiempo. Allí encontraron flotando el cuerpo de José, el novio de Martha. Se había quedado en un remanso, entre unas piedras, y de allí lo sacó la Policía”.

“Lo mataron por la espalda –dijo el sargento–, y parece que fue un solo golpe, una sola cuchillada que le atravesó el corazón”.

Martha lloraba. En la aldea todo era confusión y llanto. José era muy querido porque era un muchacho bueno. Solo tenía veintiocho años, y le hacía favores a todo el mundo. Pero eso a mí no me interesaba. Martha, a pesar de que sufría, estaba sola de nuevo, y yo estaba seguro de que ahora tendría una oportunidad. Me acercaría a ella como amigo, y como amigo le daría mi apoyo, y volvería a enamorarla, hasta que se fijara en mí. Eso era lo que yo pensaba, y estaba cien por ciento seguro de que así iba a suceder. Pero, el diablo, después de meterme aquellas ideas asesinas en la cabeza, ahora se reía de mí, y me dejaba solo, porque los policías que llegaron a la aldea a averiguar el crimen del muchacho no eran ningunos tontos”.

DNIC.

“¿Tenía enemigos su novio?” –le preguntaron a Martha.

“No; ninguno”.

“¿Tiene usted alguna idea de quién pudo matarlo?”

“No; no sé”.

El policía que había sacado el cuerpo del agua intervino:

“Mire, oficial –le dijo al detective, llevándoselo a un lado–, yo tengo mis sospechas, y quiero que vea algo en el cadáver…”

“¿Qué es?”

“Venga”.

Fueron a la estación de Policía, donde esperaban a que llegara el Ministerio Público y Medicina Forense, y el sargento le dio vuelta al cadáver.

“Mire esa herida –le dijo al detective–. ¿Qué le parece?”

“Que no es de cuchillo –dijo el detective–; más parece de…”

El sargento lo interrumpió.

“De un escoplo, de esos que se usan en carpintería”.

La herida mostraba una media luna bien marcada.

“Y si la vemos con la lupa –siguió diciendo el sargento, que había sido investigador criminal del viejo Departamento de Investigación Criminal (DIN)–, le va a ver unos bordes, como de ranuritas… Vea”.

LA HERIDA

Era una herida singular. Tenía forma de media luna y los bordes presentaban lesiones pequeñas, en forma de punta de pirámide, pero estaban bien marcadas.

“¿De quién sospecha usted, sargento?” –preguntó el detective, con la sangre caliente.

“De un señor, un carpintero que vive en la misma aldea en la que vivía la víctima… Y, por lo que he sabido, ha estado enamorado de la novia del muerto desde hace años… Me imagino que tiene motivos para deshacerse del rival… ¿No cree usted?”

DON TEO

Sonríe tristemente, vacía el refresco de una sola vez, y pone la botella de plástico sobre la mesa circular. Está pálido.

+ La lengua del sapo (primera parte)

+ La lengua del sapo (II parte)

“No trabajaron mucho. Llegaron a mi casa en menos que canta un gallo. Yo estaba en una hamaca, esperando, nada más esperando, y los policías entraron si pedir permiso, y me apuntaron con los fusiles. Después, revisaron la casa, y en la caja de herramientas de mi papá encontraron el escoplo. No lo había lavado bien porque en el juicio me dijeron que encontraron sangre del muerto en él. Mi abogado me dijo que me declarara culpable, pero, ¿de qué me servía si ya me habían agarrado? Me condenaron por asesinato a veintiocho años y medio. Y un día, me quise escapar, y me cayeron cinco años más… Pero, eso no es lo más grave. Lo peor, lo más horrible fue que Martha vino a verme a la prisión de Comayagua. Me preguntó: ¿Por qué le había hecho aquello? Y yo no supe qué decirle. Todavía sé que fue la peor estupidez de mi vida. No he vuelto a verla, y no sé nada de ella. Me trasladaron aquí después del incendio del penal de Comayagua. No sé nada de mi casa, ni de mi aldea, ni de ella. Lo que sí sé es que el que hace lo que quiere, que espere lo que no quiere, y a mí me queda mucho tiempo más para pensar… Sé que no voy a salir vivo de aquí… Y quisiera verla, saber qué ha sido de ella… aunque, no sé cómo porque a mí nadie me visita… Nadie…”