TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Tumba. ¿Qué había pasado con aquel hombre que acababa de cometer semejante sacrilegio? ¿Por qué causas había llegado al cementerio y descargado en la tumba de su padre las dieciocho balas del cargador de su pistola de .9 milímetros? Y ¿por qué se había tirado sobre la tierra, floja todavía, para escarbar en ella con sus propias manos? ¿Qué lo movía a hacer eso? ¿Por qué había desesperación en su rostro al hundir sus manos en la tierra que cubría el cadáver del hombre que le había dado la vida? Y ¿por qué lloraba, sin decir una sola palabra, mientras salían gemidos agudos de su interior?
Caía el sol cuando llegó hasta la tapa del ataúd. Tenía las yemas de los dedos destrozadas, algunas uñas quebradas y otras arrancadas, mientras sangraban abundantes sus heridas. Las manos estaban hinchadas, pero él no sentía el dolor. Seguía escarbando, con la tenacidad del topo, sin importarle el sufrimiento.
LEA TAMBIÉN: ¿Quién era el capo sin piernas?
Con gran esfuerzo abrió la tapa superior del ataúd y vio el rostro de su padre, rígido, frío, inexpresivo. Tenía los ojos cerrados, tacos de algodón en las fosas nasales y los labios apretados con fuerza bajo el espeso bigote blanco. Los brazos, delgados a causa de la edad, estaban cruzados al pecho, unidas las manos con un rosario de cuentas rojas, y un ramo de flores de plástico sobre ellas.
Lo habían vestido con sencillez y, aunque muerto, se notaban en él restos de una vieja elegancia.
Lo miró aquel hombre por un momento, se limpió las lágrimas con el dorso de una de sus ensangrentadas y, de repente, apretando los dientes, le dio un puñetazo al vidrio, rompiéndolo en varios pedazos, algunos de los cuales se clavaron en sus nudillos. Luego, como si fuera inmune al dolor, quitó con violencia los pedazos de vidrio que quedaban en el marco, y se detuvo para tomar aire. Un poco repuesto, miró el rostro muerto con ira mal contenida, ira que subía por sus venas y le incendiaba el cuerpo, y, sin esperar más, lanzó sobre aquel rostro un escupitajo que se estrelló en la base de la nariz y se regó hacia los ojos cerrados para siempre. Luego, aquel hombre se llevó una mano hacia atrás, sacó de su cintura un cuchillo, un largo cuchillo de cocina, de punta aguda y filoso, y, empuñándolo con fuerza, descargó el primer golpe. La hoja de acero se hundió en un ojo, luego hirió la frente, las mejillas, la nariz, el cuello, hasta que de aquellos restos no quedó nada más que una masa sanguinolenta en la que se notaban jirones de piel, astillas de hueso y dientes rotos. Cuando aquel hombre no pudo más, detuvo su ataque y, soltando el cuchillo, se dejó caer a un lado, sobre el ataúd, se arrastró hacia la esquina, y empezó a llorar como un niño.
“¿Por qué? –decía, con acento en el que se notaba una súplica desesperada–. ¿Por qué me hiciste eso? ¿Por qué, si yo era tu hijo? ¿Es que no te dabas cuenta que cada vez que me hacías daño me destruías un poco más la vida?”
El guardia del cementerio, que había visto todo aquello casi paralizado, abrió la boca para decir algo cuando vio que a sus espaldas aparecía la Policía. Había llamado a los agentes cuando escuchó los disparos, pero no supo decirles de donde provenían, y fue por eso que no se dio cuenta de nada hasta que vio a aquel hombre desesperado desenterrando la tumba que recién acababan de cerrar.
“Yo no sabía qué hacer –confesó, después–; sabía que ese hombre estaba armado, y que lo que hacía no era de un hombre cuerdo, y tuve miedo, por eso llamé de nuevo a la Policía, pero, como siempre, llegaron muchas horas después, cuando ese hombre ya había desenterrado el ataúd y había acuchillado el rostro del muerto”.
“¿Quién es el muerto?”
“Don Eusebio –dijo el guardia–, un señor que fue muy querido en la aldea; era ganadero y agricultor, y lo enterraron hoy a las dos de la tarde… Se murió antier, dicen que del corazón; otros dicen que de viejo porque ya tenía más de ochenta años; ochenta y dos… Y deja una familia muy grande”.
El hombre
“¿Cuál es su nombre?” –le preguntó un policía al hombre, al que acababan de sacar de la fosa con cierta dificultad.
Estaba lleno de tierra y sangre, y lloraba en silencio.
No contestó.
“Este es Chebo –respondió el guardia del cementerio–, el hijo mayor de don Eusebio. Lo reconozco bien, aunque hace ya como treinta o treinta y cinco años que se fue de aquí, y nunca lo habíamos vuelto a ver… Dicen que es que se peleó fuerte con el papá, y que se fue a recorrer el mundo, pero, miren, aquí está, ya maduro y enloquecido, porque el que hace una cosa de estas no está en sus cinco cabales”.
“Tiene razón –dijo el Clase I, jefe de la Policía del pueblo–, pero, para que alguien decida hacerle esto al cadáver de su padre, es porque tiene motivos…”
“Pero, este hombre no quiere hablar” –dijo el guardia.
“Hay que esperar a que se calme; que le limpien las heridas en el Centro de Salud del pueblo, y después hablamos con él”.
ADEMÁS: El final más horrible
“¿Qué hacemos con la fosa? ¿La volvemos a cerrar?”
Antes de que alguien respondiera, el hombre al que el guardia había llamado Chebo, levantó una mano ensangrentada, y dijo, dirigiéndose al Clase I:
“Voy a hablar con usted –musitó–, pero solo usted debe escucharme… Por favor”.
“¿No quiere que le curen las heridas?” –le preguntó el policía.
“Todavía no… No es necesario… Llevo adentro de mí otras heridas peores que tal vez solo Dios puede curar”.
El Clase I, aunque entendió a medias, hizo una señal a sus hombres y al guardia, y estos se retiraron. La luna brillaba con fuerza en el cielo, que empezaba a llenarse de estrellas, y la lámpara que llevaban los policías iluminaba lo suficiente como para que aquellos dos hombres se vieran el rostro. Abajo, a tres metros de ellos, seguía el cadáver, inmóvil e su ataúd, con el rostro destrozado.
Chebo
Tenía cincuenta años, no era muy alto, era algo más que delgado y había una gran tristeza en su rostro. Miró al policía, que se había sentado en la tierra excavada de la fosa, frente a él, y le dijo:
“Sé que esto es un delito –murmuró–; lo sé bien porque soy abogado, y sé, también, que las consecuencias de esto no son tan graves…”
El Clase I no dijo nada.
“No es que me sienta por sobre la ley, claro que no –siguió diciendo Chebo–, pero, cuando escuche los motivos por los que he hecho esto, tal vez usted tenga compasión de mí…”
El Clase I, que jamás había estado en una situación como aquella, carraspeó varias veces para aclarar la garganta, se rascó atrás de una oreja, y dijo:
“Entonces, usted sabe que tengo que llevármelo detenido, ¿verdad?, y que tengo que informar a mis superiores”.
“Lo sé, y no crea que no estoy preparado para enfrentar lo que sea… A fin de cuentas, nada me importa, nada…”
Siguió a esto un momento de silencio. Soplaba un viento fresco y algunos pájaros nocturnos lanzaban a la oscuridad sus cantos como lamentos.
“Debí hacer esto antes –dijo Chebo, hablando de repente, sin mirar al policía–; debí desquitarme en vida…”
“No le entiendo”.
“No debí dejar que pasara tanto tiempo… Debí matarlo con mis propias manos…”
“Pero, es su padre… Está hablando así de su propio padre…”
Chebo levantó la mirada. Había en ella dolor, lágrimas que seguían derramándose bajo una profunda tristeza, y sonrió, con una mueca que fue más bien una burla para sí mismo.
“¿Mi padre? –preguntó, moviendo apenas los labios–. ¿Mi padre, dice usted?”
“Sí; eso dije… ¿Por qué le hizo esto? ¿Por qué dice usted que mejor lo hubiera matado mucho antes?”
El hombre no contestó por algunos segundos, bajó la cabeza, se miró las manos heridas, e ignoró el dolor. Luego, dijo, empezando a hablar despacio, con triste acento:
“Este hombre, este que fue mi padre –dijo–, me violaba desde que yo tenía seis años, y me violó cada vez que quiso hasta que cumplí los quince, y, a veces, hasta dos veces al día… ¿Sabe usted lo que es eso? ¿Sabe usted lo que eso significa para un niño?”
Chebo calló.
“Dejó de hacerme daño cuando escapé de la casa, a los quince años. Fue cuando mi madre se dio cuenta de lo que este salvaje me hacía, y le reclamó, pero, como él era el hombre todopoderoso en la finca, mi madre tuvo que conformarse con los golpes que le dio, mientras él negaba todo. Entonces, me fui de la casa esa madrugada, y no volví. Me di cuenta que mi mamá murió, dos años después, de tristeza, y que él se volvió a casar y tuvo más hijos. Y hace dos días mi hermana me dijo que él había muerto. Que se había acostado después de cenar, que se había bebido la copa de licor que bebía todas las noches, y que se durmió; pero, a la mañana siguiente, no despertó. Murió dormido… ¡Una muerte piadosa para un maldito como fue él! Por eso es que me arrepiento no haber venido antes a buscarlo para ajustarle las cuentas… Lo hubiera matado con mis propias manos…”
La historia había terminado.
El Clase se puso de pie y pidió agua, bastante agua. Él mismo le lavó las manos y, como pudo, se las vendó con dos pañuelos.
“¿En qué vino hasta aquí?” –le preguntó.
“En mi carro. Está afuera del cementerio”.
“¿Puede manejar?”
“No sé; creo que sí…”
“¿Dónde vive? O sea, ¿desde dónde viene?”
“De San Pedro Sula. Allá vivo”.
“¿Está casado?”
El hombre movió la cabeza dos veces hacia adelante.
“¿Tiene hijos?”
“Tres”.
“Bien –exclamó el Clase–, le espera un viaje largo… Váyase antes de que haga más niebla…”
El hombre lo miró.
El Clase I hizo una señal.
“Cierren la fosa –ordenó–; este hombre se va conmigo…”
Lo acompañó hasta su carro, y se despidió de él.
Todo había acabado.