Crímenes

Grandes Crímenes: Vivir para odiar (I)

Cuando se tarda demasiado, hay quienes la toman en sus propias manos
06.06.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Niña. Tiene apenas catorce años, es menudita, aunque ha engordado algo, de pelo corto, “porque cuando lo tenía largo se llenó de piojos” y se lo cortaron casi como un varón, pero eso no le importa.

Hay tristeza en sus pequeños ojos marrón, aunque brilla en ellos odio y deseos de venganza que parece que no van a saciarse jamás.

“¡Jamás! –me dice, cuando se lo pregunto, y levanta la voz, al tiempo que alza la cabeza, como para confirmar sus palabras–. ¡Jamás! ¿Me entiende? ¡Jamás! Si volviera a nacer lo volvería a hacer todo igual o peor, porque siento que no tuvo suficiente castigo”.

Habla con mucha madurez a pesar de sus catorce años, y es que la tragedia que ha vivido, y el tiempo que lleva en el Centro para “rehabilitación” de menores infractores la han hecho más sabia, aunque ella dice “que la han avivado”.

“¿Y su hermana?” –le pregunto.

“No he sabido de ella desde que nos agarraron en Chiquimula. A mí me llevaron a la frontera, y cuando les pregunté a los policías por ella no me dijeron nada. No sé dónde está, ni sé si le pasó algo”.

“Pero, ¿las capturaron juntas?”

“Sí. Íbamos en un bus, se subieron unos policías y una gente de Migración, y uno de los policías vio unas fotos, y nos reconoció. Nos bajaron del bus y nos llevaron a la posta… Eso fue en un lugar que se llama Guastatoya, y de allí nos pasaron a Chiquimula”.

“¿Su hermana iba con usted?”

“Si; íbamos juntas. Nos dijeron que una persona que defiende a los menores iba a esperarnos en la estación, pero cuando llegamos, me llevaron a mí por un lado y a mi hermana por otro”.

“¿Por qué?”

“Porque mi hermana es mayor de edad…”

“¿Cuántos años tiene su hermana?”

“Diecinueve”.

“Ah”.

“No la volví a ver. Me trajeron en una patrulla a la frontera y allí me entregaron, en Gua Caliente le dicen, a gente de Derechos Humanos y a gente de la Policía”.

“¿Y su hermana?”

“No sé. En todo este tiempo no he sabido nada de ella, y aquí estoy sola, sin familia, y sin amigos, porque aquí no hay amigos… ¡Si yo le contara lo que se vive aquí! Y uno tiene que adaptarse o lo matan. No hay de otra”.

“Me imagino”.

La niña se queda callada por largo tiempo. La trabajadora social, la psicóloga y las dos empleadas del centro esperan con paciencia. No es que quieran conocer la historia. La conocen de sobra, pero están allí, conmigo, para “cuidar la parte emocional de la niña, ya que contar su caso es volver a vivirlo, y eso la hace víctima de nuevo de todo lo horrible que vivió”.

“¿Por qué se calla?” –le pregunté, después de que el silencio se iba haciendo extenso, y ella empezó a tronarse los dedos de las manos, baja la cabeza y furiosa la respiración.

“No me callo –dice–, solo es que me acuerdo de todo, y quiero contárselo bien. Ellas dicen que no debo contar esto, y menos a los periodistas, pero es mi deseo que se sepa por qué hicimos lo que hicimos”.

“Yo no soy periodista”.

“Sí; yo sé… Así me dijeron… Pero, igual va a escribir mi historia. Quiero que la escriba. A mí no me importa nada más que saber dónde está mi hermana…”

“Dicen en Guatemala que en un descuido se les escapó de la estación de Policía”.

“Eso no lo creo yo porque estaba con las chachas… y mi hermana no me iba a dejar sola…”

“Dicen que cuando la fueron a buscar a donde la habían dejado, ya no estaba… Y nadie la vio salir”.

“Eso es mentira”.

“¿Por qué lo dice?”

“Porque cuando nos bajaron del bus, y nos subieron a la patrulla, en la cabina, en la parte de adentro, un policía gordo y medio indio le dijo a uno de sus compañeros: ‘Esta es carne nueva para la Doña’. ¿Y eso qué quiere decir? Que no la querían para meterla presa, porque, además, en Guatemala nada habíamos hecho nosotros… Fue aquí donde teníamos que pagar”.

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La hermana

“¿Cómo es su hermana?”

“Es alta y bonita. Nada que ver conmigo. Es ojos verdes, más bonitos que los míos, y es hermosa, como era mi mamá cuando estaba joven, aunque yo no me acuerdo de ella”.

“¿Por qué?”

“Porque mi mamá se murió pariendo a mi hermanito, hace diez años; y los dos se murieron. Y la partera no pudo hacer nada para ayudarle. Y nosotras nos quedamos solas con mi papá, allá en la aldea, en la montaña, y, entonces, ya muerta mi mamá, nos tuvimos que encargar de los oficios de la casa, y dejamos la escuela; bueno, mi hermana dejó la escuela; yo estaba chiquita todavía… Y no fui ni al kínder”.

“Pero, ¿sabe leer y escribir?”

“Porque mi hermana medio me enseñó en un libro Nacho y en la Biblia… Pero, eso no me importa. De nada me sirve, y menos ahora que estoy aquí”.

“Pero, aquí no va a estar por mucho tiempo…”

“Sí, eso dicen. Me van a llevar donde un juez de menores, me van a dejar aquí hasta que cumpla los dieciocho años, y si me porto bien, voy a ir a hacer tres años más a la penitenciaría de mujeres… Todo eso es lo que me han dicho… Porque tengo que pagar por lo que hice; bueno, por lo que hicimos, aunque yo no quiero que agarren nunca a mi hermana, porque lo que ella hizo solo fue defenderme, y defenderse…”

Hace otra pausa, esta vez más breve.

“Bueno –dice, después, con un halo de tristeza en la voz–, eso, en el caso de que mi hermana esté viva, porque, por lo que dijo ese policía, no creo que la hayan querido para algo bueno”.

“El policía dijo que se la iban a llevar a la Doña, ¿verdad?”

“Que era carne fresca para la Doña; eso dijo. Y el otro se rio”.

“Y, ¿sabe usted qué significaba eso?”

“No”.

“Ya”.

Siguió a esto otro momento de silencio. Las mujeres que nos acompañaban me urgían para que terminara la entrevista.

“¿Por qué lo hicieron?” –le pregunté.

“Porque teníamos que hacerlo –me respondió la niña, de inmediato–. Ya habíamos aguantado suficiente; demasiado, más bien, y vivir aquello siempre creo que era peor que estar en el infierno”.

“Y, ¿qué era aquello?”

La niña me mira, se queda fija en mí por unos segundos, y las lágrimas salen de sus ojos, pero no aparta la mirada. Veo que en sus recuerdos brilla el odio, el asco, la vergüenza, y aquellos deseos de venganza que no se han saciado todavía y que, como ella misma dice “no se saciarán jamás”. Entonces, la psicóloga me dice que es mejor dejar hasta allí la entrevista. Que, tal vez, podemos seguir otro día.

“Será mejor” –me dice.

“No –la detiene la niña–; yo estoy bien; solo es que me estoy acordando bien de las cosas para contárselas mejor… Desde que murió mi mamá, desde que nos quedamos solas… No, no se vaya, porque yo sé que si se va hoy ya no lo van a volver a dejar entrar aquí…”

“Sí me van a dar permiso de verla otra vez; no se preocupe”.

“Yo sé que no… Aquí, no crea que es que está uno en un paraíso, o que es que a uno lo tratan bien. Aquí se ve unas cosas que si usted las escribiera, le aseguro que serían un escándalo…”

La trabajadora social, si es que en realidad tiene esa profesión, se movió incómoda en su silla. Yo entendí.

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“Sí –le dije a la niña–; se dicen muchas cosas, pero, por favor, no hablemos de eso, que eso ahorita…”

“Yo entiendo bien, no se preocupe. Mire –agregó, tocándose una sien con un dedo–, estoy chavalita pero tengo morro; pienso… Pero, ¿sabe usted cuántas veces me han violado aquí en el centro? ¡Uh! Y, tengo que quedarme callada porque si digo algo me hayan con la boca llena de moscas, o me hacen pedacitos en la noche y nadie vuelve a saber de mí…”

“¿Ha visto cosas como esas aquí? ¿Ha visto que pasan cosas así aquí en el Centro de rehabilitación?”

“Bueno, ver, como ver, nunca he visto, pero me han amenazado, y, aunque es horrible estar encerrado, la vida siempre es bonita, y hay que dejarse, o hacerse dura, y fregar a los demás como lo friegan a uno…”

“Pero, eso pasa entre los menores… Las autoridades los tratan bien…”

“Bueno… De eso es mejor que no hablemos… Las Licenciadas son buenas, aunque a veces se ponen duras, pero conmigo nadie ha sido mala hasta hoy… Trato de portarme bien, pero ya voy viendo que tengo que hacerme de un chuzo para defenderme, porque allí anda una loca, una marimacha, que solo quiere estar conmigo, y ya me ha usado un montón de veces… y un día de estos le voy a clavar el chuzo en el mero pecho… De todos modos, ya no tengo nada que perder, pero salir de un infierno para venir a caer a otro, no tiene chiste… o ¿qué dice usted?”

Yo le sonrío.

La niña tiene los ojos velados por las lágrimas, que no ruedan todavía por sus mejillas, y trata de sonreír, esperando mi respuesta.

“Ha vivido una vida horrible, ¿verdad?” –le pregunto, tratando de esquivar su mirada.

“Horrible, sí; y no sé cuándo se va a acabar… Me faltan siete años aquí”.

“¿Qué le dice su abogado?”

“Es una abogada… Dice que me va a sacar de aquí, que va a hacerme unos exámenes psicológicos, que va a demostrar que lo que hicimos fue en defensa propia, que esto, que el otro, pero, la verdad, es que llevo aquí un montón de tiempo y solo la he visto dos veces… Ya no le creo nada…”

¿Qué fue lo que pasó en la vida de aquella inocente? ¿Por qué tuvo que huir con su hermana? ¿Qué fue lo que hicieron? ¿Cuánta verdad hay en lo que dice del Centro de “rehabilitación”? ¿Cuánto tiempo más estará allí? ¿Sobrevivirá hasta los veintiún años o, como le dice su abogada, saldrá en libertad?

Pero, si sale a la calle, ¿qué será de su vida? Sin embargo, pregunto de nuevo: ¿Qué fue lo que hizo que la llevó hasta allí? ¿Y su hermana?

“Vivo para odiar –me dice–, y el odio es algo que se aprende cuando a uno le hacen mucho mal… No sé qué voy a hacer si es que algún día salgo de aquí”.

La miro por un momento, sonríe, aunque con cierta dificultad, y se acomoda en su silla, levantando la frente:

“Le voy a contar todo –me dice–. Todo”

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...

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