TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Se ha dicho que lo que se hace por amor está más allá del Bien y del Mal, así, con mayúsculas. Y creo que bien podría decirse que lo que se hace por estupidez está más allá del perdón, al menos del de los hombres.
A principios de año visité la penitenciaría Marco Aurelio Soto, y conocí algunas historias impresionantes de boca de los mismos protagonistas. Después de corroborarlas y de realizar algunas entrevistas, las entrego a los lectores de diario EL HERALDO como una muestra clara de que cuando tomamos las peores decisiones, lo que debemos esperar es el desastre, y que cuando nos dejamos llevar por la ira, lo que se viene encima es el caos.
Así piensa don Roberto, un hombre de sesenta y nueve años, lleno de canas y arrugas prematuras, porque las lleva desde los cincuenta, cuando cometió el peor error de su vida, y en cuyo corazón el arrepentimiento se derrama en lágrimas de sangre que no se secan nunca.
Don Roberto
“Llegué temprano a mi casa –dice–, mi mujer estaba lavando ropa en la pila, y yo entré por la sala, sin que ella se diera cuenta. Cuando salí al patio para saludarla y decirle que le llevaba un nacatamal para que desayunara conmigo, vi que estaba platicando con un hombre. Era un hombre joven, alto, delgado y al que no reconocí. Eso me encendió de ira, me acerqué a ella por la espalda, con la pistola en una mano, y le grité que así la quería encontrar. Yo era guardia de seguridad, y llegaba a la casa en las mañanas, siempre a eso de las siete, pero ese día llegué media hora antes. Y la encontré en gran plática con aquel hombre. Ella era buena, bonita, más joven que yo y, aunque teníamos problemas, nos llevábamos bien.
Teníamos dos hijos, y soñábamos con un mejor futuro, pero mi estupidez me hizo cometer el peor de los errores de mi vida, le disparé por la espalda sin darle tiempo siquiera a mirarme, y después le disparé a él. Debí pensar bien las cosas antes de cometer semejante barrabasada. Aquel muchacho era su hijo, el primer hijo que tuvo de un matrimonio anterior. Tenía veinte años y había llegado a la casa de sorpresa, después de que lo deportaran de Estados Unidos. Yo lo había visto pequeño, y no lo reconocí. Además, mis celos absurdos me cegaban.
Mi esposa murió en el acto. Al muchacho le salvaron la vida en el Hospital Escuela. Me condenaron a treinta años. Por parricidio y otras cosas más… Y ya llevo aquí diecinueve largos años. Una vida perdida, mi esposa sacrificada, y todo por nada; por una estúpida idea, por unos estúpidos celos…”.
Don Roberto quiso escapar en medio de unos sacos llenos de basura, lo que agrava su situación y, a pesar de haber cumplido más de la mitad de la pena, no tendrá libertad condicional “porque no es confiable para la sociedad y no se ha rehabilitado como se esperaba de él”.
“Ni modo –agrega–, me quedaré aquí los treinta años, si es que la muerte no me saca antes de estas paredes…”.
“Chepe”
Le dicen “El Chele”, aunque es trigueño, y me explica que le pusieron ese apodo porque cuando quiso escapar de la cárcel se metió en unos sacos vacíos de harina, y los guardias penitenciarios lo sacaron blanco como el algodón. Desde entonces lo llaman así.
“Tengo cuarenta y seis años –dice, con cierta tristeza–, y ya llevo diez años aquí. Me condenaron a diecisiete años, más los cinco que me agregaron por querer escapar. Hay quienes dicen que el deseo de ser libre es un derecho tan natural como humano, y yo creo que el querer escapar de la cárcel no debería ser penado, aunque se lo repriman al preso. Pero ese es otro tema”.
Hace una pausa, y agrega después de unos segundos en los que pareció ordenar los pensamientos en su cabeza: “Estoy aquí por estúpido; no hay otra palabra para describir lo que hice. Vivía bien, trabajaba como profesor de colegio, tenía una esposa y un hijo, y la vida me sonreía, pero mis celos absurdos me trajeron hasta aquí…”.
Nueva pausa.
“Una noche invité a mi esposa a cenar a un restaurante chino, uno muy antiguo, de Comayagüela, donde sirven una comida deliciosa, y que a ella le gustaba mucho. Pues estando sentados, esperando que nos sirvieran la comida, nos tomábamos una cerveza, cuando vimos entrar a un amigo mío, un viejo amigo, con el que compartí muchas cosas desde que éramos adolescentes, allá en el barrio Bella Vista. Era visita constante de mi casa porque nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, y nos queríamos mucho. Cuando entró al restaurante él nos vio también y, con una sonrisa, se separó de su esposa y fue a saludarme. No sé por qué se veía apurado, y solo me saludó a mí, a pesar de que mi esposa esperaba que la saludara también a ella. Pero, cuando ya se retiraba, ella le dijo: ¿Y a mí no me saludás? ¿Es que dormí con vos?”.
Y él le respondió de inmediato:
“No dormiste conmigo pero lo deseo”.
De inmediato se borró la sonrisa en mi cara.
“¿Cómo decís, hijo de…? ¡A mí me vas a respetar!”.
“Y, diciendo y haciendo, me puse de pie, saqué mi pistola de la cintura y le disparé tres veces en el pecho. Él cayó hacia atrás, con la camisa ensangrentada. Yo agarré a mi esposa de la mano y salimos del restaurante. Para hacer más grande mi desgracia, una patrulla de la Policía pasaba por la calle en aquel momento, y al escuchar los disparos, cuatro agentes cubrieron la puerta de salida. Me vieron con la pistola en la mano y me obligaron a rendirme. Desde entonces estoy aquí. Por la estupidez más grande de mi vida”.
Chepe calla por un momento. Parece que ha hablado más de la cuenta. Hay lágrimas en sus ojos, y su rostro se ha puesto pálido, como la cera.
“Mi esposa venía a visitarme, al inicio, pero después me di cuenta que estaba embarazada de un chavalo que conoció en el mercado, donde tenía un puesto de venta de huevos. No la he visto en años, y no creo que la vea otra vez. En realidad, ella no tiene la culpa de nada. Yo siempre fui celoso y posesivo, un machito cualquiera, y pagué caro mi estupidez… Lo perdí todo, y desgracié dos familias, por no aceptar una broma…”.
La diabetes está matando a Chepe.
Carlos
Es un hombre de sesenta años, alto, gordo, hipertenso y buen platicador. Dice que eso de que la cárcel es para hombres es pura mentira.
“La cárcel es para estúpidos –aclara–, porque el que sabe que lo que hace es malo, y aun así lo hace, es un estúpido. Violar la ley, cometer un delito, un crimen, es decisión personal, pero bien sabemos que lo que hacemos tendrá consecuencias horribles, y estar entre estas paredes es como estar enterrado en vida. Y es una lástima que cada día, más y más gente, sobre todo jóvenes, desprecien la libertad por una satisfacción de un rato.
Roban, violan, extorsionan, matan y no tienen límites. Pero lo peor es que más temprano que tarde caen presos, o mueren… Y eso es una lástima… Como usted ve, vivir aquí es peor que vivir en el mismísimo infierno. Aquí ya no cabemos, esto es un caos, y a nadie le importa el bienestar del preso, tal vez porque estas horribles condiciones de vida son parte del castigo que le impone a uno el Estado…”.
Calla por un momento, y después de suspirar, dice: “Yo vivía en un pueblito de aquí cerca, y vivía bien. Criaba a mis hijos, tenía animalitos, sembraba una parcelita de tierra, y me llevaba bien con mi mujer. Mi único vicio era el guaro. Pero bebía siempre los viernes, me curaba el sábado, y el domingo iba a la iglesia. Y mi defecto más grande era la intolerancia. Me creía poderoso, delicado y macho, y esa estupidez me tiene aquí”.
Sonríe, a pesar de que hay tristeza en sus ojos.
“Mi vecino, un vecino lejano, tenía animalitos también, y era un luchador como yo. Nos llevábamos bien, aunque no podría decir que éramos amigos. Y este vecino tenía un perro, un bonito labrador con aguacatero, obediente pero mañoso. Le gustaba comerse mis gallinas. Y esto es raro, porque nunca se comía las gallinas del dueño. Solo las mías. Le reclamé a mi vecino, y por un tiempo dejaron de aparecer muertas mis gallinas, hasta que una mañana encontré dos, o sea, encontré las plumas, las patas y la cabeza de las gallinas. Regresé a mi casa y le dije a mi mujer que si mi vecino no ponía en cintura a su perro, a quien iba yo a matar era a él mismo…”.
Levanta la cabeza y suspira de nuevo.
“Resulta –agrega, después de una pausa larga–, que una semana después aparece una gallina muerta, o sea, lo que quedaba de la gallina. Así que, furioso yo, agarré mi machete, y tomé camino a la casa de mi vecino. Estaba desgranando maíz en el corredor de su casa. Le dije: Te advertí que si tu perro seguía comiéndose mis gallinas a quien iba a matar era a vos. No lo dejé hablar, le descargué un filazo que le partí la frente en dos. Después me fui. Cuando me agarró la Policía me di cuenta que mi vecino había regalado el perro y que se lo habían llevado para Ojojona, y que lo había regalado después de que le reclamé por primera vez. En la primera visita que me hizo mi esposa me dijo que un guasalo era el que se estaba comiendo las gallinas. Ahora yo, por irreflexivo y por estúpido, tengo que pagar veinte años en la cárcel… Y sé muy bien que jamás voy a salir de aquí… Ya estoy viejo y cansado, estoy enfermo y no creo que salga vivo de aquí… Además, ¿adónde voy a ir? Mi esposa murió hace dos años, mis hijos malvendieron la casa y las tierras, y uno se fue para Estados Unidos, mojado, y el tren le partió las piernas… Murió desangrado sobre los rieles…”.
Calla porque las lágrimas se derraman abundantemente por sus mejillas.
“Creo que todo esto, o sea, toda la tragedia que ha sufrido mi familia, fue por mi gran estupidez… De nada sirve arrepentirse. Ojalá que Dios me perdone…”.
Continuará la próxima semana...