Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
“¿Cuándo fue el primer traslado?”
“Cuatro meses antes”.
“¿Algún cajero atendió al cliente?”
“Ninguno, ya que nunca vinieron al banco”.
“Y el traslado, ¿cómo se realizó?”
“Vía electrónica. De cuenta a cuenta”.
“¿Alguien autorizó el traslado?”
“Pues, si eso sucede, se supone que es el dueño de la cuenta quien lo hace”.
“Y ninguno acepta haber realizado o autorizado el traslado de sus fondos a otras cuentas…”
“Así es”.
“Y, ¿a cuántas cuentas fue trasladado el dinero?”
“A tres”.
“Y su investigación, ¿qué resultados ha tenido?”
“¿Alguna noticia?” -le preguntaron al empleado. “Nada nuevo, señor”.
“¿Despidieron a alguien en este mes? ¿Alguno de los empleados renunció?”
“No, señor; nada de eso ha sucedido”.
“Excelente -exclamó el detective-. Entonces, tráigame, por favor, a Julián Fonseca”.
“¿Julián Fonseca, señor?”
“Sí, eso dije. Julián Alfonso Fonseca Garmendia. Por favor”.
Este era un muchacho alto, de piel clara, delgado sin ser flaco, de grandes ojos color café y de rostro agradable.
“¿En qué puedo servirles, señores?” -les preguntó a los detectives.
“¿Tu madre se llama Eleonora Garmendia?”
“Así es, señor”.
“Una mujer adinerada, ¿verdad?”
“Tal vez, señor”.
El detective miró al muchacho, de escasos veinte años, y se dio cuenta de que estaba ante una estatua, que no se iba a conmover con nada.
“Tenemos videos de tu madre retirando grandes cantidades de dinero de este banco -le dijo el detective-; esta cuenta está a nombre suyo, y desde aquí, le fueron transferidas sumas considerables, aunque a cuentagotas… Creo que ya sabés de lo que te estamos hablando”.
El muchacho sonrió.
“Sabemos que vos transferiste el dinero desde tu caja a esta cuenta en este banco, y que tu madre retiró los treinta y cinco millones que te robaste tranquilamente”.
El muchacho cruzó una pierna sobre la otra.
“¿Te gustaría ver a tu madre en la cárcel?” -exclamó el policía, exasperado por la sangre fría del empleado.
“No, por supuesto que no”.
“Pero a la cárcel es que va si o nos ayudás…”
“¿En qué?”
“Primero, devolviendo el dinero”.
“Eso es imposible”.
“¿Por qué?”
“Por que no lo tengo”
“¿Te declarás inocente?”
“No he dicho eso. Solo he dicho que no tengo el dinero”.
“Tenemos pruebas de que de tu caja salió el dinero a esta cuenta. Podrías ir muchos años a la cárcel”.
“Si no tuvieran pruebas en mi contra no estarían aquí…”
“No te entiendo”.
“Al contrario, creo que entiende perfectamente. Ya descubrieron las transferencias, han llegado hasta mí, y descubrieron las cuentas vacías en el otro banco. Saben de mi madre y de los retiros… Pero hay algo que no saben…”
“¿Qué es?”
“Si el dinero existe o no”.
“Son treinta y cinco millones los que le robaste a los clientes del banco que confió en vos”.
“El banco nunca pierde. Devuelve el dinero a los clientes y el seguro lo cubre… Es así de sencillo”.
El detective no hallaba qué decir.
“Queremos que devolvás el dinero, o vos y tu madre irán a la cárcel”.
“Yo iré a la cárcel, mi madre no”.
“Pediremos orden de captura contra ella”.
“De nada les servirá”.
“Es una mujer mayor. Deberías pensarlo mejor”.
“Mi madre murió hace un mes, de cáncer de útero… Hice lo que hice tratando de curarla, porque los tratamientos son caros. Al principio fue solo para eso. Luego me di cuenta de que nací y crecí en la pobreza, y que seguiría pobre el resto de mis días… Y seguí…”
“Te espera un buen tiempo en la cárcel”.
“No importa. Estudiaré, haré obras comunitarias y me portaré bien… Saldré a la mitad de la pena… No me importa”.
“Era un preso sencillo -dijo el informante-; comía de lo que nos da aquí el gobierno, y casi nunca venían a visitarlo… Pero un día no regresó a la celda y faltó en el conteo de la tarde… Se escapó o lo mataron. Aquí dicen que fue que lo mataron y que cortaron su cuerpo en pedazos… Pero nada más se dice. Aquí, hablar demasiado es peligroso”.
“El problema para nosotros -dice el agente que llevó el caso-, es que alguien nos dijo que vio a alguien parecido en Nicaragua, en el barrio Altagracia de Managua… dirigiendo un hospedaje… Es algo que vamos a investigar algún día”.
Se han cambiado los nombres.
TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Emérito. Don Emérito era un hombre sencillo, vestía pobremente y sonreía siempre, como sonríe el hombre feliz. Era amable y de pocas palabras, y era devoto de la Virgen de Suyapa. Tenía 80 años, aunque aparentaba muchos más. Se había deteriorado desde temprano a causa del trabajo constante, y no recordaba haberse enfermado nunca, por lo que no recordaba haber dejado de trabajar un solo día de su vida.
A los seis años de edad su papá lo llevó a la milpa de maíz y le enseñó a cuidarla; luego de la cosecha, le enseñó a sembrar ayotes, frijoles, maicillo y arroz. A los diez años, ya sabía trabajar con el ganado, y a los doce ya tenía sus dos primeras vacas y le había dicho a su papá que le compraría una manzana de tierra, de las que tenía cerca del río. A los 15, tenía diez manzanas sembradas de maíz y pasto, y treinta vacas lecheras. Entonces, compró su primer carro, un viejo pick-up Toyota Land Cruiser que conservó hasta que se pudrió de viejo. Su papá lo ponía como ejemplo ante sus hermanos, y lo admiraba mucho. Cuando murió, dividió sus tierras en partes iguales, sin embargo, los hermanos de don Emérito le vendieron al día siguiente del entierro, y se fueron de la aldea.
A los veinte años, don Emérito era uno de los terratenientes más ricos, y con más ahínco se dedicó a trabajar sus propiedades. A los 21 años se casó y empezó a tener hijos. Le gustaban las familias grandes, y tuvo ocho en diez años. Y así, sin descansar, amasó una gran fortuna, la suficiente como para que sus hijos y sus nietos vivieran sin trabajar en toda su vida. Este era don Emérito, el hombre sencillo y lleno de años que llegó al banco aquella mañana en una enorme Ford 350. Llevaba unos papeles y el hombre que lo atendió supo a qué iba el anciano, que casi nunca salía de su hacienda.
“¿En qué puedo servirle, don Emérito?” -le dijo el empleado del banco.
“Quiero crear un fideicomiso para darles a mis hijos y a mis nietos una cantidad de dinero mensual por los próximos veinticinco años” -respondió el anciano. “Como usted quiera”.
Aquello era el inicio de un caso que estremecería al banco y que rompería la confianza que muchos de sus clientes tenían en él.
“Creo que hay un error, don Emérito” -le dijo al anciano el empleado.
“¿Error? ¿Qué error es ese?”
“Pues, que usted muestra en sus documentos que tiene esta cantidad de dinero, pero lo que tiene en realidad es esto… Hay un retiro por un millón de lempiras, realizado en quince transacciones”. -“¿Cómo dice?” -exclamó el anciano. -“Aquí está bien claro, don Emérito”.
“Pues, nadie más que yo pude retirar ese dinero, y le aseguro que nunca lo retiré… Ustedes deben estar en un error…”
ADEMÁS: Flor de oro
“Aquí están los traslados a esta cuenta, don Emérito”.
“¿Traslados? ¿Qué es eso de traslados? Yo nunca hice ningún traslado. Solo he depositado, y nada más. Ni siquiera sé cómo se hace un traslado… Así que, o me averigua bien qué fue lo que pasó con mi dinero, o esta misma mañana le hago un escándalo al banco y saco de aquí todo mi dinero. ¿Me entiende?”
Desde aquel momento todo fue un caos en el banco. En realidad, no era el primer cliente que se quejaba de que faltaba dinero en sus cuentas, a pesar de que ellos nunca habían hecho tales traslados.
POLICÍA
“El primer cliente que se quejó fue hace un mes -dijo el gerente del banco al agente de delitos financieros de la Policía de Investigación Criminal-; faltaban 600,000 lempiras en sus tres cuentas, y él demostró que no había hecho ese traslado…”“¿Cuándo fue el primer traslado?”
“Cuatro meses antes”.
“¿Algún cajero atendió al cliente?”
“Ninguno, ya que nunca vinieron al banco”.
“Y el traslado, ¿cómo se realizó?”
“Vía electrónica. De cuenta a cuenta”.
“¿Alguien autorizó el traslado?”
“Pues, si eso sucede, se supone que es el dueño de la cuenta quien lo hace”.
“Y ninguno acepta haber realizado o autorizado el traslado de sus fondos a otras cuentas…”
“Así es”.
“Y, ¿a cuántas cuentas fue trasladado el dinero?”
“A tres”.
“Y su investigación, ¿qué resultados ha tenido?”
TAMBIÉN: ¿Dónde está don Juan?
“Pues, el banco devolvió el dinero y contrató a una empresa para investigar, sobre todo para evitar el escándalo, pero, en el transcurso del tiempo, ciento setenta clientes más dijeron que faltaba dinero en sus cuentas y que ellos nunca habían autorizado esos traslados”.
“¿A cuánto llega el dinero que fue trasladado de esas cuentas?”
El hombre hizo una pausa.
“A treinta y cinco millones” -dijo, poco después.
“¿Y saben a qué cuentas fue trasladado el dinero?”
“Sí”.
“¿Y?”
“Cuando solicitamos la información al otro banco, nos dijeron que esa cuenta estaba vacía. Nos dieron la información que solicitamos, y vimos que había depósitos por varias cantidades y que, así como las depositaban, así las retiraban”.
“Hasta completar treinta y cinco millones”.
“Así es”.
“¿Quién de su personal tiene acceso a la información de los clientes del banco? Quiero decir, quién puede ver lo que tienen en sus cuentas los clientes, y si esa persona conoce claves, códigos, números secretos de los clientes…”
“Pues, eso, en realidad es casi imposible, sin embargo, tenemos oficiales que trabajan con los clientes y que pueden llegar a conocer los códigos secretos de los clientes”.
“¿Cuántos clientes fueron robados en esta operación de los treinta y cinco millones?”
“A decir verdad, doscientos dos”.
LEA: El ataúd de oro
“¿Podemos saber de qué máquina, de qué sitio, de qué lugar dentro del banco se hicieron las transferencias del dinero?”
“Eso estamos investigando. En opinión de los detectives que contrató el banco, fue una sola persona la que hizo los traslados de los fondos, y lo hizo de un solo lugar”.
“¿Un cajero puede hacer eso?”
“Si el cliente llega a la ventanilla, y solicita ayuda para hacer transferencias de dinero de este tipo, sí…”
“Y luego, el cajero puede hacer lo mismo, si así lo quisiera”.
“No entiendo cómo, señor, ya que el cliente maneja sus códigos secretos…”
“Entonces, si maneja sus códigos secretos, ¿para qué solicita la ayuda de un cajero?”
“No lo sabemos, señor. Cada cliente es diferente”.
“Dígame una cosa, ¿puede un cajero entrar a las cuentas de los clientes y trasladar dinero desde allí a otra cuenta?”
“En teoría, no, señor”.
“Dígame algo más, ¿qué es lo que han averiguado sus detectives?”
“Nada en concreto, señor, y todo se conoció después de que un señor de Olancho vino a crear un fideicomiso para sus hijos y nietos, y le faltaba más de un millón de lempiras en sus cuentas… Es un hombre muy rico, y tal vez no notaría que faltaba eso en su dinero, sin embargo, él sabía cuánto tenía en el banco, y trajo hasta aquí sus depósitos y al cotejar las cuentas, encontramos ese faltante”.
“Y él nunca trasladó ese dinero”.
“Así dice. Nunca lo hizo”.
“Pero salió de sus cuentas”.
“Sí, señor”.
“¿Saben de qué banco, de cuál agencia, quiero decir?”
“De esta, señor, la principal”.
“¿Algún cajero? ¿Alguien con acceso a las cuentas?”
“La investigación ha ido muy lenta, señor, sobre todo para evitar el escándalo, y para evitar que el pánico haga que el que ha hecho esto se nos escape”.
“Y mientras tanto, el dinero transferido fue retirado”.
“Las cuentas están con lo mínimo, señor”.
“Bien -dijo el policía-; ahora, dígame, ¿cuántos empleados nuevos tiene en esta agencia? Nuevos, quiero decir, con unos seis meses de haber entrado a trabajar?”
“Pues, esta es la lista”.
El detective vio varios nombres en un papel.
“Vamos a investigar” -dijo.
TIEMPO
Un mes más tarde, los detectives regresaron al banco.“¿Alguna noticia?” -le preguntaron al empleado. “Nada nuevo, señor”.
“¿Despidieron a alguien en este mes? ¿Alguno de los empleados renunció?”
“No, señor; nada de eso ha sucedido”.
“Excelente -exclamó el detective-. Entonces, tráigame, por favor, a Julián Fonseca”.
“¿Julián Fonseca, señor?”
“Sí, eso dije. Julián Alfonso Fonseca Garmendia. Por favor”.
Este era un muchacho alto, de piel clara, delgado sin ser flaco, de grandes ojos color café y de rostro agradable.
“¿En qué puedo servirles, señores?” -les preguntó a los detectives.
“¿Tu madre se llama Eleonora Garmendia?”
“Así es, señor”.
“Una mujer adinerada, ¿verdad?”
“Tal vez, señor”.
El detective miró al muchacho, de escasos veinte años, y se dio cuenta de que estaba ante una estatua, que no se iba a conmover con nada.
“Tenemos videos de tu madre retirando grandes cantidades de dinero de este banco -le dijo el detective-; esta cuenta está a nombre suyo, y desde aquí, le fueron transferidas sumas considerables, aunque a cuentagotas… Creo que ya sabés de lo que te estamos hablando”.
El muchacho sonrió.
“Sabemos que vos transferiste el dinero desde tu caja a esta cuenta en este banco, y que tu madre retiró los treinta y cinco millones que te robaste tranquilamente”.
El muchacho cruzó una pierna sobre la otra.
“¿Te gustaría ver a tu madre en la cárcel?” -exclamó el policía, exasperado por la sangre fría del empleado.
“No, por supuesto que no”.
“Pero a la cárcel es que va si o nos ayudás…”
“¿En qué?”
“Primero, devolviendo el dinero”.
“Eso es imposible”.
“¿Por qué?”
“Por que no lo tengo”
“¿Te declarás inocente?”
“No he dicho eso. Solo he dicho que no tengo el dinero”.
“Tenemos pruebas de que de tu caja salió el dinero a esta cuenta. Podrías ir muchos años a la cárcel”.
“Si no tuvieran pruebas en mi contra no estarían aquí…”
“No te entiendo”.
“Al contrario, creo que entiende perfectamente. Ya descubrieron las transferencias, han llegado hasta mí, y descubrieron las cuentas vacías en el otro banco. Saben de mi madre y de los retiros… Pero hay algo que no saben…”
“¿Qué es?”
“Si el dinero existe o no”.
“Son treinta y cinco millones los que le robaste a los clientes del banco que confió en vos”.
“El banco nunca pierde. Devuelve el dinero a los clientes y el seguro lo cubre… Es así de sencillo”.
El detective no hallaba qué decir.
“Queremos que devolvás el dinero, o vos y tu madre irán a la cárcel”.
“Yo iré a la cárcel, mi madre no”.
“Pediremos orden de captura contra ella”.
“De nada les servirá”.
“Es una mujer mayor. Deberías pensarlo mejor”.
“Mi madre murió hace un mes, de cáncer de útero… Hice lo que hice tratando de curarla, porque los tratamientos son caros. Al principio fue solo para eso. Luego me di cuenta de que nací y crecí en la pobreza, y que seguiría pobre el resto de mis días… Y seguí…”
“Te espera un buen tiempo en la cárcel”.
“No importa. Estudiaré, haré obras comunitarias y me portaré bien… Saldré a la mitad de la pena… No me importa”.
NOTA FINAL
Aquel hombre frío y de sangre fría se allanó y fue a un juicio abreviado. Nunca dijo dónde estaba el dinero robado. Cinco años después desapareció de la penitenciaría de varones de Támara, y hasta el día de hoy no se sabe nada de él. Un informante de la Policía les dijo a los detectives de homicidios que lo habían matado, pero no se ha encontrado nada que demuestre su muerte.“Era un preso sencillo -dijo el informante-; comía de lo que nos da aquí el gobierno, y casi nunca venían a visitarlo… Pero un día no regresó a la celda y faltó en el conteo de la tarde… Se escapó o lo mataron. Aquí dicen que fue que lo mataron y que cortaron su cuerpo en pedazos… Pero nada más se dice. Aquí, hablar demasiado es peligroso”.
“El problema para nosotros -dice el agente que llevó el caso-, es que alguien nos dijo que vio a alguien parecido en Nicaragua, en el barrio Altagracia de Managua… dirigiendo un hospedaje… Es algo que vamos a investigar algún día”.