Crímenes

El crimen de la quebrada

¿Qué necesidad había de matar a aquel hombre bueno?

02.12.2017

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

SERIE 1/2

A eso de las once de la noche llegó a las oficinas de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) un hombre joven, de baja estatura, delgado y de aspecto sencillo, que llevaba parte de la ropa húmeda y manchada de sangre.

Dijo que quería denunciar que en el camino real que lleva a su casa, en las afueras de Santa Bárbara, estaba un muerto, un hombre al que habían matado a machetazos y cuyo cuerpo, casi deshecho, lo habían dejado en medio de la quebrada.

“¿Dónde es eso? –le preguntó el agente de turno.

El hombre le dio la dirección.

“Pero yo puedo llevarlos si quieren” –agregó.

Se notaba nervioso, su voz era agitada y estaba pálido. Dijo que venía para su casa después de haber salido del culto en una aldea cercana y que siempre usaba aquel camino por ser el más cercano. Dijo, además, que tenía años de caminar por allí y que nunca le había pasado nada o había visto algo raro, hasta esta noche.
“¿Está seguro de que es un hombre?” –le preguntó uno de los agentes.

“Seguro, señor. Yo siempre camino por ahí, y cuando llegué a la quebrada, hice como que la iba a saltar, porque siempre hago lo mismo, pero no sé por qué me deslicé cuando di el envión y no pude llegar a la otra orilla, y caí en el centro del agua, pero no fue en el agua, sino encima del muerto que caí”.
Hablaba rápido, quizás, estimulado por el nerviosismo.

“Yo salté y sentí que caía en algo blando –agregó–, y me fui de pecho al agua, pero yo creí que lo blando era el lodo de la quebrada, aunque nunca ha habido lodo en esa parte porque el agua corre zarquita y allí solo hay piedras y arena. Entonces, me levanté y salí a la otra orilla, y prendí el foco para ver dónde había caído mi Biblia, pero en eso me vi las manos manchadas de sangre, y después el pantalón y la camisa, y alumbré para la quebrada, y allí lo vi”.

El hombre se estremeció al llegar a este punto, se interrumpió y tardó en seguir con su relato.

“¿Qué pasó después?” –le preguntó un detective.

Él respondió:

“Pues, que me quedé como piedra viendo el cuerpo del hombre… Estaba macheteado y casi lo habían hecho picadillo… Yo no sé por qué me dio por apagar el foco y casi en eso vi que arriba, por la montaña, aparecía una luz amarilla que apuntaba hacia donde estaba yo, entonces, me agaché y me escondí detrás de unos palos. La luz se movió así, como en curva, pero no llegaba hasta donde estaba yo porque la punta de la montaña está como a unos cien metros, y hay muchos palos, pero igual me dio miedo que me vieran, por si el que alumbraba era el asesino, y me escondí hasta que la luz se perdió”.

El hombre hizo una pausa, tomó un largo trago de agua, que le dio un agente, y siguió diciendo:

“Cuando la luz se perdió, yo me di a la ‘juida’, pero escondiéndome en los palos porque la noche está clara por la luna llena, y en vez de irme a mi casa, me vine para acá a decirle a la Policía dónde está el muerto”.

El hombre calló y el jefe de la DNIC organizó un equipo para ir a la escena del crimen.

“Hay que avisarle al fiscal” –dijo.

Y, a eso de las doce de la noche, todos salieron para el camino real, en compañía del hombre cuyo corazón seguía latiendo con fuerza en su pecho.

Escena
Era un lugar perdido en el centro de la montaña. El camino real era una senda estrecha que, como una cicatriz, cruzaba el bosque por más de dos kilómetros. A un lado, la montaña bajaba en un declive suave que se perdía a lo lejos hacia un pequeño valle, y al otro, se elevaba unos cien metros, quizá más, donde había otro camino que casi nadie usaba.

La quebrada, una corriente de agua clara de poco más de un metro de ancho, partía en dos el camino, descendiendo primero unos metros y luego subiendo en una especie de arco rodeado de árboles de hoja ancha. Allí estaba el cuerpo. Describirlo sería contraproducente. Solo diremos que el hombre no se había equivocado al decir que “casi lo habían hecho picadillo”.

La DNIC
“A este hombre lo atacaron por detrás –dijo un agente–, tiene una herida profunda en la cabeza, la que, en mi opinión, le quitó la vida en el acto. Luego, el asesino, o los asesinos, se ensañaron con el cuerpo y cuando se cansaron, lo arrastraron unos metros, y lo dejaron en el centro de la quebrada, solo Dios sabe con qué intención”.

El hombre estaba boca abajo, el agua había lavado gran parte de la sangre y estaba extremadamente pálido. Cuando lo sacaron del agua, un agente lo puso boca arriba e iluminó su rostro, el que estaba intacto.

“¿Lo conoce?” –le preguntó al hombre que lo había encontrado.

Este dio un grito y estuvo a punto de desvanecerse.

“Es el pastor don Rigo –dijo, a media voz–. Es… el hermano que pastorea la iglesia de “La buena esperanza”. ¡Ay, Señor del cielo!”

“¿Dónde queda esa iglesia?”

El hombre le dijo el nombre de otra aldea y agregó:

“Él predicó hoy en la vigilia que estamos haciendo en mi iglesia, pero no pudo quedarse porque mañana iba a un retiro de pastores de Santa Bárbara…”
“¿Conocía bien el pastor este camino?”

“¡Claro! Es que por este camino se llega más rápido a mi aldea y de allí a Santa Bárbara. Solo se sale a la carretera más adelante y ya está en la ciudad”.

Biblias
Unos cinco metros más allá de la orilla sur de la quebrada, los detectives encontraron un lago de sangre, y en el lodo, una Biblia grande cubierta con una bolsa de cuerina color negro. Los detectives supusieron que era la Biblia del pastor. La segunda Biblia estaba entre dos piedras, en la orilla norte de la quebrada. El hombre la reconoció como suya.

“Yo salté de allá, mire –dijo, después–, y me deslicé, yo creo que por la sangre, y caí encima del pastor. Allí fue cuando solté la Biblia y mire donde fue a quedar”.

Acciones
Los detectives aseguraron la escena del crimen, tomaron fotografías y empezaron a hacer un análisis rápido del caso.

“El pastor don Rigo era un hombre alto y recio –dijo uno de ellos–; bien medía un metro y ochenta y cinco centímetros de estatura, y pesaba alrededor de doscientas cincuenta libras. Creo que el asesino lo esperaba detrás de estos árboles, escondido en la oscuridad, a pesar de que hay luna llena, y que al pasar el pastor, lo atacó por la espalda con un machete. Y me atrevo a decir que el asesino es también un hombre de elevada estatura, casi igual a la del pastor, y que el machete que usó para matarlo es grande, tal vez un guarizama bien afilado porque la mayoría de los cortes que hizo en el cuerpo de la víctima son profundos”.

Varios agentes alumbraban el suelo, a unos cinco metros de la quebrada, y trataban de no contaminar la escena.

Cerca de varios árboles enanos, a la derecha del camino y hacia la cumbre de la montaña, estaba el lago de sangre que ya describimos, sobre un lecho de lodo. Aquí se veían huellas de zapatos y uno de los agentes se atrevió a decir que quizás eran los del hombre que había descubierto el cuerpo; pero había otras más, que se repetían saliendo del camino y en el centro, y que por la dirección de las puntas, hacían suponer que el dueño estaba de cara a la quebrada. Sin embargo, las huellas se repetían más allá, pero esta vez no eran muy claras.

“Aquí parece que el dueño iba caminando hacia atrás, en dirección a la quebrada, mientras arrastraba el cuerpo”.

En el suelo estaban las huellas que el cuerpo del pastor dejó sobre el lodo al ser arrastrado hacia la quebrada, marcadas, además, con su sangre y restos de piel y huesos.

“Por el tamaño de las huellas podemos confirmar que se trata de un hombre alto” –dijo un detective.

“Que usa botas de hule” –agregó otro.

“Botas viejas –intervino un tercero–, y a la derecha le falta un pedazo de unos tres centímetros en la parte interna del talón”.

“¿Por qué decís eso?”

El detective se agachó sobre varias huellas que salían de entre los árboles enanos y que estaban marcadas claramente en el lodo arcilloso.

“¿Ven esto?” –preguntó.

Con la luz de una linterna señaló una protuberancia en el lodo, justo en la parte interna de la bota derecha, a la altura del talón.

“Tenemos que sacar un molde de esa huella” –dijo el fiscal.

“Aquí se ve también la bota derecha –añadió el agente anterior–, y dejó la misma marca en el lodo”.

“Nadie le dijo al asesino que no hay crimen perfecto” –murmuró el fiscal.

“Nadie, abogado –le contestó un agente–, y creo que este pequeño detalle nos va a ayudar a identificarlo: alto, fuerte, con botas de hule y con una de ellas con este detalle tan especial, y en apariencia insignificante que…”

“Que lo va a llevar a la cárcel los próximos treinta años” –exclamó el fiscal.

“Estoy de acuerdo con usted, abogado”.

Preguntas
“¿Dónde dice usted que vio la luz, señor?” –le preguntó un detective al hombre que temblaba de frío más allá de la quebrada.

“Allá arriba –dijo, señalando con su Biblia empapada la cima de la montaña–; creo que era un foco grande porque la luz era redonda y brillaba bastante”.

“¿Por dónde llegamos hasta allí?”

“Allá hay un camino de herradura, señor –respondió el hombre–, pero a mí me da miedo por las barba”.

Se refería a las serpientes llamadas barba amarilla.

“Y sube hasta allá, donde está otro camino real que casi nadie usa”.

“¿Y ese camino hasta dónde llega?”

“Pues, de allí sube la montaña y va a salir a la calle de tierra, por donde bajan el café los carros”.

El detective llamó a dos de sus compañeros.

“Suban por el camino, hasta allá arriba, y busquen huellas de sangre o marcas de las botas de hule… Si fue el asesino el que alumbró hacia abajo con una linterna, más de algún rastro ha de haber dejado”.

Dijo esto y se volvió al hombre que trataba de secar la Biblia.

“¿Conocía usted bien al pastor don Rigo?”

“Aquí todo el mundo lo conocía, señor”.

“¿Sabe usted si tenía enemigos el pastor?”

“¡Uy, no! El pastor era un hombre bueno y un siervo del Señor… Fue por años que pastoreó la iglesia de “La buena esperanza”. ¿Cómo iba a tener enemigos?”

“¿Tiene alguna idea de por qué lo mataron?”

“No, señor, pero el que lo mató va a tener que darle cuentas a Dios… ¡Mire cómo lo dejó!”

El hombre lloraba.

Continuará la próxima semana...