La casa vacía, la cama vacía y su mesa vacía la atormentaban, y su carácter se hizo más horrible conforme pasaba el tiempo. Y, aunque sufría, nadie sabía que su corazón lloraba. En realidad, a nadie le importaba lo que pasaba con “esa vieja amargada”.
Esa mañana abrió el mercadito a las 5:00 de la mañana, barrió la acera, recibió el pan fresco y se preparó para recibir a los clientes.
“Esta vieja como que uno le viene a pedir”.
Doña Luz no era muy amable que digamos, pero su mercadito estaba bien surtido y los clientes hacían fila en su ventana.
“Pida lo que va a llevar de un solo. ¿Es qué no ve que no solo usted es cliente?”.
Así pasaba su día, hasta las 10:00 de la noche que cerraba. Pero aquel sería el último.
¡Hijos de p...!
Eran las 3:00 de la tarde, el cielo estaba nublado y hacía frío. Doña Luz atendía a varios clientes y mordisqueaba un pedazo de pan. Fue en aquel momento que se detuvo frente a la puerta principal del mercadito una motocicleta, con dos hombres encima.
“¿Otra vez ustedes, hijos de p…?” –les gritó–. “Pero ya los denuncié a la Policía”.
“Ya sabemos que nos vendiste, vieja put…” –le respondió el que iba atrás–, “por eso venimos a matarte”.
Dijo esto y le disparó varias veces con una pistola de .9 milímetros. Doña Luz dio un grito, pero no de dolor y se fue de espaldas, sus ojos estaban exageradamente abiertos y de su boca salían insultos que se perdían con el eco de los disparos. Cuando cayó al suelo, estaba muerta. Diez balazos le destruyeron el pecho, lanzando sangre, piel y astillas de hueso alrededor.
Justo en ese momento, dos pick up sin placas aparecieron por la calle, haciendo rugir los motores y con las puertas abiertas.
“¡Viene la jura!” –gritó el que manejaba la moto–. “Agarráte o nos pelean!”
La moto dio un salto hacia adelante, el sicario estuvo a punto de caer pero recuperó el equilibrio, giró medio cuerpo y disparó lo que quedaba en el cargador de su pistola hacia las patrullas.
“Esa vieja maldita nos vendió”.
“¡Póngale, compa, que esos basuras están cerca!”.
Se oyeron varios disparos, los policías respondían al fuego de los asesinos pero fue en vano. La moto era más veloz. En un momento giró a la derecha, luego a la izquierda y comenzó a subir una pendiente empinada. Más atrás, las patrullas levantaban el polvo de la calle.
“¡Esta m… no sube!” –gritó, de pronto, el motociclista.
“¡Ponéle, man, que ya los tengo en el mero c…!”.
“¿Y qué p… querés que haga si esta basura no jala?”.
Con dificultad, la moto subió cien metros más, el motor rugía y la rueda trasera raspaba el suelo lanzando polvo y tierra en todas direcciones.
“¡Disparáles a esos basura!”.
“¿Y con qué si ya no tengo balas?”.
“Pues, ya nos pelaron…”.
La moto, en un esfuerzo supremo, alcanzó la cima de la cuesta, avanzó un poco más rápido y, de repente, el conductor lanzó un codazo hacia atrás, golpeó en la cara a su compañero y este saltó por los aires, dio una vuelta y rodó por un abismo lleno de piedras y arbustos pequeños. Nadie oyó el grito de dolor que salió de su pecho. Al caer chocó con una piedra y se rompió una pierna, sin embargo, tuvo que morderse los labios porque en ese momento pasaban cerca de allí las patrullas de la Policía.
Dos disparos lejanos llegaron hasta sus oídos, era su compañero que se enfrentaba a los policías. Aunque se había librado de un peso extra, el motor no resistió más, avanzó cien metros y se detuvo en medio de una nube de humo. El conductor empezó a correr, disparando hacia atrás, pero no llegó lejos.
Una bala de fusil Galil de 5.56 milímetros, disparada a doscientos metros, le atravesó la espalda y le salió por la garganta. La segunda, innecesaria ya, le destrozó el corazón. Cuando los policías se acercaron a él, la sangre salía de su cuerpo y formaba un lago rojo y viscoso alrededor. Todavía tenía la pistola en la mano y miraba sin ver, con los ojos horriblemente abiertos. A diez pasos de él, la moto estaba envuelta en una nube de humo blanquecino. Y más atrás, en el fondo del abismo, su compañero apretaba los dientes para no gritar de dolor, se había arrastrado bajo unos arbustos y se había ajustado el pasamontañas, mientras la noche empezaba a caer sobre la ciudad de Comayagüela.
La llamada
Protegido bajo la sombra de los arbustos y a unos veinte metros de la calle, el sicario apenas podía moverse, tenía la pierna hinchada y el dolor, por ratos, se volvía insoportable. A veces, un quejido se escapaba de su pecho pero pronto lo ahogaba con una mano, apretando los dientes hasta que le dolían las encías. Arriba, sobre su cabeza, los policías hablaban diciendo cosas que él no podía entender, la calle se había iluminado con las luces de colores de las balizas de las patrullas y, de vez en cuando, el aullido de una sirena se unía al barullo que alteraba la noche. El sicario lloraba de dolor.
“Eran dos los asesinos” –había dicho un policía, en el filo de la calle.
“El otro debió saltar de la moto en algún lugar cerca de aquí” –le respondió un compañero.
“Deberíamos rastrear la zona, tal vez está escondido por aquí cerca”.
“Mejor hubieras de decir que nos está esperando. Ese saltó de la moto y se la dio por uno de esos callejones. A esta hora está viendo las noticias tranquilo y sereno”.
“¿Y si se fue por este abismo?”
“Ni que fuera coyote. El que quiera bajar por ahí seguro se quiebra la madre”.
Con los dientes apretados, soportando el dolor, el sicario escuchaba casi sin respirar. Cuando miró hacia arriba, entre el espacio que le dejaban las hojas, vio a los policías que escudriñaban el abismo. Tardaron en irse. La noche había llegado y una brisa suave le mojaba el rostro, libre ya del pasamontañas.
Entonces, sintió algo de alivio y, por un momento, se durmió. Cuando se despertó, los policías seguían arriba y el dolor era mayor. En ese momento, algo vibró en uno de los bolsillos de su pantalón. Era su teléfono celular.
“¿Dónde está?” –le preguntó, de repente, una voz agitada, pero cargada de autoridad.
“En un abismo” –contestó, con voz agitada–, “detrás de unos árboles… Me quebré una pierna”.
“Y eso, ¿cómo fue?”.
“Ese basura que me asignaron me bajó de la moto de un golpe y yo caí al abismo; cuando pegué en una piedra, me quebré”.
“A ese man lo peló la jura”.
“Eso creí… Les disparó pero los juras se lo llevaron por delante”.
“Pero la misión se cumplió”.
“Sí, yo bañé a tiros a la vieja sapa, pero no sabía que nos había vendido con la jura y nos estaban esperando…”.
“¿Se puede mover de allí?”.
“Para nada… Tengo la pierna quebrada y se me hinchó tanto que ya no aguanto el pantalón”.
“¿A cuánto está de los juras?”.
“A unos veinte metros de la calle, guindo abajo”.
“Bueno, se queda allí hasta que nosotros vayamos por usted, ¿me entiende?”.
“Sí”.
“Cuando los juras se vayan nosotros vamos por usted… ¿Está claro?”.
“Sí”.
“Y lo vamos a llevar al médico”.
Espera
A eso de las dos de la mañana la calma volvió a la calle, la oscuridad era completa y el sicario dormitaba. Entonces vibró su teléfono una vez más. Tardó en contestar.
“¿Dónde está?” –le preguntó un hombre.
“En el mismo lugar”.
“Yo estoy arriba, en la calle. ¿Puede ver la luz del foco?”.
El sicario movió la cabeza. Más allá, una luz blanca se movía escarbando entre las sombras.
“Estoy más abajo” –dijo–, “camine para abajo, yo le digo cuando esté en línea conmigo”.
La luz blanca se movió despacio, bajando.
“¡Allí! –dijo el sicario–. Estoy en línea recta”.
“¿Se puede parar?”.
“No sé, tal vez con la pierna buena”.
“Mejor no se mueva…”.
Pocos minutos después, tres hombres estaban a su lado. El sicario suspiró. El que parecía el jefe, dio una orden.
“Que baje el enfermero”.
Este no se hizo esperar. Analizó con una mirada la situación del paciente y, sacando unas cosas de su maletín le dijo:
“Aguante un poco; le voy a poner una inyección para que baje el dolor…”.
“Está bien”.
Después, cortó el pantalón con una tijera, para liberar la pierna presionada, la entablilló por debajo y la inmovilizó con vendas, luego, dijo:
“Vamos. Si no llegamos al hospital a tiempo, puede producirse una hemorragia y tal vez pierda la pierna”.
El sicario dio un grito
Ocho brazos lo levantaron con el mayor cuidado y, clavando los pies en el terreno resbaladizo, lo sacaron a la calle, luego, lo subieron a un pick up que esperaba con el motor encendido y lo cubrieron con una manta. Cuando llegó a emergencia dormía.
“Se cayó y se quebró la pierna –le dijo el enfermero al médico de guardia–. Haga lo que tenga que hacer, doctor, y no se preocupe por el pago”.
“Esta pierna está demasiado hinchada”.
“Tiene horas de haberse quebrado, doctor”.
“¿Y por qué vienen hasta ahorita?”.
El enfermero esperó antes de responder, bajó la mirada, retuvo por un instante la respiración y, luego de cambiar una mirada significativa con dos de sus compañeros, se acercó al médico y le dijo, casi al oído:
“No haga muchas preguntas, doctor; haga su trabajo y no se preocupe por el pago”.
El doctor abrió los ojos, asustado.
“¡Ah!” –agregó el enfermero, con acento sereno–, “y piense primero en su familia antes de llamar a la Policía”.
El médico dejó de respirar.
“Sí me entiende, ¿verdad?”–concluyó el enfermero.
“Perdone, señor –respondió el doctor–, deposite en Caja cincuenta mil lempiras… Este será un tratamiento largo”.
“Está bien, doctor”.
Continuará la próxima semana...