TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
GRACIAS. A los lectores y lectoras de diario EL HERALDO, y a los fanáticos y a las adictas a esta sección de Grandes Crímenes, muchas gracias; gracias por haber estado con nosotros este 2022. Deseo que Dios les bendiga grandemente en el 2023 y que cumpla los deseos de todos y de todas, en el bendito nombre de Jesús de Nazareth. Sinceramente.
Enfermo
Yésica Medina es una lectora fiel de diario EL HERALDO, y es adicta a los casos de Carmilla Wyler, y, en agradecimiento a su fidelidad de tantos años, le dedico este caso que sucedió hace algunos años, y que conmovió a quienes fueron testigos de él. Es más, aún hoy es recordado por los agentes que lo investigaron, “aunque en este caso no había nada que investigar”.
“Yo vi morir al muchacho -me dijo el agente de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) que estuvo a cargo del equipo que llevó el caso-; estaba tirado, prácticamente tirado en una cama de hierro, casi desnudo, en la Sala de Hombres del Instituto Nacional del Tórax, pero de la Sala de Hombres se estaban muriendo de sida...”.
Hizo una pausa, como para ordenar sus ideas, y, al final, añadió:“Estaba delgado, flaco en extremo, tenía llagas en todo el cuerpo, los labios agrietados y secos, entre los que sobresalían los dientes llenos de caries; y tenía los pómulos salidos y los ojos hundidos en las órbitas, y como si solo estuvieran sostenidos por los párpados que se pegaban a ellos como tiras de papel delgado; era como un muerto en vida, y había una profunda tristeza en su mirada. Ya no hablaba, y de su pecho salía un murmullo que nadie entendía. Y estaba solo allí, Carmilla, porque nunca vi a algún familiar cerca de él”.
Además: Grandes Crímenes: Policías criminales
Tosió el agente, y dijo, después de un momento de silencio: “Tenía apenas veinticinco años... Y, para que se asombre, Carmilla, aquel hombre, o lo que quedaba de él, era un huésped honorario del asqueroso sistema carcelario de Honduras, y, por órdenes estrictas del fiscal del Ministerio Público, estaba esposado a una de las barras de hierro de la cama, como si aquel moribundo fuera a escaparse”.
Calló el agente, vi que se humedecieron sus ojos, y sonrió, desviando la mirada. Y es que, aunque llevan uniforme, arma al cinto y una placa que les da autoridad y poder, estos agentes siguen siendo seres humanos, sensibles y sensitivos, como cualquiera que profese aquel mandato de Jesucristo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Después de una pausa, agregó, carraspeando para aclarar la garganta:“Hay peligro de que este delincuente se escape, había dicho el fiscal, con la arrogancia típica de los tontos con poder, de los cuales hay muchos en el Ministerio Público, y debe estar esposado a la cama y vigilado porque es un criminal peligroso”.
El agente me miró, esperó unos segundos, y me dijo:“Pesaba setenta libras, Carmilla, o sea, lo que pesaban sus huesos y el pellejo que los mantenía unidos; hacía diarrea cada diez minutos, y no sé de dónde, porque no comía, y solo bebía agua a sorbos, porque tenía llagas en la boca y en la garganta, y tosía con frecuencia a causa de la neumonía que lo estaba matando poco a poco.
Entonces, Carmilla, ¿con qué fuerzas se iba a escapar aquel hombre? ¿No cree usted que las órdenes del fiscal de mantenerlo esposado a la cama, y vigilado las veinticuatro horas del día, eran una soberana estupidez, como son muchas las estupideces que cometen los fiscales del Ministerio Público en su desesperado afán de presentar la cuota de casos que les exigen cada mes?
”Había indignación en las palabras del policía, y yo me limité a escucharlo en silencio.
Marlon
Este era su nombre. Tenía veinticinco años, y lo capturó la Policía en una calle de la colonia San Miguel de Tegucigalpa, después de que agredió con un cuchillo a un hombre, “un amigo de su niñez que se burló de él”.
“Me declaro culpable, señor juez -le dijo al juez, cuando lo presentaron ante la justicia-, y voy a ser más culpable cuando salga de aquí”. “¿Qué quiere decir con eso, señor?” -rugió el juez, que se vio desafiado por aquel insignificante remedo de asesino.
“A buen entendedor, pocas palabras bastan” -le dijo él, viéndose las uñas, cruzada una pierna sobre la otra, y sin mirar a Su Dignísima Señoría. “Tiene que mostrar respeto ante el tribunal” -le dijo su abogado defensor, un muchacho que acababa de salir de la Facultad de Derecho, y que apenas podía decir su nombre.
De interés: El caso del enamorado valiente
“¿Respeto? Ay, no... No me diga eso, señor abogado. Yo soy el que merece que lo respeten... ¿Por qué ese mal amigo tenía que burlarse de mí? ¿Sólo porque soy homosexual? ¿Eso le da derecho a burlarse de mí, y a decirme un montón de cosas horribles?”. “Se le recuerda al abogado defensor que el acusado debe dirigirse al tribunal”.
“Estoy aconsejando a mi cliente que muestre más respeto, señor juez”.“Y a mí, ¿quién me respeta? -gritó Marlon-. ¡Ajá! Dígame”.“Estamos aquí para juzgar el intento de homicidio de este señor -dijo el fiscal-, no para decidir quién respeta a quién”.“El fiscal hablará cuando se lo autorice el tribunal”. “Ay, ay, ay... Por estúpido regañaron al fiscal”.
Dice el agente de la DNIC que el gesto con el que Marlon acompañó aquellas palabras fue tan gracioso, que hasta los jueces se rieron; pero el fiscal lanzó chispas por los ojos. Tal vez fue por eso que lo odió mucho más.
El juez, después de llamar al orden, dijo:“Le explicó su abogado que la pena, o sea, el castigo, por el intento de homicidio es grave, ¿verdad, señor?”“Señor juez; hice lo que hice, y no me arrepiento de nada”.Y, después del discurso que le dedicó el juez, Marlon fue llevado a la Penitenciaría de Varones “Marco Aurelio Soto”, un nombre que le cae a esta penitenciaría como anillo al dedo... Y el que pueda entender, que entienda.
Cuando Marlon salió del juzgado, estaban en la calle muchas de sus “compañeras”, gritando consignas a su favor. Y es que a Marlon, que de noche se hacía llamar “Marlen”, lo querían mucho porque era bondadoso, callado, sencillo y “una niña que sufría mucho desde que aquel maldito le hizo lo que le hizo”.
Ninfa
Es una “mujer” alta, de delicadas formas, como ella misma se describe, y muy amiga de sus amigas. Dice que conoció a Marlen en un “burdel para señores finos, de esos que usan saco y corbata y que andan en carrazos y hasta con guardaespaldas”, y que era la “consentida” de un diputado que “se cargaba tronco de bigote”.
“Es que, en este mundo, Carmilla, en este mundo de nosotras quiero decir, las cosas no son lo que parecen. Y no es que yo esté autorizada para hablar de lo que pasa alrededor de nuestro negocio, pero, por ejemplo, míreme a mí, soy profesora de Biología, soy soltera, vivo con mi mamá y con mi abuela, y estoy ahorrando para hacerme la cirugía de cambio de sexo, o de reasignación de sexo, como dicen ahora; pero me la voy a hacer en el extranjero, en España, tal vez, porque aquí, el único que me podía hacer eso, y hacérmelo bien, es el doctor Emec Cherenfant, pero él se niega a hacer ese tipo de operaciones... pero, no es de mí de quien vamos a hablar. Es de Marlon... Pobrecito... Así, en masculino, porque desde niño le desgraciaron la vida... Y yo creo que él tenía derecho a hacer lo que hizo...”.
Ninfa calló, después de hablar sin parar por más de diez minutos, tomó un poco del té helado que le habían servido, y después de mordisquear la pajilla, dijo, sin ver a nadie: “Yo sabía que él quería hacer eso, solo es que no tenía valor, porque en la casa le habían metido en la cabeza que había que perdonar al que nos ofende, y hasta setenta veces siete; pero él no creía mucho en eso, y menos, cuando se le murió la mamá en el Hospital San Felipe, de cáncer de útero... Allí se quedó solo, desesperado, y ya sin ganas de vivir; pero siempre con aquella idea en su cabeza, aquella idea que le iba a permitir morirse en paz, según él me decía a cada rato...”“¿Qué idea era esa?”
“Ay, Carmilla, calme su impaciencia... ya va a saber las cosas como fue que pasaron, y hasta donde es que yo me presté para eso... Y me presté, porque ella no tenía forma de hacer nada más sin ayuda, y porque ya estaba enferma... Sí, Carmilla, aunque usted me mire así, Marlen ya estaba enferma... Le detectaron el sida una vez que fue allí, al Alonso Suazo, porque estaba con diarrea y con las amígdalas inflamadas... y las calenturas no se le quitaban con nada... Y allí le dijeron que estaba enferma, que tenía el virus, ese virus maldito...”.
Ninfa se limpió las lágrimas que corrían por sus mejillas, y dejó que pasara un tiempo. Al final, dijo: “Todas las chicas lloramos con ella... Era la que más sufría, y ahora le caía esa maldición... Pero, ella estaba segura de que no se lo había pasado a ningún cliente porque siempre se protegió en sus relaciones, y sobre todo, con aquel diputado bigotudo, alto y grandote, que a lo mejor estaba enamorado de ella...”.
Encendió un cigarro, con mano temblorosa, y dijo, apretando los dientes:“Miserable ese que cuando se dio cuenta insultó a Marlen, le dijo de todo, y hasta la amenazó con matarla y hacerla pedacitos si él estaba infectado... Pero, no; él no estaba infectado, para desgracia de muchos...”El agente de homicidios de la DNIC me muestra una fotografía de Marlon, y en ella se ve joven y lleno de vida, aunque hay una tristeza profunda en sus ojos.
“Marlen no quería vivir esta vida -dice Ninfa, viendo también la foto-; pero, ¿qué le vamos a hacer? Nadie puede decir cómo es que cayó en esto; a lo mejor es que la vida lo empuja a uno a este lodazal... Y allí empujó a Marlon, desde los cinco años de vida... ¡Pobrecita!”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA
Yo sabía que él quería hacer eso, solo es que no tenía valor, porque en la casa le habían metido en la cabeza que había que perdonar al que nos ofende, y hasta setenta veces siete; pero él no creía mucho en eso, y menos, cuando se le murió la mamá en el Hospital San Felipe, de cáncer de útero”.