Crímenes

Grandes Crímenes: El caso de las botas vaqueras (II parte)

Muchas veces, la maldad produce rebaños para la penitenciaría
28.03.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Un hombre llamado Vicente es asesinado después de que lo torturaron con saña. Acababa de ganar mucho dinero jugando a los dados, y cuando encuentran su cadáver, el dinero había desaparecido. Un agente de homicidios de la antigua Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) decide resolver el caso, pero desaparece mientras hace su trabajo. Sus compañeros están dispuestos a encontrarlo, sin embargo, les espera una sorpresa… Una horrible sorpresa.

Nota inicial
Jorge Quan es un gran apoyo para esta sección de diario EL HERALDO, y sus archivos están llenos de casos que no deben quedar en el olvido. Este es uno de ellos: “El caso de las botas vaqueras”. Y faltan muchos más, por lo cual, hago patente en estas líneas mi agradecimiento sincero al buen amigo don Jorge, esperando que su archivo de casos criminales llegue a formar parte algún día de la historia de Honduras, sencillamente, porque la historia criminal es también parte de la historia de una sociedad. Y don Jorge Quan es un historiador nato, cuyo talento de periodista ha de heredar a las siguientes generaciones esa parte oscura del país…

Caso

¿Por dónde seguir las investigaciones de la muerte de don Vicente? ¿Tenía esto alguna relación con la desaparición de Jorge, el agente de homicidios? ¿Qué tan lejos llegó Jorge en la investigación?

“Realmente, Carmilla –dijo el detective, luego de devorar medio plato de carne asada, regada generosamente con cerveza–, Jorge llegó lejos en la investigación de la muerte de don Vicente, pero, el problema que teníamos nosotros era que no sabíamos por dónde seguir con la investigación porque faltaban algunos cabos que unir”.

“Cabos como las declaraciones de algunos testigos” –intervino el segundo agente, al que acababan de servirle otra cerveza.

“Teníamos un testigo que dijo que él vio cuando Carlos, el tercer jugador y dos o tres hombres más salieron molestos de la bodega donde habían perdido los ochocientos mil lempiras, y los oyó decir que ese tal por cual no se iba a ir así como así con el dinero de ellos…”.

“Malos perdedores”.

“Eso es”.

“Creemos que lo siguieron, lo interceptaron, lo raptaron y lo llevaron a cierto lugar donde lo torturaron para matarlo después”.

“Y le llevaron el dinero”.

“No solo el que había ganado en el juego de dados” –dijo el tercer agente, que hasta ese momento había estado en silencio, bebiendo cerveza y comiendo carne asada con frijoles refritos, tortilla tostada, queso y chismol.

“No solo el dinero que ganó en el juego –confirmó el agente a cargo del caso–, sino también el que don Vicente llevaba encima para comprar una yuca en Olancho”.

“La esposa dijo que don Vicente llevaba encima al menos trescientos mil lempiras”.

“O sea –dijo don Jorge Quan, interviniendo de pronto–, que aquel señor llevaba en el carro un millón cien mil pesos”.

“Más o menos”.

“Y todo se lo llevaron los asesinos”.

“Asesinos que debieron actuar con cólera porque no les bastó con robarle, sino con torturarlo y matarlo”.

“Debieron sentirse humillados al ver que perdían tanto dinero”.

“Eso es posible”.

“Entonces –dijo don Jorge Quan–, era más que claro que quienes lo mataron fueron los malos perdedores”.

Hubo un momento de silencio.

“Llegamos a esa conclusión después de ver que don Vicente fue raptado, torturado y asesinado. Entendimos que no se trataba de ladrones comunes, ni de simples criminales. Los asesinos actuaron con ira, con cólera, y concluimos que estaban humillados, y esa ira la descargaron en contra del que les había ganado casi un millón de lempiras”.

“Aquello no era extraño –intervino el segundo agente, pidiendo una nueva cerveza– porque allí se juega mucho dinero. Lotería apuntada, naipes, dados, y hoy gana uno y mañana otro, y así se mueven millones que casi nunca salen del mercado y que vuelven a una mano y a otra, pero en esta ocasión, don Vicente se llevaba ochocientos mil lempiras de solo dos jugadores, y no era seguro que volvería pronto para darles la revancha”.

“Y, analizando esto, supimos que Jorge también se dio cuenta de que los malos perdedores eran los principales sospechosos, por decirlo así, aunque sabemos que nuestro compañero estaba seguro de que ellos lo habían matado…”.

Jorge

“Pero Jorge había desaparecido –dijo el tercer agente–, y lo único que nos quedaba era el expediente del caso de don Vicente”.

“Jorge fue más allá en la investigación, y se acercó a los malos perdedores”.

“Entonces, empezamos a sospechar de ellos”.

“No solo por la muerte de don Vicente”.

“Sino también por la desaparición de Jorge”.

“El problema era que todavía teníamos una esperanza”.

“Que Jorge apareciera”.

“O… que encontráramos su cadáver, porque, después de tanto tiempo desaparecido, lo más seguro era que hubiera muerto”.

“Aunque nos doliera, era lo más seguro…”.

“Por lo general, cuando alguien desaparece en ciertas condiciones, lo que se encuentra es su cadáver”.

“Es la verdad, y nosotros estábamos seguros de que Jorge había muerto”.

Morgue

¿Qué había pasado con Jorge?

Esa pregunta se la hacían sus compañeros día tras día. Suazo Solórzano hasta le dedicó unas lágrimas, y se juró que resolvería aquel misterio. Pero, el tiempo pasaba, y la muerte de don Vicente y la desaparición de Jorge fueron quedando lejos, sin embargo, un día, Suazo Solórzano fue a la morgue a investigar un caso, un homicidio del que necesitaba saber algunos detalles para seguir con la investigación.

En el departamento de evidencias empezó a ver un expediente. Era el de un hombre al que habían torturado con saña antes de matarlo. Y tenía tantas heridas de arma de fuego, que Suazo Solórzano se sintió extrañado.

¿Por qué matar así a aquel hombre? ¿Qué había hecho para que sus asesinos se ensañaran tanto en él? Y, ¿por qué torturarlo antes de quitarle la vida?

Además, recordó en aquel momento otro crimen parecido. El de un señor al que habían torturado antes de matarlo a balazos. Muchos balazos.

“Don Vicente –se dijo el agente–; el señor que se ganó ochocientos mil lempiras jugando a los dados en el mercado del Mayoreo”.

Algo se atoró en la garganta de Suazo y, con las sienes palpitándole con fuerza, le preguntó a uno de los empleados de la morgue:

“¿Te acordás de este caso?” –y le enseñó el expediente.

El muchacho hizo memoria y, después de unos segundos, exclamó:

“Sí, sí me acuerdo. Y lo recuerdo bien porque cuando hicimos el levantamiento del cuerpo nos extrañó que lo hayan torturado y le hayan disparado más de veinte veces, y tiros de tres armas distintas”.

“¿Cómo así?”.

“Nueve milímetros, treinta y ocho, tres cincuenta y siete… Y golpes, heridas, aplastamiento… Ese hombre debió sufrir mucho antes de morir”.

“¿Y el nombre?”.

“Mire, no tenía documentos y le destruyeron las huellas de los dedos, como si los asesinos quisieran que nadie supiera quién era”.

“Entonces, ¿cómo se lo entregaron a sus familiares?”.

“Pues, en realidad, no se le ha entregado a sus familiares… Nadie ha venido preguntando por un desaparecido, y nadie lo ha reconocido”.

“Entonces, ¿cómo lo han identificado ustedes?”.

“Por las botas que tenía puestas… Unas botas vaqueras bien bonitas, con puntas de metal, doradas… Me acuerdo que yo le dije a un compañero que este hombre había muerto con las botas puestas”.

El agente Suazo dio un salto.

“¿Unas botas vaqueras?” –preguntó.

“Sí”.

“Y, ¿dónde están esas botas?”.

“Aquí, en el almacén de evidencias”.

“¿Puedo verlas?”.

“Claro”.

Suazo siguió al muchacho con el corazón a punto de salirse de su pecho. Cuando vio las botas, dentro de una bolsa de plástico transparente, sintió ira y dolor al mismo tiempo.

“Esas son las botas de Jorge” –dijo.

“¿Qué Jorge?”.

“¿Dónde está el cuerpo? –preguntó, sin responder–. ¿Podés llevarme para verlo?”.

“Claro'.

Suazo estaba pálido.

Caminaron hacia los congeladores.

Hallazgo

El cuerpo desnudo de un hombre salió del refrigerador. Estaba rígido, más pálido que blanco, con el rostro cubierto de escarcha.

“Es él –musitó Suazo–. Es el compañero que hemos estado buscando tanto tiempo. Y aquí ha estado todos estos días…”.

“¿Era policía?” –preguntó el muchacho de la morgue.

“Sí… Era mi compañero… Desapareció hace días…”.

“Vaya”.

“Estaba trabajando en un caso…”.

Nadie dijo nada.

“Pobre Jorge”.

“¿Por qué lo matarían?”.

“Y, ¿por qué de esa forma?” –preguntó Suazo.

“Alguien lo odiaba”.

“O, alguien le tenía miedo”.

“¿Miedo?”.

“Sí”.

“¿Quién?”.

“Mejor dicho, ¿quiénes?”.

DNIC

Cuando Suazo regresó a su oficina, iba desencajado, pero lleno de ira y deseos de venganza.

Les dijo a sus compañeros dónde estaba Jorge, y les contó la forma en que había sido asesinado.

“¿Tenemos sospechosos?” –preguntó uno de los detectives.

“Sí –respondió Suazo–, dos. Los mismos que mataron a don Vicente, el señor de los ochocientos mil lempiras”.

“¿Ellos?”.

“Sí… Creo que Jorge se les acercó demasiado, ellos sabían que Jorge los iba a descubrir y que terminarían siendo acusados por la muerte de don Vicente, entonces, decidieron matarlo”.

“¡Esos malditos!”.

“Ahora, solo tenemos que probar esta teoría”.

“Pues, vamos a probarla”.

Había indignación en los agentes.

Cuando sacaron el cuerpo de la morgue, el dolor suplantó a la cólera. Y tenían otro sentimiento en común. Descubrirían a los asesinos.

Trampa

El mensajito llegó al celular de uno de los empleados de Carlos. Decía: “Mirá man, decile a don Carlos que la jura ya lo sabe todo y que les van a caer por la muerte del viejo Chente y del men de la policía…”.

“No sabemos si Carlos y su amigo vieron el mensaje –dice el agente–, porque no quisimos perder el tiempo… por si querían escapar. Les caímos temprano y los capturamos. La fiscalía los acusó del rapto, asesinato y robo de don Vicente, y del rapto, tortura y muerte de Jorge… Uno de ellos confesó que sintieron que Jorge estaba por caerles encima por lo de la muerte de don Vicente, y que un hermano de Carlos les aconsejó que mejor mataran al detective, si no querían ir a pasar unos buenos treinta años a la cárcel. Entonces, lo vigiaron cerca de la casa, lo vieron salir, lo raptaron a punta de pistola, lo llevaron a un lugar solitario, lo torturaron, y después lo mataron a balazos. Le dispararon varios hombres con armas diferentes”.

El agente hace una pausa. Le tiemblan los labios y aprieta los puños con fuerza.

Deja pasar unos segundos, y con ojos brillantes, dice:

“Allí están en la penitenciaría… No van a salir mientras vivan…”.

Y le dedica una lágrima a su compañero asesinado mientras uno de sus amigos le pone una mano en un hombro.