Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
¿Dónde estaba Víctor Lucio?
Tenía tres días de haber desaparecido y nadie daba razón de él. Y aquello era extraño porque era como un reloj: salía cada fin de semana a cobrar a sus clientes y, el domingo, al terminar su trabajo, pasaba siempre por donde su hermano, en una aldea cercana a Tegucigalpa, y cenaba con él y su cuñada, pero aquel último domingo no había llegado.
“A lo mejor se atrasó en los cobros” –comentó su hermano.
“Pero es extraño –dijo la cuñada–, porque nunca me deja con la cena servida… Siempre es puntual”.
Pero Víctor Lucio no aparecía por ninguna parte.
Desesperada, su madre, su esposa, sus hermanos y sus amigos salieron a buscarlo. Fueron a las postas de la Policía, visitaron el Hospital Escuela y, por último, llegaron a la morgue del Ministerio Público, pero Víctor no aparecía. Era como si se lo hubiera tragado la tierra o se hubiera esfumado en el aire.
“Pongamos la foto de Víctor en el lugar de los desaparecidos que tiene la morgue” –dijo su cuñada, llorando.
“Ponela, pues –le dijo su esposo, el hermano de Víctor–; a ver si alguien lo reconoce y lo ha visto… ¡Ay, Dios! ¿Dónde estará mi hermano?”
A lo que su esposa agregó:
“¡Ojalá que no le haya pasado nada malo! Es tan bueno”.
Era hora de denunciar su desaparición en la Dirección Policial de Investigaciones (DPI).
Preguntas
“¿Cuándo lo vieron por última vez?”
La voz del detective sonaba grave y pesada.
“Fue el domingo antepasado. Él siempre llega a la casa a cenar y después se va para la de él, donde vive con su esposa”.
“Ya. Y, ¿este domingo no llegó a visitarlos?”
“No, señor, y es lo que nos extraña porque él siempre va a la casa después de cobrarles a sus clientes”.
“Bien. Y, dígame, ¿a qué se dedica su cuñado”.
“Ya se lo dijo la esposa”.
“Dígamelo usted”.
“Bueno, él tiene un negocio de venta de artículos al crédito. Los vende en las aldeas y la gente le paga por cuotas cada semana. Por eso es que sale a cobrar en su moto los sábados y los domingos”.
“Ya –respondió el detective–. Y, según me dice su esposa, o sea, la esposa de Víctor Lucio, él cobra cada semana unos ochenta mil lempiras y los lleva en efectivo a su casa el domingo… ¿Es cierto eso?”
“Pues, si ella lo dice, así debe ser… Nosotros, o al menos yo, no le preguntó al cuñado lo de sus cobros…”
“Pero veo que usted lo quiere mucho…”
“¿Y cómo no lo voy a querer, señor, si es el hermano de mi esposo? Uno quiere a la familia siempre…”
“Y le duele que esté desaparecido”
“Así es”.
“Bien”.
La esposa
El detective le señaló una silla a la mujer, una agradable joven que se notaba angustiada.
“¿Cuándo se comunicó su esposo con usted por última vez?”
“Ya me preguntaron eso, señor”
“Dígamelo de nuevo”.
“Fue el domingo, como a eso de las tres de la tarde”.
“¿Qué le dijo?”
“Qué iba para Corralitos a cobrarles a unos clientes y que después iba a pasar por donde el hermano, a cenar…”
“¿Siempre se comunicaba con usted, o sea, quiero decir si lo hacía así cada domingo, cuando ya iba a terminar los cobros?”.
“Sí, y siempre me decía que iba para donde el hermano. Él lo quiere mucho”.
“Bien. Ahora, dígame, ¿cuánto dinero recogía su esposo los fines de semana con los cobros?”
“Casi siempre ochenta mil lempiras; a veces más”.
“Muy bien”.
“¿Cree que le ha pasado algo malo a mi marido?”
El agente esperó unos segundos antes de contestar.
“Señora, si su esposo hacía esto todos los fines de semana, cobraba a sus clientes en las aldeas, iba a cenar a la casa de su hermano y regresaba a su hogar con usted con una gran cantidad de dinero, y este domingo no regresó ni aparece por ninguna parte, creo que debo decirle que estoy seguro de que algo malo le ha pasado…”
La mujer dio un grito y palideció de pronto.
“Lo siento mucho, señora, pero debo ser claro con usted. Si a estas alturas su esposo no ha aparecido, ya no aparecerá más…”
La mujer se estremeció.
“¿Está muerto?” –preguntó.
“Es lo más seguro”.
“Pero, ¿quién pudo hacerle eso a mi esposo?”
La voz salió del pecho de la mujer con un lamento agudo.
“Pues, alguien que sabía cuánto dinero recaudaba su marido cada fin de semana –respondió el detective–; alguien que, movido por la ambición, lo mató para robarle”.
La mujer escuchaba en silencio.
Ahora lloraba y sus lágrimas se derramaban por sus mejillas pálidas.
“¡Dios santo! –murmuraba–. ¿Quién pudo hacerle eso a mi marido?”
“Eso lo vamos a averiguar, señora –le aseguró el detective–; y el culpable, o los culpables, van a ir a la cárcel”.
Ella no dijo nada. Se limitó a ver al policía con ojos asustados.
“Dígame –dijo, poco después el agente de la DPI–; ¿sospecha usted de alguien?”
“No, señor –respondió ella–; yo no sospecho nada de nadie…”
“Pues, debo decirle que nosotros sí…”
La mujer se asustó.
“¿De quién? –preguntó.
“Ya lo verá usted”.
El agente se puso de pie.
En la DPI
“Creo –dijo el detective, dirigiéndose a sus compañeros–, que este es un caso sencillo. Un hombre que lleva ochenta mil lempiras encima desaparece de pronto y nadie da razón de él. Visita cada domingo a su hermano, donde cena con él y su cuñada, y regresa a su casa.
Y hace esto todos los domingos, menos el último, en el que le dijo a su esposa que iría, como siempre, a visitar a su hermano, pero no llegó nunca a la casa. Y la cuñada se queda con la cena lista.
Entonces, lo buscan por todas partes y la cuñada y su esposo lloran y lloran, y ponen una foto del desaparecido en la morgue, con la esperanza de que alguien lo reconozca…”
Hizo una pausa, como para comprobar que era escuchado.
“Pero aquí está el punto oscuro del caso. ¿Dónde desaparece Víctor Lucio? ¿Lo asaltan en el camino a la aldea donde vive su hermano? Ya tenemos datos de que cobró a sus clientes en la aldea Corralitos, la última aldea que iba a visitar ese domingo, y es de suponer que entonces se dirigió a la aldea donde vive su hermano, para cenar y de allí regresar a su casa a descansar… Pero, ni llegó a la casa de su hermano ni volvió a su propia casa… Entonces, ¿dónde está?”
“Seguramente –intervino uno de los agentes de homicidios–, muerto y enterrado”.
“Estoy de acuerdo, pero, ¿por qué matarlo?”
“Para robarle”.
“¿No bastaba solo con quitarle el dinero bajo amenazas?”
“Tal vez no”.
“¿Por qué?”
“Pues… porque los ladrones eran sus conocidos, gente en la que él confiaba y a la que quería mucho…”
“Y esa gente es…”
“¡El hermano y la cuñada!”
“Eso es”.
“Lloran más que la propia madre, escandalizan más que la propia esposa y se preocupan más que las dos juntas… Eso es sospechoso porque no parece muy normal”.
“Estamos de acuerdo”.
“Entonces, ¿qué es lo que sigue?”
“Pues, que vamos a visitar al hermano y a la cuñada en su aldea… Y hay que avisar a la gente de inspecciones oculares”.
“¿Qué creés que vamos a encontrar?”
“A Víctor Lucio, por supuesto”.
“¿Muerto?”
“Y enterrado”.
La casa
Es una finca pequeña con una casa agradable, árboles frutales, viejos cedros y robles, pinos antiguos y un maizal que se perdía a lo lejos, de color verde y oro. A la orilla había una laguna cosechadora de agua que el hermano de Víctor usaba para regar la milpa.
Los policías fueron recibidos amablemente y, desde el inicio, empezaron la investigación. Pero todo estaba en orden en la casa, nada anormal había en la milpa y el bosquecito no parecía ocultar nada raro.
“Nada” –dijo el jefe del equipo de detectives.
“Nada… Todo parece en orden…”
“Entonces estamos detrás de la pista equivocada”.
“Es posible… pero creo que aquí fue la última visita que hizo Víctor Lucio… y que no salió de aquí con vida”.
“¿Cómo podemos probar eso?”
“No sé… Es solo que sospecho de estos dos”.
“Pero si no encontramos nada…”
“Entiendo… Entiendo”.
El juguete
El patio estaba limpio, más allá, se veían unas gallinas picoteando la tierra para dar de comer a los pollitos, y después, estaba una porqueriza donde descansaban echados los cerdos. Los detectives, cansados, estaban a punto de rendirse cuando uno de ellos observó algo que, de inmediato, no le llamó la atención. Sin embargo, se acercó a un gato que jugaba con un pedazo de papel.
“¿Qué es esto?” –se preguntó, en voz alta.
“¿Qué cosa?” –le preguntó un compañero.
“Esto”.
Y le enseñó un papel rectangular. Era una copia de una factura de cobro fechada el domingo en que Víctor desapareció.
El detective llamó a la cuñada y a su esposo. Cuando estos se acercaron, los demás agentes los rodearon:
“Así es que Víctor Lucio no vino a cenar con ustedes el domingo pasado” –les dijo, viéndolos con severidad.
“No, no vino”.
“Si me mienten, van a tener más problemas de los que ya tienen” –les advirtió el agente”.
“¿Problemas? ¿Qué problemas?”
“¿Saben qué es esto?” –les preguntó el policía, mostrándoles de golpe la factura.
La pareja no respondió de inmediato.
“Pues –les dijo el detective–, esta es la copia de una factura que Víctor Lucio extendió y firmó el domingo pasado, fecha de su desaparición. Y yo me pregunto, ¿cómo puede estar aquí esta copia si Víctor no vino ese día a esta casa?”
“Yo no sé” –dijo la mujer.
“Ni yo” –dijo el hombre.
“Pues, yo sí sé –agregó el detective–, y ahora se los voy a demostrar”.
Hizo una pausa.
“¿Dónde está el cuerpo?”
“Yo no sé de lo que está hablando usted” –gritó ella.
“Ustedes lo mataron para robarle los ochenta mil lempiras y después se mostraron sufriendo por su desaparición para despistar a la Policía pero, ahora ven que no hay crimen perfecto y si no colaboran con nosotros, les va a ir pero en el juicio”.
La pareja se quedó muda.
“¿Dónde lo enterraron? –preguntó el agente.
“Nosotros no enterramos a nadie” –dijo el hombre.
“En el maizal, ¿verdad? ¿Por dónde? Y me imagino que vamos a encontrar la moto en la laguna, si es que ustedes no la vendieron o la empeñaron ya…”
Ahora la pareja temblaba de miedo.
“Arrasen con el maizal si es necesario –les ordenó el agente al equipo de inspecciones oculares–, pero me encuentran la tumba de Víctor Lucio”.
Resultados
Allí estaba la tumba, una depresión de tierra en la esquina más alejada de la milpa. Al escarbar, los policías encontraron el cuerpo de Víctor, pudriéndose. Y con él estaban su maletín, los talonarios de facturas y su teléfono celular. Lo habían matado a golpes. Tenía deshecha la parte de atrás de la cabeza. La moto estaba en la laguna, tal y como supuso el detective.
El viento les había jugado una mala pasada a los asesinos. Una copia de factura se salió del maletín, quizás cuando el cuerpo sin vida era arrastrado hacia la milpa. El gato, jugando con el pedazo de papel, descubrió a los criminales. Así, la DPI le hizo justicia a un hombre trabajador que confió demasiado en dos personas a las que quería mucho…
El dinero no ha sido encontrado.