TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra caso un real.Se han cambiado los nombres.
RESUMEN. Cuquita desapareció de la noche a la mañana. Su hermana Lázara la fue a buscar y, cuando se cumplió un mes, decidió denunciar su desaparición ante la Dirección de Investigación Nacional (DIN), donde un sargento la acusó de inmediato de haberla matado para quedarse con su dinero.
Pero no era tan fácil resolver el misterio de la desaparición de Cuquita. Y, para empezar la investigación, los detectives de la DIN fueron a su casa, en la colonia San Miguel. Sin embargo, el misterio se enredaba cada vez más.
CASA
Los agentes de la DIN entrevistaron a los inquilinos de Cuquita. Todos dijeron que los apartamentos tenían entradas independientes, que casi no se veían ni entre los vecinos ni con Cuquita; que cada mes depositaban el dinero del alquiler en una cooperativa, y que ella nunca se metía con los vecinos. Solo cuidaba de que hubiera orden y respeto entre los inquilinos, y que no les faltara agua, luz ni teléfono. Así que los agentes dejaron la investigación por esa parte.
“Vamos a entrar a la casa” -le dijeron a Lázara.“Está bien”.Y, diciendo y haciendo, los agentes rompieron el llavín del portón que daba a la calle, abrieron de dos golpes la puerta de la sala, y entraron. Todo estaba en silencio, y en la sala no había nada que les dijera que allí había sucedido algo malo.
“Vamos al segundo piso”.“Mi hermana tenía la oficina en el segundo piso -les dijo Lázara-; no es que fuera una oficina como las demás, pero allí guarda ella sus papeles, y allí es donde se cita con las personas a las que les presta dinero, y con las que vienen a pagar o a cancelar las deudas”.
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“Ah, su hermana es prestamista”.“Sí”.“Y ¿por qué no lo había dicho? Sólo nos dijo que ella manejaba dinero...”“Es que se me olvidó...”“Ajá. Cuidado y se le olvide otra cosa importante, y nos obligue a hacerla que se acuerde en la plancha”.
Lázara se estremeció.
De sobra era conocida “la plancha”, aquel cuartito en la DIN donde ponían de pie al detenido, descalzo y amarrado de manos un travesaño de hierro, para que no se moviera. Calentaban la plancha con varias resistencias eléctricas abajo, y mientras se quemaba, el sospechoso aceptaba todas las culpas que los agentes de la DIN le echaran encima, aunque, en opinión de Renato, uno de los viejos agentes del DIN que todavía vive, “solo era para sacarle la verdad al culpable. El que era inocente, era inocente, y punto. A estos no se les hacía nada”.
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OFICINA
Entraron los agentes a la oficina de Cuquita y se encontraron de lleno con un desorden. La puerta estaba abierta, había papeles regados por todas partes, pagarés, recibos, escrituras y billetes de un lempira.“Parece que pasó un huracán por aquí” -dijo un agente.“Más bien -dijo el otro-, parece que alguien andaba buscando algo... Y, pues, mientras lo buscaban hicieron todo esto, tiraron papeles por todas partes, hasta que encontraron lo que deseaban...”
“Si es que lo encontraron, mi sargento”.
“De que hallaron lo que buscaban, lo hallaron. No es necesario hacer este desastre para buscar un solo papel... Y creo que lo que los que hicieron esto buscaban un papel, un recibo, un pagaré o algo que los comprometía a una deuda con la señora... Y la mejor forma de no pagar, es matarla, y para que la DIN no sospeche de nadie, pues se vienen hasta aquí y se llevan el papel comprometedor...
Y estoy seguro de que la persona que hizo esto lo hizo para despistarnos, como para que creyéramos que vinieron a robar, ya que el que busca un papel, lo encuentra en un archivo, y se lo lleva sin hacer este desastre; por eso es que creo que quisieron despistar a la Policía, pero en la DIN no somos tontos... Y para rematar, la persona, o las personas que hicieron esto, son las mismas que mataron a la prestamista, seguro que para no pagarle, y lo que pasa es que la señora los conocía bien, porque entraron por el portón principal, como si conocieran bien la casa, y lo hicieron con la propia dueña, o con las llaves de la dueña; y si fue con las llaves, es porque ya la habían matado, y se habían desecho del cuerpo en algún lado, y le quitaron las llaves, vinieron tranquilamente hasta aquí, buscaron, encontraron lo que buscaban, y dejaron este reguero de papeles para hacernos creer que los ladrones entraron a robar...
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¡Ah!, pero no contaron con nosotros... Indios pero no tontos... Y ya van a ver estos delincuentes cuando el DIN les caiga encima... Van a berrear cuando les estemos arrancando las uñas con un alicate caliente... Porque si hay algo que odio es a un maldito delincuente, ladrón y asesino... Y Dios nos puso en el DIN para limpiar de delincuentes a Honduras”.
Dijo todo esto de una sola vez, en un discurso que mostraba su compromiso con su trabajo y su deseo por hacer justicia. Para él, Cuquita ya estaba muerta. La habían matado para no pagarle alguna deuda, y si él se equivocaba, era porque Dios ya no quería que estuviera en la DIN, y si se equivocaba, mejor se salía a la calle a vender naranjas. Así opinaba aquel sargento que, para más señas, no sabía leer ni escribir.
“Mire, señora -le dijo a Lázara, viéndola con ojos de buitre hambriento-, si usted sabe algo, es mejor que me lo diga ahorita. Le voy a dar la oportunidad de que hable antes de que la colguemos de los dedos de las manos en el DIN, y le aseguro que no le va a gustar”.
Lázara empezó a llorar.
“Yo no sé nada de mi hermana. Yo no le hice nada”.
“¿Tenía su hermana alguna amiga? ¿Alguna buena amiga?”
“Pues, sí... Se llevaba bien con Nina...”
“¿Y quién es Nina?”
“Una vecina suya”.
“¿Y dónde vive?”
Y Lázara llevó a los agentes a la casa de Nina. Era temprano, y Nina estaba haciendo el desayuno.
NINA
“Somos de la DIN y queremos hablar con usted” -le dijo el sargento.
Nina tembló de pies a cabeza, como si la asaltara una fiebre repentina. Y en dos segundos más se orinó delante del sargento.
“Agarre a esta maldita -le dijo a uno de sus hombres-; esta perra mató a la prestamista... Y ya nos vas a decir la verdad”.
Y, diciendo esto, el sargento entró a la habitación con una pistola en una mano. Más allá estaba una puerta, era la del dormitorio. Entró y, dio un grito:
“¡Levantáte! Y cuidadito te me oponés, porque te quiebro”.
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En la cama estaba un hombre, que acababa de despertarse. Era joven y estaba en calzoncillos. El sargento lo sacó de la cama agarrándolo del pelo, mientras le ponía el cañón de la pistola en los riñones.
“Mi cabo -dijo el sargento-, espose a este bicho... Me parece que estamos en una buena pista...”
“¿Por qué nos detiene, sargento? -dijo el hombre-. No hemos hecho nada malo”.
“Claro que hiciste algo malo, maldito hdp. Mataste a la prestamista, una señora a la que le decían Cuquita, y me vas a decir la verdad, o le saco los ojos a tu mujer con un cuchillo caliente... ¡Cabo!”
“Ordene, mi sargento”.
“Busque un cuchillo y póngale la punta en la llama de la estufa... Vamos a ver si yo me equivoco...
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”El hombre cayó de rodillas, empujado por el sargento, y la mujer soltó un grito.
“No, señor -dijo-, no me haga nada... Fue idea de él... Él fue que me dijo...”
“¡Calláte, zorra! Vos me dijiste que le sacáramos pisto a la vieja, y que la matáramos para no pagarle”.
“Vos fuiste... Vos... Mire, sargento, yo le voy a decir la verdad, pero no me saque los ojos...”
“Ajá”.
“Yo me hice amiga de Cuquita porque mi marido me dijo; la llevábamos a beber, a bailar y a comer, y cuando ya éramos buenas amigas, le pedí prestado un dinero, cien mil lempiras, y ella fue conmigo a la cooperativa, y me los dio después de que le firmé una letra de cambio... Y el pisto se lo di a mi marido... Foncho se lo bebió, compró marihuana para revender, pero le fue mal en el negocio, y un día Cuquita me dijo que ya era tiempo de que le pagara aunque fueran los intereses, y yo le dije que el negocio de mi marido estaba mal, y que me esperara, pero ella insistió un mes después, y él me dijo que no le íbamos a pagar a esa vieja, y que la lleváramos a beber cervezas y a comer curiles... Y ella nunca había bebido, ni había salido a bailar, porque era dedicada a su marido, pero ya estaba sola, y yo la convencí, siguiendo las órdenes de mi marido, y ella aceptó, y cuando no pudimos pagarle, la matamos... Mire, sargento, allí está la letra de cambio que le firmé...”
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Y Nina se fue hacia un basurero, revolvió, con las manos esposadas, y sacó un papel.
“Él la buscó en los papeles de Cuquita, y dejó el regadero de papeles para que ustedes creyeran que era un ladrón que se había metido... Él la mató... Le dio con un garrote...
Se fue al cuarto, y mostró las botas del esposo manchadas de barro, ya seco. “La enterramos en La Montañita, sargento... Yo los voy a llevar, pero no me hagan nada...”
”El sargento agarró la pistola con una mano, de modo que le quedara en la palma, se acercó a la mujer, y le dio con ella en pleno rostro. Y fue tan grande el golpe que la mujer escupió tres dientes, se le rompió la base de la nariz y escupió sangre, en medio del llanto y de las súplicas.
“Por desgracia, Carmilla -me dice don Jorge Quan, a quien felicito por estuvo de cumpleaños el viernes 21 de octubre-, el hombre se les murió en el interrogatorio, y lo fueron a tirar allá, por el Barrio Abajo, en el río, donde lo encontraron porque se lo estaban comiendo los zopilotes. A la mujer le cayeron veinticinco años de cárcel. Y Lázara se declaró heredera de los bienes de su hermana, y el juez se los entregó todos, previo regalo de cincuenta mil lempiras. Así eran las cosas en aquellos tiempos”.
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