UNA LLANTA. Era una mañana fresca, había llovido la tarde anterior, y aunque no fue una lluvia torrencial, dejó la tierra empapada y el barro pegajoso en la calle que de la aldea El Lolo va a la aldea Cerro Grande, en Tegucigalpa. Arriba quedaban algunas nubes grises, que se dejaban llevar despacio por el viento, y unos copos de niebla se empezaban a desvanecer mientras el sol subía detrás del Cerro Cantagallo, a muchos kilómetros de allí.
La carretera, si es que puede llamársele de esa forma, estaba sola, amanecía un domingo soporífero de noviembre, y únicamente se escuchaba el trinar de los pájaros que revoloteaban en las ramas de los árboles. Sin embargo, después de una curva estrecha, apareció una camioneta, haciendo un ruido extraño. Rugía demasiado su motor, y al avanzar lo hacía dando cortas sacudidas. Lo que pasaba era que la rueda izquierda de adelante estaba ponchada, y el conductor forzaba la marcha, seguramente, para salir pronto de aquel lugar solitario.
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Tomó una recta de unos ciento veinte metros, aceleró un poco, y, de pronto, vio una luz a lo lejos. Era un solo foco, que se movía despacio hacia él. Bajó la velocidad, y siguió avanzando en su derecha. Pronto se dio cuenta que era una motocicleta la que se acercaba a él, y no tardó en encontrarse con ella. Vio que eran dos policías, y uno de ellos le hizo señal de parada. El chofer bajó el vidrio de su ventana.
“¿Algún problema, señor?” -le preguntaron.
“Mire que se me ponchó la rueda, y voy buscando una llantera... Pero, aquí cerca no hay ninguna”.
“Hay una llantera a unos ochocientos metros de aquí... Después de los moteles... Pero vaya despacio porque esa llanta ya está molida”.
“Sí, señor. Muchas gracias”.
“¿Desde dónde viene así?”.
“Pues, vine a dejar a unos hermanos de la Iglesia, y cuando menos acordé, la rueda estaba sin aire”.
“¿Y no anda llanta de repuesto?”.
“Sí; sí tengo... pero, con este lodazal”.
“Y los hermanos ¿no se ofrecieron a ayudarle a cambiarla?”.
“No. Ellos no se dieron cuenta. Venía bajando la cuesta, cuando noté que ya la llanta estaba en el suelo... Pero, la voy a cambiar en la llantera”.
“Siga, señor... En esa llantera trabajan las veinticuatro horas”.
“Muchas gracias”.
La camioneta siguió su camino, y uno de los policías se acercó a la orilla de la carretera para orinar cerca de unos arbustos. Más allá, en la loma, se veían las luces de las primeras casas, levantadas entre viejos árboles. El que manejaba la moto encendió un cigarro, y el otro lo imitó. Empezaron a platicar de cosas sin importancia, mientras el cielo se aclaraba cada vez más. Cuando terminaron los cigarros, la camioneta había desaparecido. Nada importante para los policías, que habían tenido una noche larga y cansada.
PARTE I: Selección de Grandes Crímenes: La compañía equivocada
HALLAZGO
“Ya casi es hora de volver al escuadrón” -dijo uno de los policías.
“Tengo hambre -le dijo el otro-; vamos a buscar baleadas con huevo y osmil antes de entregar al turno”.
“¿No vamos a ir más adelante?”
“¿Para qué? Aquí no hay nada... Mejor regresemos”.
Encendió la moto el policía, el oficial se subió en la parte de atrás, acomodando el fusil en una pierna, y ya iban a dar media vuelta para regresar a la ciudad, cuando vieron a dos hombres que empezaron a correr hacia ellos, mientras les gritaban:
“¡Policías! ¡Policías!”.
“¿Y a esos qué les pasa?” -preguntó el oficial, bajando de la moto.
“¡Policías! ¡Policías! -gritaron los hombres de nuevo, corriendo sobre la calle lodosa-. ¡No se vayan!”.
Faltaban unos cincuenta metros para que los hombres y los policías se encontraran.
“Hay un muerto” -dijo uno de ellos, respirando agitadamente. Era un hombre de unos cincuenta años, bajo y delgado.
“¿Un muerto?” -le preguntó el oficial.
“Sí, señor... Hay un muerto -contestó el hombre, señalando hacia atrás-. Es un muchacho, un cipote, y está desnudo... Parece que solo lo tiraron en la cuneta”.
“¿Están seguros de lo que nos están diciendo?”.
“Seguros, señor”.
“Vamos”.
Y los policías y los dos hombres avanzaron lo más rápido que podían. La moto resbalaba en el barro, y el oficial se bajó para avanzar más de prisa. Tardaron varios minutos en llegar. Ya estaban allí varios curiosos. Los policías les pidieron que se hicieran hacia atrás.
“Ese es” -dijo uno de los hombres.
El oficial se acercó al cuerpo lo más que pudo, para no contaminar la escena. Y allí estaba el cuerpo de un muchacho, más bien, de un adolescente, desnudo, tirado boca abajo dentro de una especie de cuneta en la que había agua lodosa y barro.
“Hay que hablar a la DPI” -dijo el oficial.
“Mire, mi subinspector -lo interrumpió el motorista-, en el barro hay como huellas de un carro que se acercó a la orilla de la calle, se detuvo aquí por algún tiempo, y, mire esto, es la huella que deja una llanta ponchada”.
“Tiene razón, mi clase -dijo el oficial-. Y el carro dio la vuelta aquí mismo... Hay huellas de ruedas que fueron hacia atrás y hacia adelante, y una de las huellas es más ancha que las demás”.
“La de la llanta ponchada”.
“Así es”.
Se miraron los policías, y no dijeron nada por unos segundos.
“¡El hombre de la camioneta!”.
“Ese mismo, señor”.
“Andate a la llantera... Tal vez no le hayan cambiado la rueda todavía, y lo traés del pelo”.
“¡A la orden, señor!”.
La moto giró sobre sí misma, lanzando barro en todas direcciones, y el subinspector empezó a alejar más a la gente de la escena. Quería que las huellas no sufrieran más daño. Llamó a varios de los curiosos, y les dijo:
“Me van a ayudar a cuidar la escena del crimen. Ustedes tres se ponen allá, en el centro de la carretera, para que ningún carro pase para arriba; y ustedes tres, allá, para que nadie baje... Vamos a esperar a la gente de la DPI”.
“Señor -dijo, después, uno de los hombres que habían encontrado el cuerpo-, a este cipote lo acaban de venir a dejar aquí, porque yo pasé para mi casa de buscar leña para el fuego a eso de las cinco y pico, y no había nada... Y si le digo que no estaba allí ese cipote, es porque me dieron ganas de hacer del cuerpo, y oriné allí cerca”.
“Creo que ya sabemos quién lo vino a dejar aquí -respondió el policía-. En el camino encontramos una camioneta CRV gris con una llanta de adelante ponchada, la llanta del lado del chofer... y hasta hablamos con él... Y esas huellas en el barro son de una llanta ponchada. Por eso no quiero que nadie las dañe, hasta que la vean los técnicos de inspecciones oculares”.
LA LLANTERA
El empleado de la llantera estaba cansado; y recibió con un enorme bostezo al policía.
“Buenos días, hermano -dijo el empleado, devolviendo el saludo-. ¿En qué le puedo ayudar?”
“¿Se detuvo aquí una camioneta gris para cambiar una llanta?”.
“Sí... Aquí se detuvo... Traía la llanta molida, pero no quiso que la quitara del rin y así la metí en la cajuela... Como que al hombre lo venía persiguiendo el diablo porque me dijo que me iba a dar cien lempiras de más si me apuraba a cambiarle la llanta”.
“¿Cuánto hace que se fue?”.
“Pues, no sabría decirle... Tal vez unos cinco o diez minutos... No sé”.
“Y ¿viste hacia donde se fue?”
“No, hermano; con este frío y con este sueño, no me fijo en esas cosas”.
El policía le dio las gracias al empleado, y regresó contrariado a la escena del crimen.
“No lo encontré, señor -le dijo al oficial-. El llantero dice que iba apurado, como si lo siguiera el mismo diablo, y hasta le dio una buena propina para que le cambiara la llanta lo más rápido que pudiera”.
“Y ¿vio el llantero por donde se fue?”
“Dice que no, mi subinspector”.
“Bueno -dijo el oficial, contrariado también-, nosotros ya cumplimos con nuestra misión. Hay que esperar a la gente de la DPI, y nos vamos a dormir. ¿Se acuerda bien de la cara del hombre, mi clase?”.
“No creo, señor”.
“Ni yo”.
“Pero, de la camioneta sí me acuerdo bien... Una Honda CRV gris... Nada más”.
“El problema es que de ese tipo de carros hay montones en Tegucigalpa”.
“Bueno, este ya no es asunto de nosotros... Le toca a la gente de la DPI”.
DPI
Hoy, la Dirección Policial de Investigación Criminal (DPI) está trabajando mucho mejor que hace algún tiempo. Los muchachos tienen mayor entusiasmo, están aprendiendo más acerca de cómo hacer su trabajo, y están poniendo en práctica lo aprendido; y son más humanos cada vez. Y esto lo aseguro con conocimiento de causa, ya que he visto cómo actúa Jefferson Andonie Álvarez Cruz, y tres más de sus compañeros. Lo hacen con humildad, con responsabilidad y con humanismo. Son agentes de la Ley, y hacen el bien con la convicción de dentro de su deber está tratar con dignidad a las personas. Por esto, felicito a Jefferson Álvarez, y a sus tres compañeros, quienes merecen este humilde pero sincero homenaje, en nombre mío, y en nombre de la sociedad a la que sirven dignamente. Y, como dice Gonzalo Sánchez, estamos ante una nueva DPI, con la buena voluntad de los muchachos, con el deseo de hacer mejor las cosas de parte de su alto mando, y con la ayuda y la dirección de Dios. Y agentes como ellos fueron los que llegaron a aquella escena del crimen en la solitaria carretera que de la aldea El Lolo va a la aldea Cerro Grande... Tenían un nuevo reto, y estaban obligados a resolver aquel misterio.
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA