TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.Se han cambiado los nombres.
Don Jorge. Una de las fuentes más confiables y más leales de esta sección de Grandes Crímenes es el buen amigo Jorge Quan, periodista cuya ardua y noble labor ha marcado una huella positiva en el periodismo hondureño.
Desde hace muchos años cubre la agenda policial, y ha conocido tantos casos criminales, que le es imposible recordarlos todos, pero de los que recuerda guarda un archivo que ya forma parte de la historia oscura de Honduras, la historia criminal, esa que, por desgracia, y dado que el ser humano tiende al mal, forma parte de cada sociedad, de cada nación y de todo país. Sin embargo, en esta ocasión vamos a contar cosas que están lejos de las manchas de sangre, del luto causado por el crimen y de la desesperación provocada por los delitos.
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UNO
Acababa de llegar al equipo de don Jorge un periodista nuevo, recién graduado, que iba a estrenarse en la agenda policial. Aunque estaba nervioso, se veía de buen ánimo y lleno de entusiasmo, y quería entrar con todo a su trabajo, el que, por otra parte, le convenía mucho porque acababa de ser padre de su primer hijo.
Sentados estaban en la sala de redacción cuando alguien llamó a don Jorge Quan, y le dijo:
“La Policía acaba de agarrar a una banda entera de asaltantes que asolaban la zona de la salida vieja a Olancho, y los van a presentar aquí, en la DPI, en media hora. Le aviso para que se venga volando”.
Se puso de pie don Jorge y, haciéndole una seña a su camarógrafo, le dijo al periodista nuevo:
“Bueno, ya le llegó el momento de lucirse en este oficio del periodismo de calle. Vamos a la DPI porque nos van a presentar a una banda de asaltantes que acaban de capturar. Y a usted le va a tocar el honor de lucirse en esa presentación. Vamos”.
Y el muchacho, nervioso pero seguro de que haría su mejor trabajo, llegó con don Jorge y los camarógrafos a la DPI.
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No tardaron en aparecer los delincuentes, flanqueados por varios policías con pasamontañas, armados de fusiles y en sepulcral silencio.
“¿Esos son los delincuentes que nos van a presentar?” -preguntó el periodista-.
“Esos son. A usted le toca”.
Y el muchacho, alegre, aunque un poco temeroso porque aquellos delincuentes tenían cara de pocos amigos y veían con ira y con odio en todas direcciones. Pero, aun así, se acercó a ellos, para sorpresa de todo el mundo, y empezó por el primero, dándole la mano para saludarlo, y diciéndole:
“Hola, me llamo fulano de tal, y soy periodista del canal tal...”.
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Las risas no se hicieron esperar. Aquel hombre inocente saludó de mano a los cinco asaltantes, que estaban sorprendidos también, y que con sus manos esposadas hacia adelante le respondieron al saludo, y el muchacho se quedó mirando a don Jorge como si le preguntara si todo lo había hecho bien.
“¡No, hombre -le dijo don Jorge-; no sea bruto! Esa no es la presentación...”.
“Pero... usted me dijo que nos íbamos a presentar a unos asaltantes...”.
“Pero no es eso, hombre; es que las autoridades los van a presentar a los medios de comunicación; no es que nosotros nos vamos a presentar personalmente con ellos”.
El muchacho se puso pálido de la vergüenza, y se acercó a don Jorge con la cabeza baja. Todavía hoy se recuerda aquel caso de la presentación, y hay quienes todavía se ríen. Pero no se ríen delante del periodista, que ahora es muy ducho en eso de la nota roja.
DOS
Un día de tantos, se recibe una llamada en la Dirección Policial de Investigaciones, DPI, y la persona que llama dice que un hombre está golpeando a la esposa en una casa de la colonia San Miguel, y que vengan pronto porque la mujer está gritando desesperada y parece que ese hombre la quiere matar.Sale una patrulla hacia la colonia San Miguel, y llegan después de que se ha hecho la calma en la casa. Tocan la puerta, y un policía dice:
“¡Ábranle a la Policía!”.
“Y ¿qué quiere la Policía?”.“¿Usted es el que está golpeando a su mujer?”.“Sí, ¿y qué? ¿A quién le importa?”.
“¿Sabe usted que eso es un delito grave?”.“Ni sé, ni me interesa”.
“Pues, ábrale a la Policía, que tenemos que ver el estado de su mujer”.
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Dijo esto el policía, y en ese momento se escuchó una voz femenina que decía:
“¡Váyanse, metidos, que nadie los ha llamado! Si mi marido me está marimbeando es porque está en su derecho... ¿O es que ustedes no le trampan maceta a sus mujeres?”.
El policía, sorprendido, respondió:“¿Pero, ¿está usted bien, señora?”.
“Si estoy buena es cosa que solo a mi marido le importa, policía metiche”.
“No dije si estaba usted buena, señora -replicó el policía, seguro de que tenía que cumplir con su deber y hacer realidad el lema de la Policía de servir, proteger y salvar-. Solo queremos saber si está bien; si su esposo no la golpeó mucho”.
A lo que la mujer contestó:
“Si me pegó fuerte porque para eso es hombre; y si me pegó es porque para eso es mi hombre... Y a ustedes nadie los llamó a meterse en lo que no les importa”.
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El policía, seguro de que en esa casa se había cometido un delito, y que su deber era proteger a la mujer y hacer que se castigara al culpable, insistió:
“Entonces, ábranos, señora, que con lo que me acaba de decir es suficiente para detener a su marido y llevarlo a los juzgados de violencia doméstica para que responda por las agresiones que le ha hecho”.
“Mi marido no está en la casa, y además, si mi hombre me pega, es muy mi problema, y ni ustedes ni nadie debe meterse... Váyanse, y métanse en sus asuntos... Es que creen que no los he visto enamorando sirvientas y jugando con los celulares... Sigan con sus cosas, y dejen que yo arregle mis asuntos con mi marido”.
Nada pudo hacer el policía, y tuvieron que irse. Pero, dos días después, los mismos agentes tuvieron que atender otro caso de violencia doméstica, pero este fue en la colonia Rodríguez, cerca del barrio Villa Adela.
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TRES
Recibieron la llamada a eso de las seis de la tarde. Era un caso grave, según les dijo la persona que denunció la agresión, y era casi seguro que aquel hombre salvaje matara a golpes a la mujer, que lloraba y gritaba desesperada.
Cuando llegaron los policías, todavía la mujer estaba sufriendo los insultos del hombre, y los policías golpearon la puerta con fuerza. La misma mujer abrió y los policías entraron, porque se trataba de un delito in fraganti. Agarraron al hombre, y sin camisa, lo subieron a la paila de la patrulla. La mujer tenía los ojos hinchados, no solo a causa del llanto, y le dijo a un policía que estaba dispuesta a ir a denunciar a aquel mal hombre.
Ya se iban los policías, después de hacer todo en la captura del abusador, cuando se dieron cuenta de que una rueda se les había ponchado. Ni modo, había que cambiarla, y para eso se bajaron de la patrulla dos policías, mientras el tercero cuidaba al detenido en la paila.
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Pero, de pronto, el detenido le dijo al policía:“Óigame, compa, hágame un favor. Mire que tengo así como diarrea, y necesito ir al baño... Hágame el paro antes de que me haga en la paila de la patrulla”.
Y el policía, que estaba ocupado contestando mensajes de texto, le dijo:“Pero apúrese, que ya va a estar la llanta...”.
Por esas cosas de la vida, a los policías se le olvidó esposar al hombre. Saltó este de la paila de la patrulla, entró a la casa, cerró la puerta, la aseguró con llave, y se acercó a su mujer. Le dio una nueva tanda de golpes, y los gritos de dolor alertaron a los policías, que saltaron hacia la puerta para defender a la mujer.
“¿Qué es lo que pasa?” -preguntó el clase al mando de la patrulla-.
“Es que tenía diarrea y le di permiso para que fuera al baño antes de que se hiciera en la paila de la patrulla”.
A esto, se oían los gritos desesperados de la mujer.
“Hay que botar la puerta o ese hombre la va a matar” -dijo un policía-.
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Pero, antes de que atacaran la puerta, esta se abrió, entraron los agentes como un huracán, e invadieron la casa.“¿Dónde está su marido?” -le preguntaron a la mujer, que lloraba-
“No sé” -dijo-.
Lo buscaron por toda la casa, en el patio, debajo de las mesas y debajo de las camas, y no lo encontraron. Había saltado el muro, salió a otra casa, y de aquí saltó a la calle de atrás, y se perdió en la noche. No lo han vuelto a ver, y los policías, burlados, cambiaron la rueda de la patrulla, y regresaron a la DPI con las manos vacías, y con la novedad de que ya habían capturado al abusador, pero que le dio diarrea y que fue al baño, golpeó de nuevo a la mujer, y se escapó solo Dios sabía por dónde. Hasta el día de hoy, los compañeros se burlan del policía ingenuo que se dejó burlar por aquel hombre.
“Así suceden muchas cosas en este oficio -dice don Jorge Quan-; y hay muchas más historias como esas, como la de aquel policía que llegó a una casa a capturar a una vendedora de lotería apuntada, y al llegar a la casa se dio con el hecho de que la vendedora era su propia madre, y su cómplice, su propia esposa... Y, por supuesto, no se las llevó...