TEGUCIGALPA, HONDURAS.- (Segunda parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
El día en que sale en libertad, después de cumplir una condena de más de veintidós años, un hombre es secuestrado en las mismas puertas de la penitenciaría. Está viejo y cansado, y se despidió de sus amigos con tristeza.
Al día siguiente, dos niños que recogían leña con un burro encontraron su cadáver; lo mataron de un solo tiro, una bala expansiva que el forense encontró fragmentada en su cerebro. Le dispararon en la frente, a corta distancia. No lo torturaron ni esperaron mucho tiempo para quitarle la vida. Sus viejos compañeros de la cárcel se lamentan y uno de ellos, el mayor de todos, dice saber quién mandó a matar a Javier. Pero esto no le basta a la Policía, que tiene que resolver el misterio.
Historia
El exagente de la Dirección Nacional de Investigaciones (DIN), que ya peina canas y luce un abdomen forjado a punta de cerveza, recuerda bien el caso.
“Nosotros lo capturamos –dice–; fue en San Esteban, donde se había escondido en una choza, en su propia hacienda. La mamá era una viejita de armas tomar y nos enseñó los dientes, pero nosotros teníamos que hacer nuestro trabajo y lo sacamos a punta de riata de debajo de un tapesco… Cuando lo subimos al Jeep iba llorando, pero lloró más cuando lo calentamos en Juticalpa… Allí casi se nos muere, pero aguantó hasta que lo trajimos a Tegus… Aquí le tocó llorar otro rato… Eran los últimos días del DIN… Pero nosotros solo recibíamos órdenes”.
El hombre calla. Sus pulmones ya no son lo que fueron hace treinta años.
“Supe que lo condenaron a veintidós años y meses –agrega– y no me importó. No volví a saber de él hasta hoy, que me contactaron ustedes. No sabía que al salir de la cárcel lo habían matado”.
“Se lo llevaron de las mismas puertas de la penitenciaría” –le dijo el detective de la DNIC.
“Sí; ya me lo dijo –replicó él–, y me gustaría saber en qué más puedo servirles…”
“Carmilla quería conocerlo”.
“Soy fanático de los casos y no me pierdo EL HERALDO… Pero ni siquiera mencione mi nombre… Mucha gente tiene malos recuerdos del DIN y hay cosas que es mejor olvidar… Muchas veces he estado tentado a escribirle para contarle unos casos, pero mejor no…”
Hizo una pausa.
“El hombre confesó, después de que le quebramos los dedos de las manos, pero eso fue solo para cumplir órdenes superiores porque había testigos… y lo condenaron…”
“Me interesaba esa parte de la historia –le dije– y se lo agradezco”.
DNIC
Después de entrevistar a los compañeros de celda de Javier, los detectives de la DNIC estaban seguros de que la investigación del caso no sería muy difícil. Ya que a nadie le había hecho daño en más de veintidós años, Javier solo pudo ser ajusticiado por algo del pasado, precisamente, por lo que lo había llevado a la cárcel.
“Mató a la mujer de un solo golpe –había dicho Renato– y la mató como se mata un chancho. Le dio con un martillo, de esos anchos que le dicen “almáganas”, en la frente… Fue un solo golpe. La muchacha cayó al suelo muerta y dicen que pedazos del cerebro, con sangre espumosa, se le salían por las narices…”
“¿Por qué la mató?”
“Tenían dos años de casados, él era jugador y borracho, y le gustaban las mujeres, y la muchacha era celosa. Peleando, él se encolerizó y la mató… Allí se rifó la vida porque la muchacha era hija única de don Matías, uno de los hacendados más poderosos de aquellos tiempos… Él era muy amigo de un general y ese nos ordenó que buscáramos al tipo y lo preparáramos para el cuarto de costura… o sea, la pieza donde se calentaba a la gente en Casamata y en el DIN, allá en la Metro… Y nosotros solo cumplíamos órdenes”.
“¿Usted conoció a don Matías?”
“No, a él no; pero sí a los hijos, a los hermanos de la muchacha. Eran cinco, unidos como los dedos de una misma mano, y todos lo querían matar, pero don Matías dijo que no, que él se iba a encargar…”
Pasado
Ya no hay expedientes de los crímenes de aquellos días y los que quedan son reliquias incompletas. Unos fueron mutilados, según Renato, para esconder cosas comprometedoras; de otros, sólo quedan las carpetas vacías, amarillentas y llenas de polvo. Y los expedientes que todavía se pueden consultar son de delitos sin trascendencia. Pero muchos casos no se borran de la memoria de los viejos agentes del DIN y este es uno de esos.
“Fueron buenos tiempos –dice Renato–, trabajábamos unidos, no andaban detrás de nosotros esos de los derechos humanos, aunque no aguantábamos a Ramón Custodio y a Bertha Oliva, pero como ellos no podían estar en todas partes, nosotros arreglábamos las cosas con un poco de fuerza y no se nos iba ningún delincuente…”
“Pero, también se cometieron muchas injusticias”.
Mi voz alteró las pupilas de Renato.
“Sí –dijo, no obstante–; algunas, no muchas… Yo le aseguro que mucho de lo que se dice del DIN es invento de esos de los derechos humanos, aunque en parte tienen razón… Pero es que había unos picaritos que si no se les calentaba no confesaban, y no podíamos perder el tiempo…”
“¿Cuándo entregaron a Javier a los juzgados?”
“Un mes entero pasó en el hospital, pero en secreto. Se nos pasó la mano y si se nos moría íbamos a tener problemas con mi general… Pero se curó y lo condenaron. Lo que le hizo a la propia esposa era imperdonable… Ni siquiera yo, que hasta hace poco aprendí a leer y a escribir, y que me crie en una milpa en Colón, donde la vida no valía nada, le he pegado a una mujer… Ni siquiera un grito… Y ese salvaje mató a la suya con un martillazo. Para mí que está bueno lo que le pasó”.
El detective de la DNIC sonríe.
Don Matías
El hombre que recibió a los detectives de la DNIC era un hombre alto, de casi dos metros de estatura, más gordo que recio, y lleno el pelo de canas. Tendría unos sesenta años, vestía con sencilla elegancia y hablaba con escasa amabilidad.
“Deseamos entrevistar a su papá” –le dijo el detective de la DNIC.
“¿A cuenta de qué?”
“Estamos investigando un crimen”.
“¿Y mi papá qué tiene que ver en eso?”
“Hace una semana mataron en La Talanquera al yerno de don Matías… bueno, al que fue yerno de don Matías…”
“¿Y?”
“Lo secuestraron cuando salía de la penitenciaría, en Támara…”
“¿Y?”
“Tenemos que hablar con su papá”.
“¿Tienen una orden de un juez o de un fiscal?”
“No; es una entrevista de rutina”.
En ese momento, de la sala salieron dos hombres parecidos al primero, aunque algo más jóvenes.
“Dice mi papá que los dejés entrar” –dijo uno de ellos.
Un hombre enfermo
Los detectives cruzaron una sala enorme, llena de luz, pasaron a un pasillo ancho, avanzaron entre cuadros vistosos y llegaron a una puerta de dos hojas, alta y recién pintada. Uno de los hombres abrió.
Adentro se estaba como en el pasado. El cuarto era de techo alto, de teja, paredes de adobe con grandes ventanas, balcones de hierro y macetas llenas de flores. Al centro estaba una cama grande, de espaldar alto, de madera pulida y vieja. En la cama estaba un hombre, o lo que quedaba de él, tendido en el centro, apoyada media espalda y la cabeza en anchos almohadones blancos. Respiraba con dificultad y el oxígeno le llegaba desde un chimbo que estaba cerca de una de las mesitas de noche. Estaba delgado, la piel se pegaba a sus huesos y sus ojos, grises, coronados por dos anillos blancos, estaban hundidos en sus órbitas. Tenía el pelo blanco y, algo sorprendente, sonreía con sus dientes naturales, grandes y blancos.
Hizo una señal con una mano, en una de cuyas venas estaba un catéter, y el detective se sentó cerca de él.
“Perdone a mis hijos, señor –le dijo, con voz clara, aunque cansada–; solo tratan de proteger a su padre”.
“Entiendo, don Matías –respondió el detective–; gracias por recibirnos”.
“Ustedes vienen por lo de la muerte de mi yerno, ¿verdad?”
“Así es, don Matías”.
El señor tosió.
“Queremos hacerle unas preguntas”.
“No hay nada que preguntar, muchachos –lo interrumpió el anciano–; si están aquí es porque tienen claro el asunto… No hay que ser un Sherlock Holmes para saber quién y por qué castigó a ese maldito”.
Conforme hablaba, se cansaba más.
“El doctor le prohibió agitarse” –dijo una enfermera.
“Mija –le dijo él–, ya la vida no tiene sentido para mí…”
Dijo esto y, volviéndose hacia los detectives, agregó:
“Le pedí a Dios y al diablo que me permitieran llegar hasta el día en que ese malnacido saliera de la cárcel y uno de los dos me lo concedió… El maldito nunca supo quién pagó para que lo cuidaran en la cárcel, quién pagó sus medicinas cuando se enfermó y quién le hizo la vida más larga en la celda… Pero ahora se los voy a decir a ustedes. Lo hice yo porque deseaba que pagara su crimen cada uno de los días de estos últimos veintidós años… No quería que se muriera, quería matarlo yo, con mis propias manos; quería que me pagara con la suya la vida de mi muchacha, de mi Elena, que era la luz de mis ojos…”
Tosió una vez más y lloró. Sus hijos se adelantaron hacia él y él los detuvo levantando una mano cadavérica.
“Mandé a traerlo a la penitenciaría y me lo llevaron a La Talanquera… Le dije que lo mataba como castigo por la muerte de mi hija y él cobarde no dijo ni siquiera una palabra de arrepentimiento…”
Calló de pronto. Las lágrimas rodaban por sus mejillas marchitas.
“Yo quería que me dijera algo –dijo, a los pocos segundos–, que pidiera perdón, que mostrara arrepentimiento, pero lo único que mostró fue miedo, terror, pánico… Y lo maté con mis propias manos…”
El detective tosió.
“Don Matías –lo interrumpió–, sabemos que usted está postrado en cama desde hace seis meses, que no puede salir de la casa y que no puede valerse por sí mismo; es, y perdone que se lo diga, prácticamente imposible que usted haya matado a su yerno… Creo que usted ordenó el secuestro, que ordenó su asesinato, pero que fue otro el que haló del gatillo… Y no es bueno que me mienta”.
El anciano sonrió.
“Pues, eso es lo que diré, es mi confesión y no importa lo que usted crea…”
“Tal vez lo mató uno de sus hijos” –dijo el detective.
El anciano rugió.
“Lo maté yo” –dijo.
Estiró una mano, sacó de debajo de las almohadas un revólver del calibre .38, especial, y, antes de que alguien pudiera imaginar algo, hizo dos disparos al techo.
Era suficiente.
Los detectives se pusieron de pie.
Cuando informaron al fiscal, este quiso entrevistarse con el anciano. Cuando fue a visitarlo, le dijeron que había muerto esa misma mañana.
“Mi papá murió feliz –le dijo el mayor de los hijos al fiscal–; vivió solo para castigar al asesino de su hija… con su último suspiro. Ustedes no tienen nada que hacer aquí”.