TEGUCIGALPA, HONDURAS.-
MUERTE. Cuando sus padres murieron en un accidente, en la recta de Comayagua, Claudia quedó sola. Sus abuelos la “recogieron” y empezaron a criarla con ese amor maravilloso que solo nace del corazón de Dios, y del corazón de los abuelos. Doña Clara ya estaba entrada en años, y su esposo, don Jacinto, aun más. Sus otros dos hijos ya se habían casado, y vivían cada uno en su propio hogar. Así que la mayor alegría de los ancianos era Claudia, que apenas tenía seis años. Pero era muy lista, y muy amorosa.
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Un día, don Jacinto le dijo a su esposa que estaba pensando heredar en vida a sus dos hijos. Él estaba cansado, viejo y enfermo, y no quería que al final quedaran pleitos entre los hermanos. Doña Clara estuvo de acuerdo, y así se hizo. El padre llamó a sus hijos y les repartió lo que tenía. Tierras, cañeras, ganados, milpas, lagunas de tilapias, ovejas, camiones... en fin, todo. Y él quedó satisfecho. Sin embargo, pronto empezaron a aparecer las diferencias entre los hermanos. Al principio fueron solamente quejas.
“A vos te tocó la mejor parte de las tierras -le dijo Justino a Clemente-; como siempre has sido el favorito de la vieja”.
“No tratés así a mi mamá, hombre... Mostrá respeto”.
“¡Ah sí! Y ¿qué respeto me mostraron a mí? Me dieron los guamiles, donde no crece nada, y hay que secar esas lagunas...”
“Pero vos tenés agua del río...”
“Y con los animales hicieron lo mismo. A mí me dieron los más flacos...”
Y así, de discusión en discusión, llegó el día en que don Jacinto, al darse cuenta que había cometido un error, queriendo hacer lo correcto, se enfermó de tristeza y decepción, y, una mañana, amaneció muerto en su cama. El forense dijo que fue un ataque cardíaco. La gente decía que fueron los hijos los que lo mataron, por sus pleitos de todos los días. Claudia y doña Clara se quedaron solas.
Bien dicen que raíz de los males es la ambición al dinero; más bien, la avaricia por el dinero. Una noche, los hermanos, que ahora visitaban más la aldea donde estaban las propiedades, empezaron a discutir de nuevo, y de los insultos, pasaron a los golpes; y de los golpes, al cuchillo. Justino hirió en el pecho a su hermano, y escapó corriendo de la cantina. Pero de nada le sirvió. Lo capturaron en su casa. Pasó cinco años preso. Clemente se había salvado de milagro.
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Libre
Once años tenía Claudia, cuando vio que unos hombres malencarados llegaban a la casa de su abuela, buscando a Justino.
“No está aquí. Yo soy testigo de que no está aquí -les dijo la anciana-; ya días que no viene por estos lados. Desde que tiene ese pleito con su hermano...
”Los hombres no entendieron razones, y entraron a la casa a buscar a Justino. Pero no encontraron nada.
“Y ¿por qué es que buscan a mi hijo?” -les preguntó doña Clara.
“Ese maldito hijo suyo, desde que salió del presidio se ha dedicado a violar cipotas pobres y que no tienen quien las defienda. Ha violado a varias niñas que andan por estos lados vendiendo pan, melcochas y chucherías, y se equivocó por última vez porque me fregó a mi hija que venía sola de la escuela... Y desde ya se lo digo, doña Clara, prepárese porque va a enterrar a ese maldito”.
Justino
Después de cinco años en el presidio, Justino perdió a su mujer, que se le fue con otro; y en esos años le dio tres hijos. Unos gemelos, y una niña. Aparte de los tres que ya tenía con Justino. Éste, por supuesto, no era hombre que se quedaba así con las afrentas. Se cobraba lo que le hacían por las malas, y un día, flotando en el río Humuya, apareció el nuevo esposo de su mujer.
El forense dijo que se había ahogado. Solo Dios sabía la verdad. Justino recogió a sus hijos, y se los llevó para su finca. Allí empezaría una nueva vida. Hasta que se dio cuenta de algo que decía en el testamento.
Si uno de los hermanos moría, el otro se comprometía a trabajar la parte de la propiedad del muerto, hasta que los hijos estuvieran grandes y pudieran tomar posesión de lo que les correspondía por herencia de su abuelo.
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Doña Clara
Una noche, en la que la luna brillaba intensamente sobre las montañas, y en la que soplaba un viento fresco, doña Clara se acostó después de peinarle el pelo largo y sedoso a su nieta Claudia. Eran las siete de la noche. Pero no pudo dormir. En aquel momento escuchó disparos, y un grito. Era su hijo Clemente que gritaba pidiendo ayuda. Corría hacia la casa, y le pedía a su hermano Justino que no lo matara.
Salió doña Clara, justo en el momento en que Clemente llegaba a la puerta, y se puso frente a él, para protegerlo. Justino disparó tres veces, y las balas dieron en el pecho de su propia madre. Furioso como estaba, se acercó a ella, que agonizaba en un charco de sangre, y le disparó una vez más, en la cabeza. Clemente había desaparecido. Solamente Claudia estaba allí, viendo todo. Cuando Justino se fue, ella se tiró sobre el cuerpo de su abuela muerta, a llorar. Así la encontraron los vecinos.
“¿Viste quiénes fueron los asesinos?” -le preguntó la Policía a Claudia. Pero la niña, ya de once años, había enmudecido a causa de la impresión. Oía, pero no hablaba. El psiquiatra dijo que eso pasaría, tarde o temprano; pero había que esperar. Estaba en shock, a causa de lo que había visto.
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Claudia quedó sola, y fue llevada a un hogar para huérfanos del gobierno. Mientras tanto, la Policía buscaba a los criminales. Nadie sabía quién pudo haber matado a doña Clara. Y la única persona que había sido testigo de todo, no podía decir nada.
Un año pasó, y Claudia seguía igual. Justino y Clemente se reconciliaron, se repartieron las tierras a su gusto, y las empezaron a trabajar. Prosperaban, y Justino se consiguió una nueva esposa. Pero ya que de la ley de los hombres es fácil escaparse, es imposible huir de la ley de Dios.
Noche
La cantina estaba llena esa noche, la rockola funcionaba a todo volumen, y retumbaban las canciones de Vicente Fernández. Cervezas y guaro corrían como un río, y todo el mundo era feliz. En una mesa, estaban los dos hermanos, Justino y Clemente, con un litro de Yuscarán medio lleno, limones, sal y cacahuates.
Hablaban de todo, de los planes que tenían para hacer producir la hacienda; de la venta de tilapias, de que al hermano Justino se le había ocurrido criar cocodrilos para vendérselos a los Rosenthal, y así haría más dinero para criar reses para carne... Era un plan tras otro, y los hermanos habían olvidado los pleitos, y se llevaban muy bien, lo que admiraba a los vecinos que los conocían, y que echaban de menos a los ancianos que les habían dado la vida a aquel “par de engendros”, como les decía don Nicho, el más viejo de la aldea, y quien había trabajado de sol a sol con don Jacinto para hacer creer la propiedad y la heredad.
“Desde que se acompañaron, se fueron de la aldea y dejaron solos a los viejos -decía don Nicho-; ni siquiera venían a verlos, y los viejos pasaban solos, y tristes, con la nieta Claudia, nada más... Malos hijos es que fueron, y ahora se quedaron con todo...”Brindaban los hermanos con puro guaro, sin importarles nada lo que se pensara de ellos. Ahora eran ricos, y con sus planes, serían más ricos todavía. Pero de Dios nadie se puede burlar...
A la cantina llegó un grupo de hombres, cubiertos los rostros con pasamontañas. Llevaban fusiles y pistolas en las manos. Eran “como diez”. Se pararon frente a la mesa de los hermanos, y dispararon hasta que se les acabaron las balas. Medicina Forense recogió pedazos de los dos hermanos.
Cuando el ruido de los disparos terminó, uno de los hombres dijo, a manera de explicación:
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“Ese maldito de Justino violó a más de veinte niñas; y tenía que pagar. Además, él fue el que mató a la propia madre, a doña Clara, cuando la señora se puso al frente de su hijo Clemente para protegerlo. Y el muy maldito le disparó en la cabeza para rematarla... Eso lo sabemos bien nosotros, porque ya hicimos que hablara la niña, que lo vio todo. Por eso nos adelantamos, para que la Policía no se lleve a este par de bestias”.
Nota final
Era verdad. Claudia había recuperado el habla un día antes de la muerte de sus tíos. Tenía doce años. Hoy es toda una señorita que, a pesar de que un juez la nombró heredera de todas las tierras y de todos los bienes que un día fueron de sus abuelos, sigue triste.
Estudia en la Universidad, y espera hacer crecer la fortuna de don Jacinto y de doña Clara, los abuelos que tanto la querían, y a quienes ella ama con todo su corazón. La Policía nunca supo quienes mataron a los hermanos. O no les interesó averiguarlo.
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