Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres.
Parte 1/2
TEGUCIGALPA, HONDURAS.- La madrugada del 23 de diciembre de 1990 fue fría y húmeda; una brisa fina caía sobre Tegucigalpa y un manto de nubes grises cubría el cielo.
A pesar del espíritu festivo de la Noche Buena que se acercaba, la ciudad estaba vacía y silenciosa, sin embargo, cuatro hombres, más bien, cuatro muchachos, esperaban ansiosos mientras fumaban un cigarro tras otro en un cuarto de paredes bajas forradas de pósteres y afiches.
“La misión se completará en la mañana –decía uno de ellos–; no podemos arriesgarnos tanto”.
“¿Cuál riesgo, camarada Juan? –lo interrumpió un hombre de voz ronca y acento cantarín–. Todo está saliendo como lo planeamos… A las nueve, Honduras va a temblar. ¡Jamás van a olvidar esta Navidad!”.
El hombre al que llamaron Juan dudó.
“No sé –murmuró–; tengo mis dudas”.
“Si en tu entrenamiento te enseñaron a dudar –intervino un tercero–, no servís para esta lucha… La libertad de los pueblos se consigue con sangre”.
“Pero será sangre de inocentes, Marco –replicó Juan–, y mañana van a morir muchos niños”.
“Mirá, “chero” –intervino el del acento cantarín–, mil muertos en una Navidad serán un buen mensaje revolucionario, y lo mismo da niños, viejos, mujeres… Es la revolución”.
Siguió a esto un silencio pesado, mientras el cuarto hombre, callado, se afanaba sobre una mesa asegurando una mochila oscura.
La luz del bombillo estaba opacada por el humo de los cigarros, un humo que también olía a muerte…
“Así se hacen las revoluciones, camarada” –dijo, de pronto, el tercer hombre.
Llamada
Mientras esto sucedía, un teléfono negro repicó con insistencia en una oficina situada en el segundo piso del cuartel general del Batallón 3-16. Eran las dos y media, y, a pesar de estar de turno, los guardias dormían.
Sin embargo, un soldado entró corriendo a una oficina sencilla en la que dormitaba un hombre joven, alto, delgado y de facciones angulosas, vestido con uniforme militar.
“¡Mi teniente! –gritó–. Lo llama mi coronel… ¡Dice que es urgente y que cuenta tres para que se ponga al teléfono!”
El teniente se puso de pie de un salto, en pocas zancadas llegó a la oficina y tomó el teléfono.
“Mirá, Billy –le dijo una voz áspera y dominante–, en el G-2 se acaba de recibir una información delicada… Dicen que cuatro comandos terroristas pusieron bombas en dos o tres supermercados y las van a hacer estallar mañana, cuando la gente esté haciendo las compras de Navidad… Ponete en contacto con Inteligencia y movilizá a tu gente…”
“Entendido, mi coronel”.
“¡Ah, y de vos depende que la operación de los terroristas falle! Si explota una sola bomba y muere un solo inocente, te voy a mandar a la frontera para que te despellejen los guerrilleros del Farabundo. ¿Entendido?”.
“¡Entendido, señor!”
Billy Fernando Joya Améndola, teniente de Policía, comandante del Escuadrón Antibombas del Batallón 3-16, sudaba a mares, a pesar del frío que lo helaba todo a su alrededor.
Colgó el auricular y dio la primera orden.
“¡Qué preparen los Rayos X, el cañón de agua y que traigan los caninos! –dijo–. ¡Y quiero a todo el equipo aquí en quince minutos!”
Cámaras
El Jeep Toyota repleto de policías de la Fuerza de Seguridad Pública, Fusep, se detuvo con un chirrido de ruedas en el estacionamiento de Plaza Miraflores, frente al supermercado. Del Jeep saltó Billy Joya y saludó a un hombre entrado en años que lo esperaba, visiblemente ansioso, rodeado de guardias armados:
“Mi coronel –le dijo–, me dijeron que usted tiene información valiosa…”
“Pasá, Joya, y no perdás el tiempo… Vení para que veás lo que grabó la cámara de seguridad”.
Era una cámara antigua que estaba ubicada en la entrada, escondida bajo el alero del techo.
Los hombres llegaron hasta una oficina pequeña donde había varias pantallas de televisión. El coronel dio una orden y un empleado hizo correr una cinta.
“La cámara grabó diez horas seguidas –dijo este–, pero a eso de las ocho de la noche captó esto…”
En la pantalla, cruzada por varias líneas temblorosas, apareció la imagen de un hombre joven que llevaba una mochila en la espalda, y entraba acompañado de un niño de unos doce años. Pero aquello solo era la primera parte. Más adelante, el hombre salió del supermercado, seguido del niño, pero ya no llevaba la mochila, y caminaban con una prisa extraña.
“Por favor –dijo el teniente–, detenga la imagen”.
Esta se detuvo y la pantalla se llenó con un rostro que el policía reconoció en el acto.
“¡Lo conocemos! –exclamó–. Este es un militante izquierdista de un frente estudiantil”.
“Una llamada anónima me dijo que habían puesto una bomba en el supermercado –intervino el coronel–, y dijo, también, que iba a explotar a las nueve de la mañana, cuando el negocio se llenara con gente que viniera a hacer las compras de Navidad…”.
“¿Qué más le dijeron?”
“Que habían puesto bombas en más supermercados en toda Tegucigalpa”.
DIN
El teniente salió al estacionamiento. Estaba lleno de policías. Varios sujetaban de largas correas a tres perros que se movían inquietos.
“Los caninos están listos, mi teniente” –anunció un sargento.
Billy Joya miró su reloj de pulsera.
“Son las tres de la mañana –dijo–. Tenemos tiempo. ¿Dónde está la gente del DIN y los de Inteligencia?”
“A la orden, señor”.
“Vas a ver a un hombre en una pantalla, te vas a ir al archivo y con un equipo de capturas, te vas a ir a buscarlo… ¿Entendido?”
“Entendido, señor”.
El hombre no tardó en salir de la salita de monitoreo, se subió a un Jeep, y desapareció.
“¿Listos los caninos?” –preguntó el teniente.
“Listos, señor”.
“Que salga todo el mundo… Entran los guías y los perros, y vos, vos y vos, vengan conmigo…”.
Los perros
Cuando los guías les dieron la orden, los perros saltaron hacia adelante, agitaron las orejas, y se metieron en el supermercado, olfateando cada lugar que el guía tocaba.
“Vamos, Ziggy –decía uno de los guías–; busca, perrita; vamos”.
Detrás de ellos, Billy Joya y los tres agentes trataban de no perderlos de vista.
Los perros, arrastrando a los guías por las correas, se separaron al llegar a las góndolas llenas de productos. Al frente, brillaban las luces de Navidad y un árbol gigante lanzaba reflejos intermitentes en todas direcciones. Más allá, el local estaba solitario, agitado solo por los gruñidos de los perros que arrastraban la nariz en todas direcciones, limpiando el piso con las largas orejas.
“Qué no se suelten los perros o se comen toda la carne del supermercado” –gritó el teniente.
La tensión en el interior podía palparse. El frío era intenso, pero los hombres sudaban, mientras los perros olfateaban cada centímetro cuadrado del lugar. Afuera, la noche avanzaba y se acercaba el día. Pero a eso de las tres y media de la mañana, uno de los agentes llamó la atención del teniente.
“Mi teniente –dijo–, Ziggy ha encontrado algo”.
Al fondo del supermercado, frente a una góndola llena de cepillos y pastas dentales, jabones y champús, cremas y desodorantes, uno de los perros se había detenido, se había sentado sobre las patas traseras, estaba paralizado y veía directamente a los ojos a su guía. Había encontrado algo y esperaba su premio.
“Ziggy encontró la mochila, mi teniente” –anunció el guía, llevándose la mano hacia atrás mientras la perrita movía la cola con alegría.
“Excelente trabajo, Ziggy”, dijo Billy Joya, y agregó:– Soltala y dale su premio”.
El guía dio dos pasos hacia atrás, soltó a Ziggy y lanzó por el pasillo una toalla pequeña, enrollada en forma de hueso, sobre la que Ziggy saltó más que feliz. Era el premio que esperaba.
Hallazgo
En la parte de abajo del anaquel, escondido entre altos botes de champú, estaba una mochila negra, larga y que abultaba unos quince centímetros.
“Rápido –ordenó el teniente–, los Rayos X”.
Un agente retiró a Ziggy, otro se puso de rodillas frente a la mochila, apartó despacio los botes de champú, y dijo:
“Huele a explosivo de aluminio, mi teniente”.
“¿Estás seguro?”
“Y son unas siete libras, cuando menos –respondió el agente–, lo suficiente para volar el súper en pedazos y matar a todo el que esté en un radio de quince a veinte metros”.
Billy Joya miró hacia la entrada.
“Hubiera sido una matancina”.
“Así es, señor”.
“¿Qué pasa con los Rayos X?” –gritó el teniente.
Dos hombres aparecieron corriendo por el pasillo. Entre los dos, llevaban una máquina extraña, formada por un cajón, una cámara y dos planchas pesadas de acero. Otro llevaba una bolsa ancha en una mano. Era la máquina de Rayos X, una parte del equipo del Escuadrón Antibombas que acababa de regalarle al Batallón 3-16 el gobierno de Estados Unidos.
“La plancha atrás de la mochila –ordenó el teniente–; rápido…”.
Un hombre dio la vuelta al pasillo y se puso al otro lado de la góndola, justo detrás de la mochila. Los otros dos prepararon la cámara.
“¡Listos!” –dijo uno, de repente.
“¡Cuidado con los blanquillos!” –exclamó otro.
“¡Voy a disparar el rayo!” –dijo el tercero.
Un silbido agudo se escuchó por una fracción de segundo.
“Listo –dijo el operador de la cámara–. ¡Vamos a la reveladora!”
El ancho negativo salió a la luz; un hombre lo levantó sobre su cabeza. La imagen era clara.
“Es una bomba de tiempo, mi teniente –dijo el hombre–; tiene dos relojes de pulsera conectados con alambres al explosivo”.
“¿Puede moverse?”
“Es mejor que tratemos de desactivarla aquí mismo, señor; si la movemos, podría activarse una chispa de las baterías de los relojes y la haría explotar… Y mañana nos recogerían los bomberos con cucharas…”
“¡Cero bromas, recluta!”
“¿Sabe lo que sería capaz de hacer esta bomba, mi teniente?” –le preguntó el agente, sin inmutarse.
“¿De qué tipo es?”
“Está hecha de polvo de aluminio, señor. La forma es compacta, y no me parece que sea de dinamita ni de C-4… Y tiene dos relojes… Se ven claros en la radiografía…”
“¡Qué traigan el cañón de agua!”
La bomba
El cañón de agua era una especie de tubo ancho que terminaba en una boquilla fina, casi como la punta de un lápiz. Estaba unido a una bomba y se llenaba de agua que, lanzada a presión, cortaba todo lo que tocara con el filo de un bisturí. Era usada para abrir envoltorios sospechosos de portar explosivos, y se usaba, además, para desactivar bombas con seguridad porque el agua no transmite electricidad y apaga cualquier chispa que se pueda producir al momento de atacar con el chorro el explosivo, evitando así la detonación.
Billy Joya dio la orden y un sonido molesto llenó el espacio; de la boquilla salió un chorro de agua blanco y brillante, que se estrelló contra la parte alta de la mochila.
La tensión aumentaba con cada segundo. Si algo salía mal, la bomba explotaría, y los bomberos y sus cucharas tendrían mucho trabajo al día siguiente.
En un momento, la tela de la mochila se abrió.
“¡Luz! –gritó el operador de la bomba–. ¡Más luz sobre la mochila!”
Miles de gotas de agua saltaban en todas direcciones.
De pronto, un paquete claro quedó al descubierto.
“Son dos relojes” –dijo el operador.
“Retírese, mi teniente –agregó otro–; si el agua no corta uno de los alambres en un momento más, la bomba va a explotar”.
“¡Más trabajo y menos plática, recluta!” –gritó Billy Joya.
Un alambre azul se partió en dos.
“Desconectado uno”.
Un alambre rojo resistió un poco pero, al fin, cedió.
“Desactivada, señor” –gritó el operador.
Billy Joya suspiró, se secó el sudor de la frente, y ordenó:
“Alto a la bomba”.
La bomba de agua se apagó.
Un miembro del Escuadrón se puso de rodillas frente a la mochila, con mano firme, cortó los otros dos alambres, sacó del interior el paquete claro y lo puso en el suelo, casi dejándolo caer.
“Polvo de aluminio, mi teniente –le dijo al comandante–; al menos siete libras…”
“Hubiera matado unas trescientas personas, señor” –dijo un sargento.
En ese momento, un agente vestido de civil se acercó a Billy Joya.
“Mi teniente –le dijo–, capturamos al hombre del supermercado… Es un estudiante…”
“Ya sé… ¿Dónde lo tienen?”
“Lo llevan para Casamata, señor. Orden de mi general…”.
“Okey” –dijo Billy Joya, interrumpiéndolo.
Acababa de decir esto el teniente, cuando un policía se le acercó para decirle:
“Comandante, afuera están dos jueces… Uno del Juzgado de Paz de Tegucigalpa, que se llama Gonzalo Sánchez, y el otro del Juzgado de Letras de lo Penal, que dice que se llama Jesús Martínez Suazo”.
“¿Qué desean?”
“Tienen órdenes de dar seguimiento al caso, señor, y de interrogar a los detenidos…”
“Excelente”.
Más
La primera bomba había sido desactivada, pero Inteligencia dijo que eran varias las bombas que habían colocado los terroristas. Y explotarían en apenas cuatro horas más, cuando los supermercados estuvieran llenos de compradores… el día de Navidad de 1990.
“¿Y ahora qué hacemos, mi teniente?” –le preguntó a Billy Joya uno de sus subalternos.
“Vamos al Supermercado La Colonia Número 1, a Todos, en el centro, y Su Casa, en Los Castaños”.
“¡A la orden, señor!”
Un hombre, vestido con elegante sencillez se acercó al teniente:
“Soy el juez de Paz, Gonzalo Sánchez –le dijo–, y él es el juez Martínez Suazo, de lo Penal… Vamos a dirigir las entrevistas a los detenidos… si es que hay”.
“Tenemos uno, abogado –respondió Billy Joya–; el que puso la bomba en este súper… ¡Vengan conmigo!”
“¿Qué tipo de bomba era esta? –preguntó Gonzalo.
“Una que hubiera matado a mucha gente, abogado”.
“¿Quiénes son los responsables, teniente?”
“Los ‘Cinchoneros’ –respondió Billy Joya–, el Frente Morazanista y gente del Frente Farabundo Martí de El Salvador”.
Continuará la próxima semana