Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
Era la madrugada de un domingo frío y solitario. La mujer, con una escoba en las manos, barría la orilla de la calle con la cabeza baja, mientras su compañera, varios pasos atrás, recogía la basura y la depositaba en una carreta que más parecía una chatarra.
Las ratas, unas más grandes que un gato, iban y venían saltando de las montañas de desperdicios a las alcantarillas, corriendo por las cunetas y cruzando la calle en medio de horribles chillidos. La mujer, tal vez por costumbre, parecía no fijarse en ellas, sin embargo, al acercarse a un contenedor, del que se desbordaba la basura, algo llamó su atención. Un grupo de ratas escarbaba detrás del contenedor, haciendo un ruido extraño. La mujer, con la escoba como una lanza, se acercó un poco más.
Estaba oscuro y el reflejo de la lámpara de un poste cercano, lanzaba un reflejo débil que en nada ayudaba a los ojos cansados de la mujer. Por eso, dio dos pasos más y, de repente, dio un grito, un alarido que la hizo retroceder aterrorizada. Cuando cayó sobre un colchón de basura apestosa, se revolvió gritando con más fuerza, llamando a su compañera y diciendo desde el fondo de su pecho:
“¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¡Las ratas se están comiendo a un muerto! ¡Se lo están comiendo!”
Su compañera, que se había acercado a ayudarle, se detuvo por un instante. A lo lejos, aparecieron las luces altas de un carro que venía a toda velocidad.
“Miralo, allí atrás –dijo la mujer, ya puesta en pie–; allí hay dos pies… Fijate bien”.
La otra mujer se acercó, el carro pasó cerca de ellas, pero antes lanzó un haz de luz sobre aquel lugar. Y la mujer lo vio bien.
“¡Es un hombre! –gritó–. Y está lleno de sangre”.
“Hay que espantarle las ratas” –dijo su compañera, reponiéndose del susto.
“¿Y quién las va a espantar?”
“Dales con el palo de la escoba”.
“¿Y si se me tiran encima? ¡No, mamita; si querés espantalas vos! Yo le voy a hablar al supervisor.
Este no tardó en contestar. Cuando llegó, acompañado por dos hombres más, alumbró el cuerpo con una linterna. Y allí estaba, tirado boca arriba, sobre los desperdicios, bañado en sangre y con una parte de la cabeza deshecha. Las ratas habían vaciado el cráneo.
“Hay que llamar a la Policía” –dijo.
Víctima
Era un hombre de unos cuarenta años, no muy alto, delgado, de piel trigueña, pelo largo, bigote grueso y barba de unos quince días. No llevaba documentos y uno de los agentes de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) dijo que le tomarían las huellas digitales en la morgue para saber quién era.
Por lo pronto, se podía suponer que se trataba de un indigente, tal vez un enfermo alcohólico, y, en opinión del médico forense, la causa de muerte fue atropellamiento.
“Tiene un golpe fuerte en la cabeza –dijo–, que le partió el cráneo en dos, y no fue provocado por algún objeto contundente. Además, tiene fracturas en el brazo derecho, en la pierna derecha, en el lado derecho de la pelvis y tiene golpes severos en el tórax”.
“¿Qué cree usted que pasó, doctor?” –le preguntó el detective.
“Creo que iba cruzando la calle, no se dio cuenta que venía hacia él un carro a toda velocidad, y este lo atropelló, lanzándolo lejos del lugar del impacto… Debió sufrir graves golpes internos porque se desangró casi hasta la última gota…”
Siguió a esto un momento de silencio.
“Y, ¿cómo es que llegó hasta aquí, doctor? No creo que haya llegado hasta este lugar por su propia cuenta”.
“Es imposible –respondió el médico–; lo más seguro es que el que lo atropelló se detuvo para ver si lo había matado, y al darse cuenta de que el hombre agonizaba, lo arrastró hasta aquí y lo escondió…”.
“¿Con qué propósito, doctor? –replicó el agente–. Si el que lo atropelló se dio cuenta de que su víctima agonizaba, lo más lógico sería dejarlo ahí y escapar, ya que iba a escapar de todos modos…”.
“Eso es lo que usted hubiera hecho, imagino”.
“Así actúa la gente, doctor”.
“Sí; es cierto. Se dan casos, pero, a lo mejor, el hombre, o quien sea el que lo atropelló, quiso ver si este señor podía salvarse… Tal vez por eso se bajó”.
“Es posible…”.
El detective se quedó pensando por largos segundos mientras los técnicos de inspecciones oculares revisaban el lugar.
“Pero, ¿por qué esconderlo aquí? ¿Para qué se tomó semejante molestia, corriendo el riesgo de que viniera algún carro y lo vieran? No entiendo”.
El forense no dijo nada. Movía el cuerpo con cierta dificultad.
“Las ratas le comieron casi todo el cerebro –dijo–, al menos, lo que quedaba en la caja craneana cuando lo tiraron aquí… Creo que si sus muchachos investigan un poco en la calle, hacia arriba y hacia abajo, van a encontrar sangre y, tal vez, restos de masa encefálica”.
“Eso vamos a hacer, doctor”.
“Fue un golpe horrible –añadió el médico–; el carro debe ser alto, y venía a más de cien kilómetros por hora”.
El agente de la DNIC tomaba nota.
“¿Hace cuánto cree usted que sucedió, doctor?” –preguntó.
El forense se tomó algunos segundos antes de responder.
“Creo que entre once de la noche y una de la madrugada… Tiene, al menos, tres horas de muerto”.
Hizo una pausa, vio la espalda de la víctima, y dijo:
“Lo arrastraron agarrándolo de los pies… La camisa se deshizo en el pavimento. Creo que los técnicos también van a encontrar restos de ropa en la calle”.
Rastros
No fue difícil comprobar las suposiciones del doctor. A unos diez o doce metros del contenedor de basura se encontraron manchas de sangre, una de ellas, ancha y deforme, de unos cincuenta centímetros. A partir de ahí, una línea roja subía hacia el contenedor; era ancha y, por momentos, se cortaba para convertirse en un hilo punteado.
“¿Qué opina, doctor?” –preguntó el detective.
“Aquí fue donde cayó la víctima –respondió el médico, viendo la primera mancha de sangre–, después de volar unos cuantos metros a causa del golpe; hay que buscar más abajo el sitio del impacto”.
En ese momento, uno de los agentes informó algo:
“Hay huellas de llantas en el pavimento –dijo–. El chofer frenó con fuerza a unos veinte metros de aquí, y tardó en detenerse”.
Las huellas eran claras. Estaban marcadas en negro sobre la calle.
“Entonces –dijo el primer detective–, al darse cuenta de lo que había pasado, retrocedió, se bajó, vio que el hombre agonizaba, y lo arrastró diez o doce metros, para esconderlo detrás del basurero”.
“Así parece”.
“Luego, se fue…”.
“Así parece”.
El forense sonrió con malicia.
Restos
A unos veinte metros del contenedor, y a poco más de diez de la primera mancha de sangre, los técnicos de inspecciones oculares encontraron pedazos de plástico de color blanco y amarillo. Y había también pedazos de vidrio transparente.
“Este es el lugar del impacto –dijo el detective–, pero es extraño que hayan pocos restos de la vía y del foco del carro…”.
“Lo más seguro es que tiene mataburro -intervino un agente-; imagino que si el golpe fue tan fuerte, el carro debió sufrir graves daños, y tal vez no hubiera quedado en condiciones de seguir, pero si tiene un mataburros sólido, el daño fue menor…”.
“Excelente deducción”.
“¿Qué vamos a hacer ahora?”.
“Buscar al chofer asesino”.
“¿Buscarlo? ¿Y cómo va a ser eso? No hay testigos, la víctima es desconocida, no tenemos indicios… ¿A quién le va a importar la muerte de un hombre como ese?”.
“A mí –dijo el detective a cargo del reconocimiento–. A mí me interesa”.
“Vas a perder el tiempo”.
“Tal vez… Tal vez, pero la víctima, por muy basura humana que te parezca, merece que se le haga justicia, o que al menos lo intentemos; y a vos y a mí para eso nos pagan”.
El otro no dijo nada.
“Podés irte cuando mejor te parezca” –le dijo su compañero.
“¿Qué vas a hacer?”.
“Mi trabajo; solo eso”.
Se apartó de su compañero y empezó a caminar con la vista al cielo. Todo estaba oscuro, pero él buscaba algo con insistencia.
Ojos
Caminó hacia arriba, más de cincuenta metros, viendo ahora hacia los lados, pero dio media vuelta y regresó sobre sus pasos. Se detuvo un momento frente al contenedor, y vio que los empleados de la morgue subían el cuerpo a un carro. Caminó despacio, bajando y viendo hacia arriba y en ambas direcciones. Poco a poco aumentaba el tráfico de vehículos y más allá, atrás de él el mercado El Mayoreo despertaba. Faltaba mucho todavía para que amaneciera.
“¿Qué buscás?” –le preguntó al agente uno de sus compañeros.
“Ojos en el cielo” –le respondió.
“¿Qué?”
“Cámaras de vigilancia; cámaras de seguridad… Si hay una cerca de la escena del crimen, el chofer asesino puede ir preparándose para pagar su delito”.
“Bueno –le dijo su compañero, con acento de burla–, y si es que la cámara funciona”.
“¡Hombre de poca fe!” –exclamó el otro.
Pasó cerca del sitio del impacto, avanzó unos metros y, de repente, dio un grito.
“Allí” –dijo, señalando hacia adelante.
A unos diez metros de él, bajo la luz de un poste, vio dos cámaras de seguridad; una en un negocio de repuestos, la segunda, en un edificio del frente.
“¿Y las cámaras de Ciudades Inteligentes?” –le preguntó su compañero.
“Ya las van a poner. –contestó–. No hay que perder la fe”.
Ayuda
A eso de las nueve de la mañana, el detective entró a la casa de repuestos. Habló con el dueño y este se ofreció a ayudarle. Cuando empezó a correr el video, varias escenas pasaron ante los ojos del detective. Borrachos, grupos de jóvenes que reían y bromeaban entre ellos, prostitutas, perros con comida en el hocico, carros de todo tipo…
“¿Lo va a ver todo o lo adelanto? –le preguntó el dueño al detective.
“Quisiera verlo todo –dijo este–, pero si puede ponerlo después de las diez, me ayudaría mucho”.
No había mucho que ver, y el dueño lo adelantó un poco más. Después de las once, la calle quedó sola. Un carro pasaba cada cierto tiempo, y se veía uno que otro caminante que parecía no tener prisa.
A las once y veinticinco minutos con trece segundos, apareció en la pantalla un hombre, en claro estado de ebriedad. Caminaba despacio, tambaléandose, con una bolsa de papel en una mano.
“¡Es él! –gritó el detective–. Es la víctima.
El hombre llegó al centro de la calle. De pronto, giró la cabeza hacia la izquierda, un resplandor lo iluminó por completo y, en menos de un segundo, salió volando por el aire, girando sobre sí mismo. Un pick-up blanco, alto y de llantas gruesas, lo golpeó con fuerza. Se vio cómo el carro trató de esquivarlo, cómo se alejó del lugar del impacto a toda velocidad, cómo dio un salto al pasar sobre el cuerpo, y, al fin, se le vio detenerse unos veinte metros más allá. Luego, retrocedió, se detuvo cerca de la víctima y una puerta se abrió. Pero en este punto no se podía reconocer a nadie. Estaba oscuro y la cámara, aunque de alta resolución, solo grabó las sombras, iluminadas débilmente por las luces de posición traseras del pick-up.
“Allí se agacha sobre el hombre” –dijo el detective.
“Y allí lo arrastra –agregó el dueño–. Si es estúpido ese hombre…”.
“Mejor le hubiera ido si se entrega –comentó el detective–; este video le hubiera ayudado mucho”.
“Pero ahora va a tener serios problemas” –dijo el otro.
“Retrocédalo, por favor” –pidió el agente, más tranquilo, sacando de un bolsillo su libreta de notas y un lápiz.
El video retrocedió.
“Allí –exclamó el policía–; auméntelo, por favor”.
Aunque borrosos, los números de la placa trasera eran legibles.
“Voy a necesitar el video” –dijo, después, el detective.
“Lléveselo; no hay problema”.
Visita
A las once de la mañana, cinco policías entraron a un ascensor y subieron a un noveno piso; caminaron por un pasillo estrecho, cruzaron frente a varias puertas y se detuvieron delante de una en la que estaba una placa con un nombre, una profesión y el horario de servicio. Les abrió una mujer alta y bonita.
“Somos la Policía –le dijo el detective, con los ojos rojos a causa del cansancio y la falta de sueño–; buscamos al señor Gutiérrez, Saúl Gutiérrez del Cid”. Los policías entraron a la oficina. Detrás de una pared de vidrio, un hombre alto, blanco, maduro y vestido con camisa blanca y corbata, se puso de pie detrás de un escritorio. La puerta de vidrio se abrió.
“Señor Gutiérrez –le dijo el detective–, queda usted detenido por suponerlo responsable del delito de homicidio… Tiene derecho a guardar silencio…”.
Un agente le puso las esposas.
“Yo no tuve la culpa –dijo el detenido–; él se cruzó… Yo iba para mi casa”.
“Le recuerdo, señor –lo interrumpió el policía–, que todo lo que diga podría y será usado en su contra en un juicio… ¿Me entiende?”.
Nota final
El señor Gutiérrez sigue en la penitenciaría. Se le acusa de homicidio, de posesión ilegal de armas, de posesión de droga, de posesión de vehículo robado… El carro se quemó hace unos meses en el predio de la DPI, en el anillo periférico…