Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Veinte años después

Largo es el brazo de la justicia
23.01.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Madre. A doña Ligia le avisaron que su hijo Juan estaba muerto, y que preparara la casa, porque ya llevaban su cuerpo. Fue un golpe terrible para la señora, que se desmayó, con el corazón destrozado.

Cuando el cadáver de su hijo llegó a Ojojona, ella había envejecido mucho. Si el amor de una madre por sus hijos es algo que tal vez solo Dios puede explicar, el dolor de una madre por la muerte de un hijo es algo que tal vez solo Dios puede consolar. Doña Ligia no podía creerlo. Estaba en una pesadilla que, por desgracia, era real. Ante sus ojos desesperados estaba el cuerpo de Juan, aquel pedazo de su carne que llevó en su vientre nueve meses, al que parió con dolor y creció con amor, y al que amaba más de lo que se amaba a sí misma. Y estaba muerto, muerto, y nadie podía decirle por qué…

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“No sé qué fue lo que pasó -decía la esposa-; no sé… Apareció muerto en la cama… No se levantó temprano para ir a trabajar, como todos los días, y a mí me extrañó que siguiera durmiendo, y más cuando sabía que yo me levantaba a hacerle el desayuno”.

“¿Lo llevaron a la morgue para que le hicieran la autopsia?”
“No. Me dijeron que no era necesario. Con mis vecinos le compramos el ataúd y lo trajimos para acá”.
“Entonces, ¿cómo vamos a saber de qué murió Juan?”
“No sé nada de eso. La gente se muere, y ¿para qué saber de qué se murió? La muerte llega cuando tiene que llegar”.

La mujer tenía razón. Se limpió las lágrimas que rodaban por sus mejillas y vio a su suegra, que moría a cada segundo, desgarrada por dentro, renegando hasta de la voluntad de Dios.
A su lado estaban sus hijas, las tres hijas que había tenido con el papá de Juan, “el hombre al que adoró desde que lo vio por primera vez en aquella fiesta en las caleras”. Y estaban también sus hermanos, sus vecinos y muchos curiosos.

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La noche que siguió fue eterna, porque eterno es el dolor para una madre que pierde lo que más ama en la vida, y como nada se ama como se ama a los hijos, el dolor de doña Ligia llegaba al cielo, aunque el cielo no se conmovía.

Al amanecer le dijeron que ya estaba abierta la sepultura, y que “como Juancito había muerto en la mañana, o tal vez en la madrugada del día anterior, pues era mejor que lo enterraran temprano, antes de que empezara a reventarse”. Y para muestra, ya empezaba a salirle por la nariz y por los oídos un líquido verdoso, señal de que se pudría por dentro.
“Está bien -dijo doña Ligia-; a las diez lo vamos a llevar a la iglesia, para la misa, y después lo vamos a enterrar, allí, cerca de donde está el papá y donde quiero que me entierren a mí cuando me llegue la hora, que ya no ha de estar lejos”.

EL ENTIERRO

¿Qué hay que sea más doloroso que ver a una madre sobre el ataúd de su hijo muerto? ¿Alguien podría describir tristeza más grande?

Doña Ligia gritaba, se tiraba al suelo, lloraba y le reclamaba a Dios…
“¡Me hubieras llevado a mí, Dios del cielo! ¡Yo te doy mi vida por la de mi hijo! ¡Matame a mí, Señor, pero no te llevés a mi Juan! ¿Por qué me has hecho este daño? ¿Por qué, Señor, si vos sos bueno?”.

Y los que todavía no habían llorado, lloraron al ver la desesperación de aquella mujer, que era ahora una muerta en vida.

Lo peor vino cuando el ataúd bajó a la fosa. Ella quiso saltar adentro. Y cuando al ataúd lo cubrió la tierra, ella quiso quedarse en el cementerio, tirada sobre el suelo húmedo, cuidando por última vez al hijo de sus entrañas.

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“Te fuiste, hijo -le decía-, te fuiste y me dejaste destrozada. Te amo, hijo, te amo; y te voy a amar hasta el último de mis días. ¿Por qué Dios es tan cruel? ¿Por qué no me mató a mí?”
Y sus hijas la levantaron del suelo, y sus ojos llenos de lágrimas vieron la tumba una vez más, la tumba en la que se quedaba su propio corazón, junto al corazón muerto de su hijo.
“Mi mamá no volvió a ser la misma -dice Nina, su hija menor-; aunque trató de reponerse y de llevar su vida, ese dolor no se lo quita nadie del corazón. Y yo la entiendo, porque a un hijo se le ama más que a la vida misma, más que al propio Dios”.

EL NIETO

Tenía Julio seis años cuando la viuda de Juan llegó a Ojojona para decirle a doña Ligia: “Me voy mojada para Estados Unidos y quiero dejarle al niño. Es su nieto, y es la viva foto de Juan”.

Y doña Ligia abrazó a su nieto y lo amó con el mismo amor que a su hijo Juan.
Su nuera desapareció por tres largos meses, hasta que un día le dijeron que vivía en la colonia San Miguel de Tegucigalpa, con otro hombre, y que hasta estaba embarazada. Doña Ligia, que ya no tenía sentimientos en su corazón, no sintió nada.

“A mí eso no se me hace normal, mamá -le dijo una de sus hijas-; para mí que desde que Juan estaba vivo esa mujer ya se entendía con ese hombre. Y si ni tres meses han pasado de la muerte de mi hermano, es que esa mujer ya estaba preñada, y no era de Juan…”
“Hija, dejale a Dios el castigo, si es que Dios tiene algo que castigar”.
Entonces, Julio, el niño, que escuchaba aquella conversación, se puso a llorar.
“Mi mamá no es buena -dijo-; mi mamá no es buena”.
Y saltando casi de la silla, salió corriendo de la sala y se encerró en su cuarto. No dijo nada más. Solo lloró hasta que se le secó el corazón y se quedó dormido.

FECHA

El día en que Juan cumplió veinte años de muerto, su hijo Julio llevó del brazo a su abuela Ligia al cementerio a ponerle flores a la tumba de su padre. Era Julio todo un hombre. Alto, delgado y de buena presencia. Se había graduado en la universidad como microbiólogo y trabajaba para sostenerse a sí mismo y para devolverle aunque fuera un poco de lo que le dio su abuela. Doña Ligia, a sus setenta y seis años, peinaba canas, sus arrugas eran muestra de los pesares que llevaba en su pecho y se notaba cansada y sin ganar de vivir.
“Quiero decirle algo, abuela” -le dijo su nieto.
“¿Qué es, mijo?”
“Voy a averiguar qué fue lo que pasó con mi papá”.
“No te entiendo”.
“Mi papá no se murió por casualidad, abuela -aseguró Julio-; yo sé que a mi papá lo mataron. Yo veía cuando se peleaba con mi mamá, y ella agarraba un cuchillo y se le iba encima con ganas de matarlo. Y mi papá solo se defendía, y seguía con ella porque la quería. Y yo sé que mi mamá se entendía con ese señor con el que vive, y que ese señor trabajaba en una tienda agropecuaria… Un día le llevó un veneno para los ratones, y yo no olvido que le dijo: tené cuidado, porque es arsénico”.
Doña Ligia lo miró con ojos angustiados.
“¿Por qué no dijiste eso antes?”
“Era solo un niño, abuela. ¿Quién me iba a creer?”
“Yo, hijo”.
“Pero ahora soy un hombre, y voy a averiguar qué fue lo que pasó con mi papá”.

HUESOS

Ciertamente, la vida del hombre es como el humo. Nada queda de él después de su muerte, más que los recuerdos de los que lo amaron y sus huesos en la tierra.
Julio hizo una denuncia en el Ministerio Público, y el fiscal, un amigo suyo, tomó el caso. Solicitó la exhumación del cuerpo de Juan, y ese día los huesos de aquel pedazo de su vida quedaron ante los ojos llorosos de doña Ligia.
“Hijo de mi corazón” -dijo.
“Ahora le vamos a hacer justicia” -la consoló su nieto.
“Yo no sé lo que vas a hacer, hijo, pero hacé lo que tengás que hacer; y si a mi hijo lo mataron, quiero vivir para ver el día en que se castigue a los culpables”.

LABORATORIO

Mucho ha avanzado la Policía de Investigación Criminal de Honduras, y aunque queda mucho camino por recorrer, se la considera una de las mejores policías científicas de América Latina.
“Vamos a esperar -le dijo el fiscal a Julio-; van a tardar, pero si hay arsénico en los huesos de tu papá, lo van a encontrar”.
“Mi mamá es una mala mujer” -dijo Julio, como si hablara consigo mismo.
“Vamos a esperar… Si es culpable, va a pagar su delito; te lo aseguro”.
Diez días esperaron los resultados.
“Hicimos muchas pruebas -le dijeron al fiscal-, pero encontramos arsénico en cantidades mayores a lo normal. A este hombre lo envenenaron con una fuerte dosis de arsénico”.
“¿Estás seguro?”
“Cien por ciento”.
El fiscal sonrió. Esa misma tarde se presentó ante el juez. Y el juez emitió dos órdenes de captura.
“Voy a pedirles a unos amigos de la DPI que ejecuten esta orden mañana temprano, justo a las seis de la mañana, para agarrarlos a los dos”.

PAGO

Era una mañana gris, había llovido la noche anterior y hacía frío, a pesar de que el sol ya asomaba nítidamente en el cielo. Los agentes de la DPI rodearon la casa, uno de ellos tocó la puerta y dijo: “¡Ábranle a la policía!”
Y la puerta se abrió, lo mismo que si hubiera dicho “¡ábrete sésamo!”, y ante ellos apareció una mujer delgada, llena de ojeras, despeinada y en cuyo rostro se notaba una vieja pena. Detrás de ella estaba un hombre que se apoyaba en un bastón. Tenía los dedos torcidos a causa de una artritis severa y los pocos pelos que quedaban en su cabeza eran blancos e hirsutos.
“Tenemos una orden de captura…”
La mujer dio un grito. El hombre se dejó caer en un sillón.
“Yo sabía que teníamos que pagar esa muerte -dijo-; yo lo sabía”.
“Fue idea tuya”.
“Vos le diste el veneno”.
El fiscal sonrió. Desde un carro con los vidrios polarizados, Julio veía cómo se llevaban a su madre y a su padrastro, y cómo su hermana, su única hermana, lloraba.
“Papá -dijo-, ya has sido vengado. Ahora me puedo morir en paz”.
Julio murió de cáncer de estómago seis meses después de la captura de su mamá. Está enterrado junto a su padre.
¿Juega Dios a los dados en el universo?