La reciente guerra entre Rusia y Georgia, tras un ataque de esta última exrepública soviética contra las regiones separatistas de Abjasia y Osetia del Sur, ha vuelto a revelar, a las claras, la fragilidad de nuestro orden internacional.
Rusia, que quizá atacó de una forma desproporcionada a Georgia, ya advirtió de que Occidente no puede tener un doble rasero; es decir, habiendo reconocido la independencia de Kosovo, carecía de legitimidad para impedir el reconocimiento de Osetia del Sur y Abjasia como “Estados independientes”, en una clara afrenta a Georgia, que se veía privada de la integridad territorial, y a un ordenamiento internacional que ya se había vulnerado con el errático reconocimiento de la independencia unilateral de Kosovo.
NúMEROS DE LA CRISIS
La situación actual de Kosovo no puede ser peor. Con un 60% de paro, un 95% de los productos que se consumen son importados, y una economía controlada por los contrabandistas y los narcotraficantes, Kosovo es hoy una tierra sin esperanza para casi todos, también para los albanokosovares. Recientemente, en una de esas centenares de inútiles visitas organizadas por las instituciones internacionales presentes en la zona, una diputada
británica, Alice Mahon, cansada y hastiada de tanta mentira, concluyó al final de su viaje que Kosovo es un “Estado mafioso monoétnico”, acusando a la comunidad internacional y a los radicales albanokosovares de haber convertido a la región en el reino de la impunidad y de la delincuencia organizada. Por fin alguien tenía la valentía de decir en voz alta lo que todos callaban desde hacía años.
Además, Kosovo por sí mismo, tal y como han demostrado recientes estudios, es inviable económicamente, como bien saben UNMIK, los gobiernos de Tirana y Belgrado y la misma OTAN.
Es una tierra sin esperanza, donde la mitad de la población tiene menos de 20 años y un 70% menos de 30.
Sin futuro económico, siempre mantenida por el “oprobioso” Estado serbio, que nunca le negó esos subsidios; y sin definir su estatuto final, la mayor parte de los jóvenes de las dos etnias tienen en mente la emigración como única salida. Pese a todo, la peor parte de lo que acontece en esta tierra sin ley se la llevan los serbios y el resto de las minorías que habitan en la región.
Los albaneses, dentro de lo que cabe, al menos no tienen problemas en lo relativo a su seguridad, siempre y cuando no hablen demasiado ni desafíen el discurso imperante.
Hablar del futuro de los serbios de Kosovo, cuando es tan negro, resulta casi una broma. Simplemente, para ningún serbio de Kosovo hay futuro. Lo mejor que les puede ocurrir es marcharse, abandonar su tierra para siempre, donde vivieron sus ancestros desde hace siglos y descansan sus restos, para comenzar un nuevo camino lejos de una tierra que fue mitificada y que hoy es hostil y violenta, sangrienta y guerrera. Es, en definitiva, el final del mito serbio.
El ciclo infernal de Kosovo parece cerrarse, la herida abierta de los Balcanes sigue supurando y parece no tener fin.
El mariscal Tito había intentado construir en Yugoslavia una sociedad para el hombre nuevo del socialismo, y en Kosovo intentó superar las rivalidades étnicas a golpe de planes quinquenales, construcción de horrorosas y poco funcionales unidades productivas, y fríos y grises bloques de viviendas para las dos etnias. Pero el experimento fracasó y las primeras señales de que algo estaba fallando empezaron a notarse, tras su muerte, en esta región.
EL FUTURO
Un cuarto de siglo después de todo aquello, como si un terremoto hubiera pasado, ya apenas quedan serbios, y a los pocos que quedan, como hemos dicho antes, les espera un futuro incierto.
El peor y el más previsible de los escenarios, la independencia de un Kosovo controlado por los radicales albanokosovares, se ha cumplido. Año 2008, comienza la pesadilla. Los serbios, a partir de ahora, tendrán escasas posibilidades de llevar a cabo una vida cotidiana normal, razonable y en condiciones de seguridad y bienestar para todos los miembros de esta etnia, en parte, porque nuestras fuerzas internacionales estacionadas allí —antes KFOR y ahora la temida UE— se han mostrado demasiado pusilánimes a la hora de defender el mandato de construir un Kosovo multiétnico y democrático, donde hubieran podido vivir todas las etnias, incluyendo a los serbios.
Ahora, después de tantos desatinos y años de errores, resultará difícil reconducir el actual estado de las cosas. Se tendría que haber respondido a la violencia de los albanokosovares radicales con mayor energía y con mayor contundencia a la hora de encarar sus ataques a la población serbia y a otras minorías, como han reconocido numerosas organizaciones no gubernamentales operantes en la zona y las mismas Naciones Unidas en recientes informes.
Ahora, sin embargo, con esta declaración de independencia, todo vale en nuestro orden internacional. Rusia, por lo pronto, ya ha anunciado que intensificará sus relaciones con los territorios segregados de Georgia (Abjasia y Osetia) y Moldavia (el Transniéster), quizá con la intención de anexionarlos algún día; de momento, ya están dando pasaportes rusos a los ciudadanos de esos enclaves secesionistas. En Chipre, el “Estado” fantoche fundado por los ocupantes turcos —la “República Turca del Chipre Norte”—, no oculta ya sus intenciones por ser reconocido. E igual puede pasar en media Europa, en el Kurdistán iraquí o en Nagorno Karabaj.
¿Quién tendrá ahora legitimidad moral y política para que se cumplan las resoluciones de las Naciones Unidas si los propios miembros fundadores y con derecho a veto en el Consejo de Seguridad las incumplen y vulneran? ¿Quién puede esgrimir argumentos jurídicos del derecho internacional para paralizar dichos procesos secesionistas?
Casi veinte años después del conocido discurso de Milosevic en el escenario de la batalla del Campo de los Mirlos, Kosovo es un lugar inhóspito y hostil para los serbios. Nos encontramos, 620 años después de la famosa, o dichosa, batalla —según se mire—, en el final del ciclo serbio. La posteridad dirá si los europeos estuvimos a la altura de las circunstancias o si, llevados por el falso victimismo de los supuestos damnificados, fuimos cómplices, a través de la autocomplacencia y de la pasividad, del holocausto más silencioso perpetrado en la crónica de este continente plagado de tristes avatares y sangrientos capítulos. La historia, como demuestra la realidad de Kosovo, se resiste a terminar pese al prematuro anuncio de un próximo final. Lo que sí parece concluir es la presencia milenaria serbia en dicha región.
Triste noticia para una Europa que habíamos querido amar y por la que habría merecido la pena luchar con más empeño, la de la razón de la libertad y la convivencia en paz, sin diferencias étnicas.
Los serbios de Kosovo han perdido la guerra y, por ello, han sido condenados a la humillación de la derrota y la desgracia colectiva; pero la verdadera miseria, la de los falsos profetas de este neofascismo tribal y la supremacía étnica, está definitivamente instalada en el odio de los radicales de la otra parte, incapaces de entender los logros y la riqueza de las sociedades abiertas y multiétnicas.
Estoy más que seguro de que nuestros medios seguirán callando el lento genocidio de los serbios de Kosovo; de que nadie hará nada para evitarlo; de que las organizaciones internacionales con sus inútiles funcionarios, tan cobardes y silenciosos, seguirán sin mover un dedo por este pueblo perseguido; de que nuestras palabras, al igual que las de Victor Klemperer, ese pobre judío que contaba, día tras día, en sus diarios la barbarie del holocausto nazi con todo “detalle”, se perderán durante algún tiempo en los cajones vacíos de una historia todavía no escrita; pero también de que, luego, reinará la verdad, y el horror del Kosovo actual se hará indescriptible y nos llenará a todos de vergüenza.
Incluso se ha organizado el latrocinio organizado, pues las empresas propiedad del Estado yugoslavo han sido privatizadas y compradas por la nueva clase política —si es que se la puede llamar así— albanokosovar, que emplea todos los medios, incluida la violencia, para controlar la paupérrima economía local.
Las propiedades yugoslavas y serbias han pasado a manos de los nuevos capitalistas del ELK sin que haya habido por medio un proceso legal, ¿cómo han sido capaces las Naciones Unidas de tolerar este robo organizado ante el mayor despliegue internacional que jamás se ha visto en la historia? Al igual que pasara con los bienes de los judíos gaseados por Hitler, cuyas riquezas sirvieron para alimentar la máquina de la muerte nazi y que, más tarde, irían a parar a las buenas familias alemanas y austríacas, que preferían mirar a otro lado cuando sus vecinos eran gaseados, los serbios de Kosovo han perdido todo y quizá ya nunca lo recuperarán.
¿DESTRUCCIÓN?
No solo se trata del exterminio físico y moral, sino de que no quede ninguna prueba de la existencia de los serbios. Hasta sus cementerios deben ser destruidos y olvidados para siempre. Y las viejas cruces de madera, abandonadas en aquellos, están siendo arrancadas para que no se conozca la historia y así se proceda a no dejar pruebas de este inexorable exterminio. Se está destruyendo una cultura, arrancando de cuajo sus raíces y tumbas; no se trata únicamente de la destrucción humana y material, sino de no dejar ningún rastro para el futuro, como si nunca hubiera existido nada en el mítico Kosovo.
La historia milenaria de Serbia ha quedado a merced de la barbarie; se están socavando sus cimientos seculares, cuestionando su identidad para siempre y sumiéndola en un olvido irreparable para toda la eternidad.
Quizá el mundo crea a quienes están destruyendo las bases de toda una civilización, porque la realidad material inerte y expoliada estará de su lado.
Como explicaba el escritor bosnio Jergovic, “lo que no existe, aquello de lo que no se conserva ni siquiera un fósil, es que realmente no ha existido”.
Los serbios de Kosovo han sido condenados al exterminio, pero también al olvido y a vivir en un vacío existencial y cultural del que no les resarcirá nadie, porque les conducirá a un terrible anonimato. Ni siquiera una gran victoria política o militar podrá salvarles de esta tragedia, también anónima, que ya parece irreversible.
Este es nuestro destino, el de un continente capaz de soportar y de padecer todas las carnicerías sin palidecer para luego relatarlas, sin rubor, a las futuras generaciones.
Pero, al menos, que esta vez sea sin coartadas y que nadie diga que no sabía nada, que no le habían dicho nada, que no se pudo hacer nada para evitarlo. Kosovo será independiente, pero no por ello el mundo será más justo, democrático y libre, sino todo lo contrario. Los acontecimientos vividos en Georgia, con el consiguiente resultado del reconocimiento de las independencias de Abjasia y Osetia del Sur por parte de Moscú, muestran, a las claras, que comenzamos una nueva era en la sociedad global.
Nuestra legitimidad internacional, resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas incluidas, ha saltado en pedazos.
El espíritu de la selva avanza, la fuerza se impone. El nuevo orden se construye a sangre y a fuego, tal y como hemos visto en Georgia. Vivimos tiempos turbulentos.