(Tercera parte)
+El horrible caso de las pastillas de harina (primera parte)
+El horrible caso de las pastillas de harina (segunda parte)
Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres y se mencionan otros con la autorización de los involucrados, y algunos más por ser el caso de dominio público. Se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.
Era una mañana calurosa, aunque amenazaba lluvia. La Sala estaba repleta, y la jueza acababa de ocupar su lugar en el punto más alto del tribunal.
A un lado, nueve abogados y los acusados se habían puesto de pie. Al otro, los representantes del Ministerio Público, con la frente en alto y un brillo especial en los ojos. Iniciaba el juicio contra Astropharma y contra Lena Gutiérrez, y estaban seguros de que tenían la condena en el bolsillo. El que hubieran encontrado culpable a Miguel Flores no importaba. Si él había hecho lo incorrecto al fabricar los veinte millones de aspirinas, si la documentación no era la exigida por la ley y por el Ministerio de Salud, y si la jueza lo condenaba por haber cometido el delito de otros fraudes, era algo que ya no importaba.
El Ministerio Público había ganado, y eso era como una medalla en el pecho de la Fiscalía General. Ahora, le tocaba el turno a la droguería que le vendió las pastillas al Estado. Allí estaban los acusados, allí estaba la política que, señalada por los fiscales, más incisivos que un sabueso, había dejado la vicepresidencia del Congreso y estaba ahora entre la espada y la pared, lista para enfrentarse a los representantes del Estado que no le darían tregua. Para ellos, la condena debería ser ejemplar, y de nada serviría que tuviera a su alrededor a nueve abogados.
Aunque no nos gusten las serpientes, tienen su misión en la naturaleza; aunque no nos agraden los fiscales, tienen su deber en la sociedad. Y en ese momento, los súbditos de don Óscar Chinchilla cumplían con su deber. Lena debía ser condenada. El horrible caso de las pastillas de harina no quedaría en la impunidad.
SiniestroPoco después de las dos de la madrugada del 21 de septiembre de 2015, don Óscar Kafati se sintió mal. Tenía dolor epigástrico y supuso que era a causa de la mala digestión de la cena. Pidió que lo llevaran al Medical Center, sin saber que aquella sería la peor decisión de su vida. Ahora presentaba sangrado de tubo digestivo alto y vómitos intensos. En el hospital le indicaron una endoscopía, sin haber completado la valoración médica obligatoria. Le aplicaron propofol, como anestésico, y el paciente presentó un cuadro de bronco aspiración… ¡Se ahogaba con su propia comida! Después de un calvario de tres días, Óscar Kafati murió. “Lo mató la neumonía” –dijeron, pero en aquella muerte había algo más, algo siniestro, algo que la doctora María Guadalupe Licea Castellanos, especialista mexicana en Medicina Legal, descubre para que ese crimen no quede impune. Muy pronto en Selección de Grandes Crímenes de diario EL HERALDO. |
Un golpe de martillo impuso el silencio en la sala, la jueza dio una orden al secretario y empezó el juicio. El fiscal sonrió, confiado y seguro de sí mismo.
“Tiene la palabra la defensa” –se escuchó de pronto una voz.
Un abogado se puso de pie.
“Cedo mi derecho a la palabra al doctor Denis Castro Bobadilla” –dijo.
En ese momento, un murmullo, como el zumbido de mil moscas, rompió el silencio. Un par de ojos acuciosos vieron que el fiscal se estremecía y que, por un instante, buscó algo con la mirada. Escuchar el nombre de Denis Castro lo hizo perder el color.
“Abogado dos”.
“Cedo mi derecho a la palabra al doctor Denis Castro Bobadilla”.
“Abogado tres”.
“Abogado cuatro”.
Los nueve abogados de la defensa se pusieron de pie. Todos cedieron la palabra al doctor Castro.
Este, vistiendo una gabacha blanca y luciendo orgulloso el emblema de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, UNAH, entró a la sala, seguido por Robert Padilla, su asistente, que vestía un nítido traje azul.
Saludó al tribunal el doctor Castro, hizo una corta reverencia a la jueza, y pidió permiso para empezar su interrogatorio. Mientras esto sucedía, Robert colocaba en una mesa un poco de agua, una caja de maicena, una computadora y varias hojas impresas.
“Con la venia del honorable tribunal –dijo, de pronto el doctor Castro–, deseo interrogar a la representante del Colegio de Químico Farmacéuticos de Honduras, perito del Ministerio Público en este caso”.
“Permiso concedido, doctor”.
Peritaje
Después de saludar a la doctora, una muchacha agradable y de carácter dulce que, no obstante, se notaba nerviosa e insegura, el doctor Castro le hizo la primera pregunta.
“Doctora –le dijo–, ¿fue usted juramentada para participar como perito en este caso?”
“No, doctor” –respondió la muchacha.
“¿Dónde trabaja usted?”
“En el Colegio de Químico Farmacéuticos de Honduras”
El doctor Castro se volvió hacia la jueza.
“Debo hacer notar, su señoría –le dijo–, que el documento que tenemos a la vista, firmado por la doctora aquí presente, no es un peritaje, como lo conocemos legalmente, sino más bien, un informe del análisis realizado por la doctora a las pastillas que son causa de este caso. Al no haber sido juramentada la doctora, su trabajo no es más que un informe, y no tiene la fuerza de un peritaje legal”.
Dijo esto y se dirigió a la doctora.
“Usted realizó un examen físico químico a las pastillas, ¿no es cierto?”
“Así es, doctor”.
“¿Me puede decir quién le dio la muestra de las pastillas de aspirina que debía analizar?”
“La recibí del Colegio”.
“Bien. Siendo que usted hizo un examen físico químico, describa, por favor lo que recibió”.
“Objeción, señora jueza. Ya sabemos que lo que se recibió para el análisis fue un lote de pastillas…”
“Denegada”.
“Se recibieron para su análisis, señoría –agregó el doctor Castro–, veinte tabletas de ácido acetilsalicílico, o aspirinas, por blíster, del Lote GA-625 fabricadas por Laboratorios Internacionales en junio de 2012”.
Tosió el doctor para aclarar la voz, y continuó:
“Y, como sabemos, estas pastillas presentaron un problema en la disolución al ser ingeridas por un paciente”.
La jueza se movió en su silla.
“Doctora –dijo, después, el doctor Castro–, deseamos que usted nos describa lo que recibió, siendo que usted hizo el examen de las pastillas”.
“Objeción”.
“Denegada”.
“Queremos saber las características individualizantes de lo que usted recibió. Cómo eran las pastillas, qué color tenían, su consistencia, cómo iba el blíster y si al solo abrirlas, las pastillas se pulverizaban”.
La doctora dudó antes de contestar.
“Yo no hice eso, doctor; fue otra persona”.
“Firmó este documento esa otra persona”.
“No”.
“¿Es su firma la que está en este documento?”
“Sí”.
“Entonces, es usted la responsable de este análisis y de sus resultados”.
“Objeción, señora jueza. La doctora solo hizo la prueba de disolución de las pastillas”.
“Denegada. La doctora debe contestarle al doctor Castro”.
Este vio con empatía a la muchacha.
“Para esa prueba usted debe tener un examen químico –le dijo–, ¿lo hizo usted?”
“No, solo la disolución”.
“¿Lo hizo usted?”
“No; lo hizo otra doctora”.
“Bien, doctora. ¿Encontró usted el genérico que compraba el Ministerio de Salud en las pastillas conocidas comercialmente como aspirina, me refiero al ácido acetilsalicílico, y que usted examinó y analizó en el lote que le entregó a usted el Colegio de Químico Farmacéuticos de Honduras, a donde lo hizo llegar el Almacén Central de Medicamentos?”
“Sí”.
“¿De qué porcentaje?”
“De 94.84 miligramos”.
“¿Cuál es la cantidad declarada por el fabricante?”
“De cien miligramos”.
“¿Cumple con los requisitos del cliente?”
“Sí, ya que la especificación puede variar entre 90.00 y 110.00 por ciento”.
“Excelente. Un 94.84, que casi nos da un 95% es normal”.
Hubo un murmullo en la sala, que desapareció de pronto ante la mirada seria de la jueza.
“¿Cuál es el excipiente, doctora?” –preguntó el doctor Castro.
La doctora no respondió de inmediato.
“El genérico, señora jueza –agregó el doctor–, va envuelto en un excipiente, metilcelulosa, almidón, celulosa o harina… Es algo normal y que se usa en todo el mundo”.
Se volvió hacia la doctora.
“¿Está el excipiente de las pastillas en este informe?” –le preguntó.
“No”.
“¿Cómo saber, entonces, dónde estaba la falla de las patillas si no sabemos cuál era el excipiente? No podremos decir si la falla estaba en el excipiente, o sea el almidón, etcétera, etcétera, o en el genérico, esto es, el ácido acetilsalicílico”.
“No sé, doctor –dijo la doctora–; eso le tocó hacerlo a otra gente”.
“¿De cuánto fue el porcentaje de la disolución, doctora?
“De 79.80
“Y, el porcentaje que falta, ¿no se diluyó? O, ¿en cuánto tiempo se diluyó?”
La doctora no contestó.
“Explíquenos algo –agregó el doctor Castro–, usted hizo la prueba en un tubo de ensayo, ¿no es verdad?
“Sí. Tratando de imitar el estómago del ser humano”.
“¿Es el ph que usó el mismo ph del cuerpo humano?”
“¡Objeción! –saltó el fiscal–. Ella no es médico”.
“Pero estudió anatomía y fisiología, señora jueza” –replicó el doctor.
“Objeción denegada –dijo la jueza–. La doctora debe contestar”.
“No –respondió la doctora–, no es exactamente la acidez del estómago, pero más o menos se parece”.
“¿A qué temperatura hizo su prueba?”
“A 36.4 grados”.
“¿Esa es la temperatura del cuerpo?”
“¡Objeción!”
“Denegada.”
“No” –dijo la doctora.
“Cuando se hace una prueba de este tipo –añadió el doctor–, y cuando se trata de imitar el estómago humano, por ejemplo, tiene que ser algo que se parezca
Se escuchó un nuevo murmullo.
“Dígame, doctora –siguió diciendo Denis Castro–, ¿qué factores incidieron en el problema de disolución, y qué faltó, además del examen artificial”.
“Objeción”.
¡Que la doctora conteste” –dijo la jueza.
Pero la doctora no dijo nada.
“Existen factores internos y externos que pueden dañar los medicamentos, señoría –dijo el doctor–. Dependen del excipiente… y la humedad, el calor, el transporte… la forma cómo se almacenan y se manejan los lotes en sus cajas… Y la humedad que pueden soportar estas pastillas sin dañarse va de los 4 a los 28 grados”.
Nuevo murmullo.
“El doctor puede seguir” –dijo la jueza.
La doctora se movió inquieta en su silla.
“Usted nos puede decir, doctora –le dijo Denis Castro–, ¿por qué le faltó a estas pastillas ese punto para diluirse perfectamente en el estómago?”
“No”.
“¿Quién lo investigó?”
“Yo no sé”.
El doctor hizo una señal a Robert Padilla, su asistente, y este le acercó el vaso con agua, una cucharita y la bolsa con la maicena. Pidió permiso para hacer un atol.
“Objeción”.
“Denegada”.
Mezcló el doctor maicena con agua, hizo una pasta suave, y se llevó a la boca una cucharada.
“Esto, la maicena –dijo–, se usa como excipiente en la fabricación de pastillas. Y, podemos ver que es inofensivo. No hace daño a nadie, sin embargo, cuando se maneja mal el lote de medicamentos, entonces, la humedad lo daña, el calor, los golpes y otros factores externos, impidiéndole que se diluya normalmente en el estómago”.
La doctora lo veía sin saber qué decir.
“El genérico, o sea, el ácido acetilsalicílico, cumple su función y el excipiente, o sea el almidón, la harina de maicena, de maíz, o de lo que sea, se excreta… ¿Por dónde se excreta, doctora?”
“¡Objeción!”
“Sabemos que tenemos ácido acetilsalicílico en las aspirinas, pero no sabemos cuál era el excipiente… ¿No es verdad?”
“Así es, doctor”.
“Hemos visto, honorable tribunal –dijo el doctor Castro–, que este almidón de maíz, o maicena, es inofensivo, no es tóxico y, por tanto no representa un peligro para nadie. Pero, como no sabremos cuál es el excipiente de estas pastillas, no comprendo por qué el Ministerio Público no realizó un peritaje sobre las pastillas, y haya presentado solamente un informe, firmado por la doctora aquí presente”.
La jueza presidente dio un golpe con el martillo.
“Por tanto, señoría –dijo el doctor Castro–, la responsabilidad de la calidad de todo medicamento recae en el fabricante…”
La jueza lo miró por un momento.
“Pido permiso para retirarme, señora jueza” –dijo el doctor Castro.
“Gracias, doctor. Puede retirarse”.
Se retiró Denis Castro, y la jueza dijo:
“Tiene la palabra el fiscal del Ministerio Público”.
Pero, parecía que el fiscal ya nada tenía que decir.
Continuará la próxima semana.