TEGUCIGALPA, HONDURAS.- (Primera parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
A las oficinas de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) llamó una mujer angustiada diciendo que creía que algo malo le había pasado a su papá porque estaba frente a su casa, tocaba la puerta y nadie abría. Y eso le parecía raro porque su papá trabajaba desde su casa, casi nunca salía y menos a aquellas horas de la mañana. Dijo, además, que la puerta de la sala se veía entreabierta, y que desde el portón de acceso al porche no se veía luz. Y el portón estaba con llave.
“¿Cuándo fue la última vez que supo algo de su papá?”.
“Antier en la noche –respondió ella–, cuando vinimos a visitarlo”.
“¿Su papá vive solo?”.
“Sí, vive solo”.
“¿Ha tratado de llamarlo a su teléfono celular?”.
“Muchas veces, pero está apagado...”.
“¿Padece de alguna enfermedad su padre?”.
“Es diabético, pero siempre tiene la enfermedad controlada... No le causa ningún problema”.
“¿Tiene vehículo su papá?”.
“Sí, señor, tiene vehículo, y está estacionado en el garaje. ¿Cuántas preguntas más me tiene que hacer para poder ayudarme? ¿Va a enviar a alguien, o tengo que traer yo un cerrajero para que abra el portón a la fuerza?”.
“Le enviaremos ayuda en un momento. Repítame la dirección de la casa, por favor”.
Los primeros en llegar fueron cuatro policías motorizados. Uno de ellos inspeccionó la casa desde el portón del porche. Adentro, todo estaba en silencio.
“Aquí, solo que alguien salte el muro y vaya a ver...” –dijo uno de los policías.
“Entonces, señor, sáltelo... Yo lo autorizo. El dueño de la casa es mi papá”.
El policía, alto y delgado, subió con agilidad por el portón de hierro, subió al muro de casi tres metros de altura y pronto estuvo al otro lado.
“¿Su papá tiene perro?” –preguntó, de pronto, a través del portón.
“No; no tiene”.
Casa
Adentro todo estaba como abandonado, el silencio en la sala era completo, y el policía, con una mano en la cacha de la pistola, avanzó despacio por el interior, fijándose bien donde ponía los pies.
“Busque las llaves –le había dicho la mujer–, deben estar en un llavero cerca de la puerta de entrada”.
Allí no había llaves.
“¿En la mesita de la sala?”.
Tampoco estaban allí.
El policía siguió su inspección, llegó a una puerta entreabierta que daba al cuarto principal, y la empujó con un pie, despacio. Se detuvo de pronto. Había algo sobre la cama, como un bulto largo, que ocultaban a sus ojos las sombras que dominaban el dormitorio.
Aunque era de día y la mañana era soleada, las pesadas cortinas que cubrían la ventana que daba al patio oscurecían la habitación. Por eso, el policía buscó el interruptor de la energía para encender la luz. Un foco blanco lanzó una luz clara e intensa. El policía dio un grito:
“¡Por la gran madre! –dijo–. Este hombre está muerto”.
Se acercó a la cama con cautela, viendo primero hacia el piso para no pararse en alguna huella o pisotear algo que pudiera servir como evidencia. Luego, tocó el cuerpo, que estaba tendido boca arriba, con un dedo, después, con la mano, y lo sintió helado y rígido. Se acercó más a él y vio que tenía unas marcas rojizas alrededor del cuello. Retrocedió, siempre sobre sus pasos, y regresó al porche.
“Llamá al 911 –le dijo a uno de sus compañeros–; este es asunto de la DPI. El señor está muerto”.
La mujer dio un alarido.
“¿Mi papá está muerto?” –preguntó, llevándose una mano a la boca.
“Sí, señora... Está sobre la cama... muerto”.
El policía escaló el portón, subió al muro y salió de la casa.
“¿Cómo muerto?” –le preguntó la mujer, con cara angustiada y lágrimas en los ojos.
“Lo mataron, señora”.
“¿Qué?”.
“Espere que venga la DPI y el fiscal”.
La mujer sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Luego, reponiéndose un poco, empezó a llamar a sus familiares.
La DPI
Los técnicos no tardaron en llegar. Invadieron la casa envueltos en sus trajes blancos, buscando indicios que pudieran servir a los investigadores para resolver el caso. Mientras tanto, el fiscal hacía su trabajo.
“Está claro que lo estrangularon –dijo–, las marcas en el cuello son claras...”.
“Tiene la lengua entre los dientes, saliendo un poco por los labios amoratados...”.
“Y hay sangre en los ojos, parece que muchas venas se reventaron en la esclerótica a causa de la presión en el cuello...”.
“El cuerpo está desnudo”.
“Estaba desnudo cuando lo mataron”.
“Lo que indica que estaba con alguien... íntimamente hablando...”.
Uno de los técnicos miró las uñas de la mano derecha.
“No hay señales de que se haya defendido” –dijo.
“¿Y en la izquierda?”.
El técnico miró la mano izquierda.
“Tampoco” –dijo.
“O sea –murmuró el fiscal–, que, posiblemente, lo mataron dormido...”.
“O drogado...”.
“Es lo más probable, ya que si solo hubiera estado dormido, al sentir el ataque se hubiera despertado, y de alguna forma se hubiera defendido. Es una reacción natural”.
“Eso lo sabremos después”.
“Ok”.
“Que los muchachos busquen huellas digitales. Seguramente hay algunas más, aparte de las de la víctima”.
Uno de los técnicos intervino:
“Una de las gavetas de la cómoda está mal cerrada, y parece que alguien buscó algo en ella... y la dejó revuelta”.
“¿Qué guardaba allí su papá? –le preguntó el fiscal a la mujer, que lloraba en silencio, limpiándose la nariz con un pañuelo empapado–. ¿Sabe si tenía allí cosas de valor?”.
“En esa gaveta guardaba el dinero que siempre manejaba en la casa...”.
“¿Era una cantidad grande?”.
“Algo así. Tal vez unos cinco o seis mil lempiras. Los tenía siempre a mano por los imprevistos que no se puede cubrir con tarjetas...”.
“Pues, aquí no hay nada...”.
“Allí guardaba también las mancuernillas de oro que le regaló mi mamá un año antes de morir...”.
Se hizo el silencio por un momento.
“No hay mancuernillas de oro” –dijo el técnico.
“¿Nada?”
“Nada... Bueno, parece que tenemos huellas digitales...”.
“Excelente”.
“Y hay huellas digitales en el pomo de la puerta del cuarto”.
“Vamos bien”.
“No encontramos el teléfono celular de la víctima, abogado; bueno, en el caso de que tuviera uno”.
“Tenía dos” –intervino la hija.
“No están en ninguna parte”.
“Bien... Podemos suponer que la persona que se llevó el dinero y las mancuernillas de oro se llevó también los celulares... ¿Podría darnos los números de su papá, por favor?”.
En aquel momento se escucharon gritos de dolor en el porche. Eran dos de las hijas de la víctima que llegaban a la casa después de saber la noticia. Los policías las contuvieron lejos de la sala donde trabajaban los técnicos de inspecciones oculares.
“¿Alguien encontró las llaves de la casa?”.
La voz del jefe del equipo sonó con fuerza.
“No hay llaves en ninguna parte... Ni en los cuartos ni en la cocina ni en la sala...”.
“¿Revisaron bien el porche?”.
“Sí. No hay nada”.
“Que una parte del equipo busque en las calles cercanas, en los basureros, en las aceras, en el monte y que miren en las alcantarillas, si es que hay... Deben estar en alguna parte”.
“Entendido, señor”.
Hipótesis
“La persona, o las personas que mataron a este hombre, entraron a la casa sin violencia, lo que quiere decir que vinieron con la víctima, o entraron con su permiso... Solo así se explica que no hayan puertas ni ventanas forzadas, que no estén las llaves de la casa, y que el portón del porche esté con llave...”.
La voz del agente a cargo del caso se escuchó clara en la sala. El fiscal del Ministerio Público estuvo de acuerdo con él.
“¿Quién creés que pueda ser el asesino... –preguntó–, hombre o mujer, quiero decir?”.
El oficial de la DPI guardó silencio por unos segundos. Pensaba.
“Venga conmigo, abogado” –dijo, de pronto, como si acabara de tener una repentina inspiración.
El fiscal lo siguió a la escena del crimen.
“¿Qué encontró aquí?” –le preguntó, cuando estuvieron de nuevo frente al cadáver.
“Veamos las marcas en el cuello”.
“¿Qué tienen?”.
“Véalas bien, y dígame qué observa”.
El fiscal se agachó sobre el cuerpo. Las marcas seguían allí, azules y rojizas, largas, con una pequeña línea que las separaba entre sí. A la altura de la tráquea, había una marca pequeña, en forma de media luna, como si algo duro y afilado se hubiera hundido en la piel.
“Creo que esto es la marca de una uña de dedo pulgar –dijo el agente–; y, si nos fijamos bien, estos dedos son largos y delgados...”.
“Y con uñas largas...”.
“O sea...”.
“Dedos de mujer...”.
Siguió a esto un momento de silencio. El fiscal y el agente se miraron por unos segundos, mientras los técnicos seguían trabajando.
“Pero –dijo uno de los agentes de la DPI–, ¿una mujer tiene tanta fuerza como para someter o dominar a un hombre como este? Este señor medía, al menos, un metro con setenta y ocho, tal vez más, y pesaba sus buenas doscientas y pico de libras... Y no se ve que fuera dejado...”.
“Esa es una buena observación”.
“Entonces –dijo el fiscal–, es muy posible que el hombre estuviera dormido...”.
“O que estuviera drogado”.
“O que hubiera bebido un poco de más...”.
“Mi papá no tomaba licor –intervino la hija mayor–, no tomó nunca más que una o dos cervezas... y no se emborrachó jamás...”.
“Los técnicos no han encontrado licor o vasos con licor en el cuarto ni en el resto de la casa...”.
“Pues, de alguna forma este hombre estaba incapacitado para defenderse, porque no creo que una mujer tenga la suficiente fuerza como para someterlo y después matarlo por estrangulación...”.
“Y, ¿si fuera un travesti?”.
El agente que dijo esto miró a su jefe y al fiscal por momentos.
“¿Es posible que un travesti tenga los dedos largos y delgados? Tengo entendido que, por muy femenino que sea su aspecto, siempre tienen rasgos físicos masculinos, y las manos de un hombre siempre son grandes... y de dedos gruesos, al menos, más gruesos que los de una mujer...”.
“¿Entonces?”.
Nadie dijo nada por largos segundos.
“Que el fotógrafo tome todas las fotos que pueda –dijo el oficial al encargado del equipo de inspecciones oculares–, este caso se pone más enredado conforme escarbamos en él...”.
Continuará la próxima semana...