TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Una mujer es asesinada a balazos cerca de una gasolinera. Dos hombres en una moto la esperaban, se acercan a ella y le disparan. No le roban nada, por lo que la Policía deduce que se trata de un crimen por encargo. Ella iba a verse con alguien que le entregaría un dinero que le enviaba su esposo, preso en la Penitenciaría de Támara. Nadie sabe por qué la mataron. Pero los detectives de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) están obligados a resolver el caso y encontrar a los criminales.
VEA: Grandes Crímenes: Las balas cruzadas (I parte)
Entrevista
Los agentes de homicidios no tenían nada más que hacer en la escena del crimen. Los empleados de Medicina Forense retiraron el cuerpo, y el señor que vendía frutas en la esquina lavó la sangre con agua y cloro. Sin embargo, la Policía tenía algo más que hacer en aquella zona.
“Estos son los asesinos –dijo el agente a cargo del caso, mientras veían uno de los videos de las cámaras de seguridad de la gasolinera–. Son hombres jóvenes, que sabían lo que hacían”.
El que manejaba la moto era alto y fornido, vestía una camiseta celeste y un pantalón azul, y calzaba botas tipo burro. El que disparó contra la mujer era delgado, no muy alto, y vestía una camiseta negra, pantalón azul, desteñido, y tenis blancos. Los cascos de motociclista les cubrían el rostro, y los policías se ocuparon en buscar detalles que les sirvieran para identificar a los asesinos.
“¿Qué tipo de detalles buscamos?”.
“¡Uno como ese! –respondió, de pronto, el oficial, señalando con un lápiz sobre la pantalla–. Regresá el video”.
El video regresó despacio unos tres segundos.
“Allí; detenelo”.
El oficial se acercó a la pantalla.
“Acercalo”.
La imagen creció despacio.
“Allí”.
Pasaron unos segundos.
“¿Ven eso? A eso me refería. Capturá esa imagen y que la impriman”.
No tardó en tener en sus manos la impresión a color. En ella destacaba la mano del sicario, con la pistola en ella. En el dorso de la muñeca tenía un tatuaje. Una serpiente enrollada en el tallo de una rosa roja en la que se notaban algunas gotas de rocío.
“Esto es lo que decía –exclamó el oficial–. Si vemos bien, este es un tatuaje artístico, pequeño, tal vez de una pulgada y media, o dos cuando más. No es un tatuaje de mara o pandilla. Y, por el brillo de los colores, podría decirse que es nuevo... Hasta me atrevo a calcular la edad del asesino: de dieciocho a veintidós años”.
“Que los informantes vean esta foto. Tal vez alguien haya visto antes ese tatuaje, y nos ayuden a localizar al gatillero”.
El cuerpo
No tardaron en encontrarlo. Lo hallaron en la morgue del Ministerio Público. Apareció muerto en la carretera a Olancho, con dos balas en la frente. Vestía la misma ropa del día anterior, cuando mataron a Mayra. Y el tatuaje era el mismo.
“Es el sicario –dijo el oficial–; parece que alguien no quería dejar testigos”.
“Vamos a la escena del crimen”.
“Ya los de inspecciones oculares limpiaron el lugar”.
“¿Qué encontraron?”.
“El cuerpo estaba tirado de espaldas sobre la hierba, le dispararon de cerca, tal vez a un metro de distancia, pero no encontraron los casquillos...”.
“Le dispararon con revólver”.
“No. El forense le sacó de la cabeza esto...”.
El agente había sacado de un fólder unas fotografías tamaño carta. En ella estaban dos piezas de metal deformadas, como si las hubieran aplastado con algo pesado.
“Balas de nueve milímetros –agregó el agente–, sin estrías, y sin rastros que puedan identificarlas... Parece que el asesino sabe lo que hace. Aserró las balas en cruz para que al impactar se deformen y no dejen nada para balística”.
“¿Y las balas que mataron a la mujer?”.
El agente sonrió. De otro fólder sacó varias fotografías y las puso ante los ojos de sus compañeros. En dos, estaban dos balas iguales a las anteriores. En otra, había esquirlas, sanguinolentas todavía.
“Son las mismas”.
“Y disparadas por la misma pistola”.
“Una Taurus de nueve milímetros” –dijo el técnico que manipulaba el video de la cámara de seguridad.
La pistola, blanca y con cacha de caucho negro apareció en la impresora.
“Y hay algo más –agregó el técnico, acercando algo en la pantalla–; miren”.
Todos los ojos se fijaron en la pantalla. En ella estaba el tanque de la moto, cuando el que la manejaba dio la vuelta para regresar por donde habían venido, después de asesinar a Mayra. En la foto destacaba una abolladura de unas tres pulgadas, casi circular, y con una depresión en línea hacia arriba, a la derecha. Más allá, a unos veinte centímetros, se veía la caricatura, dibujada en líneas negras, de un niño orinando de pie.
“Bueno –exclamó el oficial–, ya tenemos algo?.
Pero ese algo no era suficiente. Los informantes no dijeron nada acerca de una moto con aquel defecto, del gatillero asesinado solo se supo que lo habían deportado de Estados Unidos hacía tres meses, y que era de Soledad, El Paraíso, aunque nadie le conocía familia. No tenía antecedentes, pero en Los Ángeles estuvo preso por portación ilegal de armas.
Cuando hicieron el vaciado de su teléfono celular no encontraron nada que pudiera ayudar a resolver su muerte y la de Mayra. Su cuerpo lo llevaron a El Paraíso, después de diez días de estar en la morgue, y los detectives nada averiguaron, sin embargo, se quedaron con los números de las personas con las que el muchacho se comunicaba con más frecuencia.
La novia
Era una muchacha bonita, de veintisiete años, con cuatro hijos, y que vivía con sus padres desde que su esposo se fue mojado para Estados Unidos y se casó allá con una canadiense. Aunque era seis años mayor que Fabián, estaba enamorada, y cuando los detectives la entrevistaron no paraba de llorar.
“Ay, Dios –decía–, qué mal me ha ido con los hombres. El papá de mis hijos me dejó botada con cuatro güirros, los otros solo me usaron, y ahora me matan al que más me quería...”.
“¿A qué se dedicaba su esposo, señora?”.
“Él hacía trabajitos, de lo que le saliera. Era solo, y aquí le ayudábamos en lo que podíamos... Mi mamá vende tortillas y mi papá trabaja en el SANAA, y como pobres, allí íbamos saliendo”.
“Su esposo mató a una mujer en El Carrizal, señora”.
“Eso no es cierto. Mi esposo era bueno. Hasta quería meterse a la Policía porque decía...”.
“Señora, el tatuaje en la muñeca derecha de su esposo...”.
“Hay mil tatuajes como ese”.
“¿Le vio alguna vez esta pistola?”.
El agente le mostró la fotografía donde aparecía la pistola Taurus. También se veía el tatuaje.
“¡Ay, no! Eso no puede ser”.
“Esta es la mujer que mató su marido”.
Una de las fotografías de Mayra hizo palidecer a la mujer.
“Esa pistola no era de Fabián”.
“Dígame de quién es”.
La mujer miró a su madre, una mujer madura, de aspecto angustiado y en la que se notaba una marcada pobreza.
“Tenés que decirles la verdad, hija. Bien te decíamos nosotros que no te metieras con ese muchacho, pero como vos has hecho lo que se te ha pegado la gana, mirá ahora las consecuencias de tus burradas...”.
“Dígame de quién es esa pistola”.
“Es de Jorge, yo lo conozco solo por Jorge... Un man que tiene un taller de motos... Dicen que fue militar, de esos especiales, y se las tira de bravo... Pero...”.
“¿Dónde lo podemos encontrar?”.
La mujer dudó un instante antes de responder.
Cuando los detectives buscaron en la lista del vaciado telefónico de Fabián, encontraron que uno de los números a los que más llamaba era de un hombre llamado Jorge.
Enviaron a un equipo para identificar a Jorge, mientras el fiscal hacía su trabajo, y pusieron vigilancia frente al taller.
El esposo
Mientras tanto, un equipo de detectives llegó a la Penitenciaría para entrevistar al esposo de Mayra.
“Yo le mandé cinco mil lempiras con mi hermano –les dijo–, porque ella ya no venía a verme; nos habíamos dejado, señor, y a mí me soplaron que ella tenía otro man...”.
“Y vos, por celos, la mandaste a matar”.
“Esas son palabras mayores... Yo no he mandado a matar a nadie. Tengo mi clavo y lo estoy pagando, pero si ella se metió con otro, es su problema. A mí me interesaban mis chavalos”.
“¿De dónde sacaste el dinero que le mandaste?”
“Aquí se puede ganar pisto si uno sabe hacer las cosas... Me extraña que preguntés eso... Pero es dinero honrado...”.
“¿Has hablado con tu hermano?”.
“Vino a decirme que la habían matado. Me dijo que ella se había adelantado a la hora que quedaron en la gasolinera. Él es taxista, y estaba en Cerro Grande a esa hora, pero iba para abajo. Cuando llegó, vio el gentío, se bajó, y le dijeron que era que habían matado a una mujer... Ya estaba tapada, pero le preguntó a un periodista, y le dio el nombre... Se fue corriendo de ahí”.
“¿Por qué no fue a la DPI?”.
“Porque nada tiene que ver con eso. Yo le dije que le diera el dinero a la mamá de Mayra... No sé si se lo dio. No ha venido. Yo creo que va a venir a verme la otra semana”.
“Queremos hablar con él”.
Nada sacaron en claro los agentes, y se fueron. Cuando regresaron, estaban a punto de detener a Jorge.
El hombre
Alto, fornido, elegante y de mundo, a Jorge le faltaba esa malicia del criminal que planifica su delito hasta el último detalle. Sin embargo, y ya que no existe crimen perfecto, el hombre cometió muchos errores. Uno de ellos fue usar a diario la moto en la que llevó a Fabián para que matara a Mayra. Los agentes la encontraron estacionada afuera del taller. Tenía la abolladura en el tanque, y la caricatura un poco más arriba. Y Jorge llevaba en la cintura la pistola Taurus de nueve milímetros, blanca, de cacha negra. Y llevaba puestos los burros del día del asesinato. El casco era el mismo. Y la ropa la encontraron en su cuarto, dos casas más allá del taller. Cuando los técnicos revisaron las balas de su pistola, todas estaban cortadas en forma de cruz en la punta.
“Para que al impactar no dejen rastros que identifiquen la pistola que las disparó, ¿verdad?”.
La Taurus estaba registrada a su nombre. Pero en balística jamás iban a relacionar los restos de esas balas con las estrías del cañón de su pistola.
“¿Por qué la mataste?” –le preguntó un detective.
“Por sapa”.
“Pero en tu celular encontramos bastantes llamadas del número de ella al tuyo... ¿Qué relación tenían?”.
“Era mi conseguida”.
“Y la mataste por sapa...”.
“Se metió con mi mujer, y le dijo que me iba a denunciar a la Policía de que yo... hacía cosas ilegales...”.
“Como robo de motos, por ejemplo”.
Jorge no dijo nada.
Faltan muchos años para que vuelva a ver el sol de la libertad. No se arrepiente de lo que hizo. Es un hombre frío, que habla poco y que tiene pocos amigos, si es que en la cárcel se pueden hacer amigos.