Viña, Chile
El viento que recorre las mejillas de sur a norte da los buenos días en la famosa playa Reñaca. Queda poco tiempo y muchas cosas por hacer en la “ciudad jardín”, uno de los destinos turísticos más deseados de América del Sur...
Son las 8:34 de la mañana y enfrente luce todavía perezoso el Castillo Wulff, una especie de faro de 108 años que bien podría servir de testigo mudo de la historia de Viña del Mar, el suculento y jugoso balneario fundado en 1878 en la provincia de Valparaíso.
Allá vamos...
El viento sigue soplando fuerte y cerca de esta ribera de arenas suaves como el algodón hay que hacer la primera pausa. Para saber que son las 8:34 de la mañana basta con ubicarse a los pies del cerro Castillo y dejarse ir por la imaginación, juntar los párpados, mirarse en tierra de gigantes, abrir los ojos y ver las dos enormes agujas del reloj de flores, el perfectamente sincronizado dispositivo que lleva el tiempo desde 1962, cuando acá se disputaron 10 partidos del Mundial de Chile.
Faltan 16 días para que inicie el Festival Internacional de la Canción Viña del Mar 2018 y ya se escuchan los primeros desvaríos de los hinchas de la Quinta Vergara, esos que a una sola masa suelen llamar el “monstruo” y a los que deben convencer cantantes y grupos para recibir una “Gaviota”, señal de victoria en el anfiteatro de Errázuriz 563.
Pero allá será la última estación de este tour que no se aleja mucho de la capital.
Viña, la famosa Viña de la cuadrícula perfecta y el inmortal Casino Municipal, no queda a más de una hora de Santiago de Chile y desde el reloj de flores cualquier taxista sabe que un destino obligado es el Museo Fonck; porque si la Isla de Pascua está al otro lado del mundo, en este pequeño y bien cuidado edificio hay una muestra a escala de las estatuas de Rapa Nui que simbolizan a la etnia indígena que vive en la Polinesia chilena. Acá se miran espectaculares.
Al compás del tamborín
Pausado y largo, el tiempo pasa inadvertido en esta ciudad de poco más de 300 mil habitantes que camina casi sigilosa entre ese verano intenso que la distingue del resto entre diciembre y marzo y el cruel invierno que te devora la piel entre los meses de junio y septiembre.
Casi sin querer, en un abrir y cerrar de ojos los animales turistas se pasean por la calle Quillota para hacer un recorrido por el Palacio Rioja, llegan hasta el cono norte del cerro Castillo para conocer el Castillo Brunet y hasta se distraen por el borde costero hasta topar con las dunas de Concón antes de caminar por el muelle Vergara, una antigua estructura de uso industrial e hito turístico de la experiencia más artísticamente decorada de Viña del Mar.
Pero a lo lejos, desde la famosa laguna Sausalito, se escucha el tronar despedido por un tambor; algún pájaro canta en el saxofón y los encargados de la iluminación prenden y apagan los fanales en busca de la mejor luz. Se construyó en 1963 y hacia 1992 el anfiteatro de la Quinta Vergara fue invadido por el sonido de un caracol: la Banda Blanca, el ícono musical de los hondureños, puso la bandera de la conquista bicolor en este escenario ubicado en el parque Quinta Vergara.
Sonó “Sopa de caracol” y la Televisión Nacional de Chile no podía contener los suspiros de la gente; Antonio Vodanovic y Paulina Nin animaban el 33 Festival y la concha acústica explotaba al ritmo de la punta garífuna.
Hoy, 26 años después la concha acústica dio paso a un anfiteatro cerrado, pero el espíritu de la Banda Blanca se niega a desaparecer de las viejas butacas de madera, ahora convertidas en cómodas sillas. ¡Que suene la música, maestro, por favor!