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“La fiebre de un sábado azul”, de Jhony Glens Márquez Cruz

Con “La fiebre de un sábado azul”, Jhony Glens Márquez Cruz ganó una de las dos Menciones de honor del XIII Concurso de Cuentos Cortos Inéditos “Rafael Heliodoro Valle”, que organiza El Heraldo
14.05.2024

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Antes de morir, la Chula se arrepintió de haber incursionado en el negocio, dijo Fito, luego de dar un sorbo a la cerveza.

Ese día, la Chula, cuyo nombre en realidad era Z., gozó de los placeres que el sexo podía ofrecerle a una mujer soltera, de treinta y nueve años y madre de dos pequeños.

“Tristeza nacional”, de Zaky Maher Kafati Castro

Fito tenía pocos meses de conocerla, confesó, a la vez que me solicitaba un Belmont, pero gracias al carisma, altura y al tamaño de su falo (lo dijo en esos términos, entre risas), no le resultó difícil ganarse su confianza.

Además, la Chula “era ingenua a pesar de su edad y recorrido”, sentenció cuando dio la primera bocanada.

Ella tenía al menos un año de haber vuelto de un corto viaje por Sudamérica, comentó antes de abrir una nueva lata de cerveza, y cuyo viaje, sin embargo, le había dejado un cierto influjo en el habla y los gustos musicales.

Aquel sábado por la mañana, la Chula alternó el nombre de Fito con tiernos gemidos que parecían más los sollozos de una mujer incomprendida, que gemidos propiamente dichos, mientras que Fito desviaba la mirada, dijo, hacia una ventana semiabierta de la minúscula bodega en donde follaban.

Afuera de la bodega, es decir, en el chupadero de mala muerte, Charly García sonaba en la rocola, acompañando cada arremetida que la Chula recibía.

En el clímax, admitió Fito que había pensado en ese momento, Charly y él desparramaban al unísono su agonía. Aquella faena culminó a las diez de la mañana, hora en la que debía iniciar sus labores de coime.

Era el último polvo que le echaba a la mujer que le había abierto las puertas de su primer trabajo en la vida.

Desde luego, prosiguió Fito con su narración, a la Chula le preocupaban las desventajas del negocio, sobre todo a raíz de la muerte del último mozo del billar, a quien él había llegado a sustituir a finales de diciembre del año anterior, cuando lo mataron a quemarropa en un campo de fútbol.

En realidad, la Chula sabía que tarde o temprano irían por ella, declaró Fito, y empezó a liar una bacha, en tanto yo sostenía su lata abierta de cerveza.

Por esa razón, la Chula había enviado lejos a sus dos hijos, seguramente a Santa Bárbara, de donde era originaria, explicó Fito antes de pasarme el puro. Yo los conocí un mes antes del crimen, después de perder mi empleo y divorciarme a causa de mis vicios.

A Fito le había tomado cariño, no sólo por tratarse de un muchacho de diecisiete años, a quien pude haber visto como a un hijo o un hermano menor, sino porque solía complacerme con las canciones que le solicitaba.

Cuando le sugería que la siguiente rola debía ser de rock en vez de una regional mexicana, como alcanzó a explicarme que se llamaban esas canciones que los demás clientes disfrutaban, él asentía desde la barra.

En una de esas ocasiones, la Chula me interceptó la mirada y fue entonces que supe que debía cogérmela, como en efecto hice, a la semana de frecuentar por primera vez el bar. Pronto descubrí que, además del sexo y la marihuana ocasional, a la Chula y a mí nos gustaba la buena música.

Fito pareció no inquietarse por el hecho de que me acostara con su empleadora. De hecho, durante esa semana me abrió su confianza al invitarme a seguirlo al urinario, que estaba a un costado del billar, para ofrecerme “la noche sin límites”, tal como él definía a los efectos que la coca producía en los alcohólicos que acudíamos al Piano Bar, como la Chula había decidido que se llamaría su negocio-fachada meses atrás, en honor a su músico preferido.

En la segunda semana de mis visitas al local, acaso por efectos de las cervezas que ingerimos desmesuradamente, Fito aseguró que se largaría pronto hacia los Estados Unidos, pero que antes requería un favor de mi parte para lograr su cometido.

Sólo debía concertar una cita a eso de las once de la noche, me dijo, después de que el local cerrara, y asegurarme de que la Chula me esperase en el lugar que destinaba para sus actividades hedonistas.

Como ya mencioné, yo estaba desahuciado a causa del despido y del abandono de mi exmujer. Y en efecto, Fito tenía razón al insinuar, en aquel momento, que yo necesitaba el efectivo.

Entonces le di una nueva jalada, retuve el humo cuanto pude y recordé cómo se dieron los hechos. Enseguida pensé en los dos huérfanos, la manera en que la abracé como a una bebé cuando cogimos, una hora antes de que la mataran con un disparo en la nuca, y en esos gemidos que parecían más los sollozos de una mujer incomprendida, como Fito me había dicho al inicio de nuestro último encuentro esa noche.

Seguramente él adivinó las reflexiones que rondaban mi cabeza, pues además de quitarme la bacha y terminarla, me dijo que no me cagara, que parecía maje. En Honduras no investigan estas cosas, compa, aseguró viéndome a los ojos. Y me deslizó un sobre blanco entre las manos, que contenía la cantidad acordada.