TEGUCIGALPA, HONDURAS. Roberto Castillo brindó con sus cuentos y novelas algunos de los momentos más lúcidos de la narrativa hondureña de finales del siglo XX.
Los ocho relatos de “Figuras de agradable demencia”, publicados originalmente en 1985 y reeditados en 2023, son patentes de su esplendor y su excepcionalidad como narrador.
Cada uno de los relatos está compuesto en función de unos personajes que, como el nombre de la colección de cuentos lo sugiere, sufren (o debería decir “gozan”) de una agradable demencia.
Logra con ellos crear un universo que permite conservar la independencia de las historias, pero a la vez cohesionarlas, hasta el punto de que se embellecen las unas con las otras.
Castillo se vale de diferentes recursos para cualificar a sus personajes. El primero de ellos es la nominalización, las historias están llenas de nombres y apodos extravagantes o cuando menos llamativos: don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, Cachete Inflamado, la Piunga, los Eduvines, Tatareto, la Malandrina, Iscariote, el Atarantado, las Picahielo, entre otros de la misma naturaleza.
Son nombres que evocan cierta marginalidad, alienación y bellaquería. En consonancia con el desarrollo de los cuentos, no atiende solamente a una ambientación o a una coherencia con el contexto, desde este punto de vista, aporta a la significación de la historia, eso sí, no en un sentido simbólico sino, como se dijo antes, evocativo.
El narrador, con un punto de vista muy cercano a los personajes, los va configurando a estos con las acciones, ya sea sucedidas en el tiempo que transcurre el cuento o antes. Y casi como una inevitable causa-consecuencia aparece el que para efectos de este comentario es el segundo recurso: el diálogo.
Cada vez que el narrador les da la palabra a los personajes a través del diálogo, estos lucen, nuevamente, su agradable demencia, entendida esta como un alejamiento de las convenciones.
Los personajes cuando hablan son frontales y carecen de censura. Los diálogos que propone Castillo no solamente buscan transmitir las ideas de los personajes, sino que se comprometen con la oralidad: “–¡Ya agarró güevos, ya agarró güevos!” (pág. 84) o bien “–¡Hijos de puuuu...!” (pág. 102), por mencionar dos casos de los más amigables.
Entre esta marginalidad y alienación expresada a través de algunos recursos, se va generando una discusión sobre el bien y el mal, en por lo menos dos capas: una dedicada a las cosas de aquí de la Tierra (morales) y otras dedicada a asuntos más espirituales, probablemente expresadas en términos de pecado, pero no necesariamente en referencia al concepto cristiano.
La religión expresada a través de sacerdotes, hermanos religiosos e incluso videntes sirve como mesa de debate de algunas realidades, aunque inicialmente pareciera solo un elemento más que sirve para construir un ambiente de lo real maravilloso.
La religión también es útil a la narración como elemento disuasor de la alienación, extravagancia o demencia, en otras palabras, un elemento normalizador.
Los cuentos que propone Castillo en esta colección tienen una estructura que guarda aparentemente unos principios de progresión narrativa. Son historias que se cuentan “in crescendo”, llegan al clímax y luego terminan.
Desde una lectura simple, sin mayores reparos técnicos, los personajes que construye son creíbles y queribles a pesar, pero también a propósito de su extravagancia.
Es acaso una búsqueda de la belleza dionisíaca, más en consonancia con las sensaciones y el impulso, de allí que el alcohol, las drogas, el amor, el sexo y otras pasiones sean ocasión de la pérdida del rumbo individual y social que la convención dicta.
Y la lectura en esa clave es la que indica justamente que en ese hecho radica la belleza de estos personajes, a la vez que sirven de cuestionamiento para quienes se sienten completamente seguros de las convenciones.
Para finalizar se puede afirmar que la decisión de que en el nombre del libro aparezcan las figuras (los personajes) es indicativo de dónde está el peso narrativo de “Figuras de agradable demencia”.