Siempre

Un Alvarado en Los Confines

El poeta Leonel Alvarado fue homenajeado en la VIII edición del Festival Internacional de Poesía Los Confines. Aquí su discurso
04.06.2024

GRACIAS, LEMPIRA.- Yo creía, erróneamente, que estas distinciones llegaban (si es que llegaban) a una edad venerable, cuando se espera que uno haya aprendido a llevar sus bien ganadas canas y arrugas con cierta dignidad.

Supongo, entonces, que los organizadores de este querido Festival han visto en mí una vejez prematura, y eso los ha distraído del dudoso valor de mis libros.

Leonel Alvarado: “La poesía me demuestra que yo nunca me fui”

Estos reconocimientos surgen de la generosidad, como aquellos mensajes que recibí de Salvador Madrid, hará unos 15 años, en los que me hablaba de la importancia que él y otros poetas de su generación le atribuían a mi poesía.

Reconocimientos y llamadas así sorprenden y se agradecen profundamente. Es la segunda vez que vengo al Festival, y repito lo que dije en 2018: a mí me toca lo más fácil: venir a hablar.

No he tenido que preocuparme por enviar miles de mensajes por Whatsapp o correos electrónicos, ni desvelarme preparando cientos de detalles, organizando hospedaje, reuniones, transporte, presentaciones, etc.

Esa inmensa labor le ha correspondido a un equipo maravilloso, que lo ha hecho todo para dejarnos lo más fácil a quienes sólo vinimos a leer poesía y, en mi caso, a recibir un reconocimiento que me emociona tanto.

Organizar un evento como este es un acto de generosidad y desprendimiento porque uno le dedica tiempo, esfuerzo y pasión a otros.

Estoy, estamos aquí gracias a gente maravillosa, como Salvador Madrid, Ethel Ayala, Armando Maldonado, Valeria Cobos, Néstor Ulloa y tantos otros, y también gracias al apoyo de la Ministra Anarella Vélez y su equipo, del alcalde Pedro Escalante y su equipo, de tantos patrocinadores, tantos voluntarios, tanta gente que ha hecho posible este encuentro que nos hermana.

Esta noche comenzó para mí en un pueblito de Copán. Podría hablar de los grandes poetas que me han acompañado en este viaje por la poesía, como Sor Juana Inés de la Cruz y Saint-John Perse, pero más me interesa recordar las mitologías que, de niño, me rodeaban en ese pueblito del que salí para ir a hacerme más o menos Alvarado.

Crecí entre la mitología maya y la católica, y después supe que la zoología fantástica de los cuentos del pueblo tenía su lugar en los bestiarios medievales y el ruibarbo de mi abuela en los delirios de Colón.

De la misma manera, la luz amarillenta del candil de mi madre se me apareció después en la pintura de Rembrandt y de Vermeer. Como digo en este libro, yo no sabía que San Jerónimo, Copán, también era una aldea holandesa.

En ese 2018 también viví en Copán los últimos días de mi madre y, gracias a la paciencia de mi hermana Gloria, aprendí (sigo aprendiendo) a tortear, una de las actividades más placenteras y complejas que he emprendido en mi vida. Aún no domino, y quizá nunca lo haga, el misterio de la redondez de la tortilla.

Dice Calvino que la tortilla aparenta no tener ningún sabor, aunque tenga muchos. Me parece que buscar esa perfección y esa sencilla complejidad de sabores no dista de la escritura de poesía; uno está consciente de que se acerca con herramientas y talento limitados a las mitologías antiquísimas del maíz y de la lengua, como aquella poesía de Seamus Heaney que resulta de escarbar en la tierra y en el lenguaje.

Uno, confieso, no está preparado para esos misterios. Una revelación de Seamus Heaney sobre las asonancias del irlandés que se le filtraban al escribir en inglés me llevó a pensar en el español hondureño que me ha servido de casa en el destierro, y me aventuro a decir que me cautiva la cadencia del español hondureño de las tierras altas, que también advierto en la poesía de Salvador Madrid y de Marco Antonio Madrid.

Como diría José Emilio Pacheco, esta no es más que una “hipótesis Nescafé”, esas que se disuelven en cuanto uno las dice. Este podría ser un disparate o, les confieso, la íntima necesidad que, en la lejanía, me ha llevado a aferrarme a invenciones en las que conviven la mitología maya y el barroco, el prodigio de la tradición literaria universal y la inmensidad de la aldea.

Por eso no es desquiciado que a Calvino le fascine el misterio de la tortilla o que la luz del candil aparezca en un cuadro holandés.

Y me atrevo a lanzar otra hipótesis Nescafé. Cada palabra que escribo, cada palabra que los poetas hondureños escriben parte de nuestro primer gran poema: “Himno a la materia”, al que todos volvemos.

Fue escrito por un joven que se debatía entre el romanticismo y el modernismo, pero el concepto de juventud en esa época era distinto. La velocidad intelectual de esos jóvenes los llevaba a ser, entre los veinte y los treinta años, poetas, cronistas, abogados, jueces, ministros, magistrados, diplomáticos.

Supongo, entonces, que cada poema que sea leído en estos días no será un hecho aislado, sino que será absorbido, como en la complejidad de los sabores de la tortilla, por esa tradición inaugurada, hace más de un siglo, por jóvenes prodigiosos.

Y si bien existe una Historia universal de la infamia, cada poema venido de otras latitudes se sumará a una historia universal de fraternidad.

Finalmente, pagaré mal esta bella y conmovedora distinción y este maravilloso encuentro con la lectura de unos cuantos poemas de este libro bellamente editado, cuando sea presentado, aunque preferiría leer poemas de Mayra Oyuela, Néstor Ulloa, Iveth Vega, Kris Vallejo, Armando Maldonado, Melissa Merlo, Soledad Altamirano, Francesca Randazzo, Rolando Kattan, Carlos Ordóñez o de otros poetas admirables, pero no les he pedido permiso y no quiero arriesgarme a que se enemisten conmigo. Así que tendrán que resignarse a estos alvaradismos.