Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El cerco de la discordia

Cuando toca, ni aunque te quites…
28.12.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Don Manuel vendió media manzana de tierra porque no podía atender todas sus propiedades. Y don Jacinto, alegre porque necesitaba un poco más, le compró la media manzana y prometió cercarla lo más pronto posible. Y, en buena armonía, vendedor y comprador pasaban el tiempo, hasta que una mañana, todo cambió de repente, y cambió para mal…

Resulta que don Manuel, ya entrado en años, con hijos grandes, viudo, con muchos nietos y sin muchas cosas que hacer, se entretenía visitando sus tierras, paseando por ellas y recordando los días en que las compró para heredarles algo valioso a sus hijos, para enseñarles el valor del trabajo y para asegurarles su futuro. Y, con él, su esposa Aminta, una mujer sencilla que lo amó hasta el día de su muerte.

Se levantaba don Manuel muy temprano y ensillaba él mismo su caballo, un alazán enorme al que llamaba “Sebastián”, y al que tenía desde que era un potrillo. Y, además, al que quería casi como a sus propios hijos.

Una vez ensillado, y bien comido de avena y forraje, “Sebastián” se iba con su amo a paso cansino para que él se divirtiera viendo sus tierras. Esa mañana le tocó pasear por la parte del río, cerca de la media manzana que le había vendido a don Jacinto. Despacio como iba, tardó en llegar, y, al detenerse, se dio cuenta de que algo raro pasaba allí. Los cercos estaban movidos.

“¿Y esto? –se preguntó don Manuel, extrañado–. Este cerco está corrido… O sea, que alguien me quiere robar tierra…”.

Dio media vuelta y se encaminó a la casa de don Jacinto. Este estaba tomando café en el corredor, sentado en una silla mecedora.

“Buenos días, don Manuel” –le dijo, a manera de saludo.

“Ni muy buenos, don Jacinto” –le respondió don Manuel, bajándose de “Sebastián” de un salto, algo sorprendente a su edad.

“¿Y eso? –le preguntó don Jacinto, levantando las cejas–. Y, ahora, ¿qué mosca le picó, estimado amigo?”.

“Dudo que en verdad me considere usted su amigo, don Manuel… porque lo que parece que ha hecho, no es de un amigo como usted dice”.

“A ver, a ver, váyase explicando, don Manuel, porque no me gusta mucho que venga cualquiera a hablarme en ese tonito a mi propia casa”.

Don Manuel se acercó a él.

“¿Cuánta tierra le vendí?” –le preguntó.

“Media manzana”.

“Y, ¿me puede decir, entonces, por qué razón su cerco está corrido hasta más de una manzana en mi propiedad? A ver”.

Don Jacinto esperó unos segundos antes de contestar.

“Pues, eso sí que no sé, don Manuel –le dijo, arrugando las cejas–, pero es cuestión de ir a ver… Lo que tengo cercado, tengo cercado, y es lo que usted me vendió, a menos de que ahora se me quiera echar para atrás, y eso no es correcto en un hombre…”.

Don Manuel tragó gordo.

“Vamos a ver” –dijo.

Entró don Jacinto a su casa, y salió al poco rato, con un sombrero cruzado, un machete al cinto, y un revólver en la cintura. Se subió a un caballo, y siguió a don Manuel.

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El cerco

Tardaron un poco en llegar al sitio. Ya el sol estaba alto en el cielo, pero no hacía calor. Nubes blancas, de distintas formas, se movían perezosamente empujadas por un viento débil y fresco.

Se detuvieron los señores en el límite marcado por el cerco. Don Manuel bajó de su caballo, seguido por don Jacinto, y este amarró las riendas a un poste.

“¿Ve cómo está corrido el cerco?” –dijo don Manuel.

Don Jacinto le respondió, con voz fuerte y clara:

“No está corrido; yo solo cerqué lo que le compré, y no crea que me gusta mucho que me esté tratando de ladrón”.

“No, si no lo estoy tratando de ladrón todavía; solo quiero que me dé una explicación… Aquí está cercada más de una manzana, y yo le vendí a usted solo la mitad… Y, según veo, hasta ya la tiene sembrada”.

“La sembré porque se la compré para eso, y no veo en qué le pueda molestar eso a usted…”.

“No, si no me molesta, lo que pasa, es que está sembrando en tierra ajena, o mejor, dicho, en tierra que no es suya, y no quiero problemas con usted ni con nadie. O corre su cerco a la media manzana que le vendí, o aténgase a las consecuencias…”.

“¿Usted me está amenazando?”.

“Le estoy advirtiendo que no soy ningún tonto y que usted se ha pasado de vivo; así que corra su cerco hasta donde le corresponde, y seguimos tan amigos como antes…”.

Hubo un momento de silencio. Solo el ruido del viento al pasar entre las hojas de los árboles se escuchaba en aquel paraje solitario. Don Manuel estaba furioso; don Jacinto se rascaba la parte de atrás de la cabeza.

“Bueno –dijo, al fin–, tiene razón usted, don Manuel… Es que yo quería aprovechar un poco más la siembra, y me atrevía a adelantar un poco el cerco…”.

“Así como que nos empezamos a entender, don Jacinto”.

“Mire… déjeme que coseche, y corro el cerco hasta donde debe ser… ¿Qué dice?”.

Don Manuel sonrió.

“Me parece bien; coseche y después cerque su propiedad… No hay problemas por eso…”.

“Gracias, don Manuel –dijo don Jacinto; y los hombres se estrecharon las manos–; dispense…”.

“¿Ve cómo hablando se entiende la gente?”.

La cólera de los señores se había extinguido. Habían hecho las paces de nuevo, y todo iba bien, pero…

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El caballo

Cuando ya se despedían, don Manuel buscó a “Sebastián”, y no lo encontró. Fue en ese momento en que don Jacinto dio un grito.

“¡Caballo, hijo de su madre!” –gritó.

“A “Sebastián” no me lo trate así”.

“¿Es que no ve lo que está haciendo ese caballo hijo de p…?”.

“Ya lo voy a sacar…”.

“¿Cuál sacar? Aquí mismo se lo voy a matar”.

“Usted me le hace algo a ‘Sebastián’ y me lo quiebro, don Jacinto”.

Don Manuel se llevó una mano a la cintura.

Don Jacinto acababa de desenvainar el machete.

“Sebastián”, más con inocencia que con hambre, se estaba comiendo la cosecha de ocra de don Jacinto. Y ya se había tragado una buena parte. Y, si a esto se le agrega que con las patas había destruido una parte mayor, el daño era irreparable, y de ahí, la cólera del señor.

El asunto del cerco había quedado arreglado a conveniencia de los dos, pero lo del caballo no tenía remedio. Meses enteros había trabajado don Jacinto en su cosecha, y esperaba para esos días a unos inversionistas chinos que querían saber si la ocra se daba bien en aquellas tierras; y en eso tenía fundadas muchas esperanzas don Jacinto. Pero, la gula de “Sebastián” le acababa de destruir sus esperanzas. Furioso, se acercó al caballo para decapitarlo con el guarizama. Fue entonces que se escucharon dos disparos, seguidos de un grito agudo. Se volvió don Jacinto con el rostro descompuesto por una mueca de dolor, y sacó su revólver; disparó una sola vez. Don Manuel dio un grito. Cayó al suelo don Jacinto, y murió, en medio de un charco de sangre. Don Manuel dio un paso atrás, se llevó una mano a un hombro para contener la sangre de su herida, y montó en “Sebastián”. Luego, se dio a la fuga. Por supuesto, el escape no le iba a durar mucho.

Castigo

Huía don Manuel por un camino de herradura cuando los hijos de don Jacinto llevaban su cadáver a su casa.

“Esto no se va a quedar así” –dijo uno.

“Yo sé dónde es que se va a esconder ese viejo…” –dijo otro.

“Pues, vamos a perseguirlo –dijo el tercero–, y lo matamos… Mi papá no se va a ir de gobierno…”.

“Vamos” –dijo el cuarto hijo de don Jacinto.

Y salieron de la casa, dejando que las mujeres prepararan el cuerpo de don Jacinto.

Mientras tanto, don Manuel iba montado en “Sebastián” por una vereda llena de árboles, subiendo hacia una montaña casi inaccesible. Si se arrepentía de lo que había hecho, eso es algo que solo Dios sabe, y Dios no se lo va a contar jamás a nadie. “Sebastián” iba sereno, sin acordarse siquiera del sabor de la ocra, y avanzaba haciendo sonar las herraduras en las piedras del camino.

Todo estaba en silencio alrededor, sin embargo, de pronto, aquel silencio se interrumpió con una ráfaga de tiros que sacaron a los pájaros de sus nidos. Un grito apagado salió del pecho de don Manuel, y “Sebastián”, libre de las riendas, se detuvo. Cayó al suelo su jinete, y quedó muerto sobre la hierba. “Sebastián”, más por instinto que por gula, se puso a morder el zacate. Más allá, sobre el valle, donde corría el río, se había perdido el eco siniestro de los disparos.

Cuando encontraron a don Manuel, todavía estaba caliente, y su caballo seguía comiendo hierba cerca de él. Sus hijos, menos violentos y vengativos que los hijos de don Jacinto, fueron a la Policía.

La DPI

Los agentes de delitos contra la vida de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) llegaron a la hacienda de don Manuel. Ya se sabía quiénes lo habían asesinado.

“Queremos que se le haga justicia a mi papá” –dijo uno de los hijos del muerto.

“Y se le hará justicia, señor”.

Un anciano intervino.

“Pero, por ahí dicen que fue don Manuel el que disparó primero, y que mató a don Jacinto… En mis tiempos se pagaba ojo por ojo y diente por diente…”.

“Pero ya no estamos en sus tiempos, don Macario”.

“Para mí que dejen las cosas así, mijo… Mire que esas gentes son peligrosas…”.

“Que se las vean con la Policía, don Macario”.

Los agentes llegaron a la finca de don Jacinto. Tres de sus hijos escaparon. Capturaron el menor de ellos.

“Ese viejo mató a mi papá por la espalda”.

“Ya lo sabemos, señor, pero no tenían derecho a hacerse justicia por su propia mano… Ustedes lo asesinaron, y ahora tienen que pagar su delito…”.

El muchacho no dijo nada.

Espera en la penitenciaría el día en que verá la libertad de nuevo. Tal vez dentro de treinta años. Sus hermanos están huyendo. La Policía dice que los capturará muy pronto.

Y todo porque “Sebastián” tenía más hambre…