Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El cadáver de Jésica segunda parte

Bien dicen que el que mal anda, mal acaba

27.04.2019

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

A Jésica la encontraron muerta en su propio cuarto, ahorcada. La madre asegura que su hija no tenía motivos para suicidarse y que estaba alegre porque pasaría sus vacaciones con el papá biológico en Olancho.

Los detectives de la DNIC están seguros de que ella se quitó la vida hasta que encuentran dos indicios extraños: un preservativo usado y sangre en el lazo con el que se ahorcó la muchacha. Entonces, los agentes tienen una idea y le piden autorización al fiscal para que el forense examine a Jésica.

Sospechas
El forense se agachó frente al cadáver, después de hacer que salieran todos del cuarto, y se quedó con el detective y con el representante del Ministerio Público.

“¿Qué debo buscar?” –preguntó, sin ver
a nadie.

“Quiero saber si la muchacha perdió su virginidad recientemente”.

“Vos asegurás que ya no era virgen”.

“El preservativo usado y la sangre en el lazo me dicen algo, doctor”.

Se hizo el silencio por largos segundos. El forense bajó despacio el pantalón del pijama de Jésica y, de repente, se detuvo.

“¡Bingo” –gritó.

“¿Qué pasa, doctor?” –preguntó el fiscal.

“Vean esto” –respondió el médico, señalando de cerca la cintura de la muchacha.

El detective y el fiscal se acercaron.

El blúmer de Jésica estaba mal puesto, se había enrollado a la derecha, un poco debajo de la cadera, y, a la izquierda,
estaba estirado.

“Parece que esta niña tenía prisa cuando se subió el blúmer” –dijo el médico.

“O el que se lo subió tenía prisa, doctor” –replicó el detective.

El forense movió la cabeza hacia adelante, pensativo.

“Una mujer siempre es cuidadosa con su ropa íntima –agregó el policía–, y ella no se hubiera dejado el blúmer así”.

“No; supongo que no”.

“¿Entonces?” –preguntó el fiscal.

“Creo que la niña no se ahorcó –dijo el detective–, aunque no me explico por qué no gritó o pidió ayuda cuando la estaban colgando de la viga”.

“Tal vez porque estaba desmayada” –respondió el doctor.

“Entonces –dijo el detective–, es posible que la hayan vestido cuando estaba
muerta”.

“Y colgada. Eso explica la prisa”.

“Se trata entonces de un homicidio…”

“Creo que sí” –musitó el forense.

Dejó que pasaran unos minutos. Al
final, dijo:

“El himen está roto en cinco partes, como mínimo, y las cicatrices son antiguas”.

“Lo que significa que la niña tenía relaciones desde hace algún tiempo…”

“Un año o menos, diría yo”.

“Ese tiempo coincide con la fecha en que ella cambió su carácter…”

“Parece que sí”.

El agente se quedó pensando por un instante.

“¿Podríamos saber si fue violada, doctor?” –preguntó, poco después.

El forense se tomó su tiempo.

“Pues… –musitó–, no sé si fue violada, pero tengo la impresión de que su primera vez fue un poco violenta… Por lo general, un himen se rompe en tres partes… y este tiene cinco o seis lesiones. ¡Pero eso lo voy a confirmar en el laboratorio!”

El detective sonrió, miró al fiscal y, avanzando hacia la puerta, exclamó:

“Tengo algunas sospechas”.

La sangre
El policía abrió la puerta, llamó a uno de sus compañeros, y le dijo:

“Tráiganlo”.

El padrastro, más pálido que blanco, nervioso y enojado, protestó.

“¿Por qué estos hombres me tratan como si fuera un delincuente? ¡No tienen
ese derecho!”

“Señor –le contestó el agente–, su hijastra no se suicidó; la mataron…”

Se interrumpió el detective ante el grito desesperado de la madre, que estuvo a punto de desmayarse.

“¿La mataron?” –preguntó el padrastro.

“Entre las dos y las cinco de la mañana”.

“Pero, ¿quién pudo hacer eso?”

“Es lo que estamos averiguando”.

El hombre temblaba.

“Pero… eso es imposible…”

“¿Por qué cree usted que es imposible que alguien haya matado a la muchacha?”

“Porque… porque…”

“Quiero que me enseñe sus manos”.

“¿Para qué?”

“¡Enséñeme sus manos!”

El hombre miró a su esposa por un momento, vio al fiscal, que lo veía a su vez con ojos de fuego, y sin decir nada más, mostró las manos, con las palmas hacia arriba.

“Doctor” –dijo el agente.

El forense examinó las manos del padrastro con ojo clínico.

Se tardó unos treinta segundos.

“Están sanas –dijo, al final–; no tienen señales de lesiones de ningún tipo”.

Y así era. Las manos del hombre estaban sanas, casi como cuando nació.

El detective miró al fiscal, este al forense, y el forense miró a los dos.

“Creo que deben buscar otro sospechoso”.

“¿De qué están hablando?” –preguntó el padrastro.

“¿Tenía novio su hija?” –le preguntó
el fiscal.

“No, no tenía novio”.

“¿Cómo está tan seguro?”

“Era una niña bien aplicada y obediente… Iba al colegio y, el último año, no salía de la casa…”

“Pero, su hija tenía relaciones íntimas desde hace un año, más o menos”.

El hombre abrió la boca. Su esposa lo interrumpió.

“¿Qué es lo que está diciendo? Mi hija
era decente…”

El detective se apartó un poco del grupo, llamó a uno de sus compañeros y le dijo algo al oído. De inmediato, el hombre salió del cuarto.

“Venga, señor –le dijo al padrastro, tocándolo en un hombro y llevándolo hasta la cama donde, en una bolsa transparente, estaba el lazo, embalado.

“¿Sabe qué es esto?” –le preguntó, enseñándole la sangre que brillaba en gruesos puntos a la luz de los bombillos.

“Parece sangre” –contestó el hombre, con acento nervioso.

“Es sangre –exclamó el detective–, y creemos que es sangre de las manos del asesino de su hija…”

El hombre miró al detective como alelado.

“Pero –murmuró–, ¿cómo pudo entrar alguien a mi casa?”

“Es posible que fuera el novio de su hija”.

“Si es así, señor, yo no sé nada…”

“¿Y usted, señora?” –le preguntó el fiscal a la madre, que lloraba en silencio mientras los empleados de Medicina Forense retiraban el cuerpo de Jésica envuelto en una mortaja de plástico.

“No –dijo–, yo no sé nada… Jésica jamás me dijo que tuviera novio… o que estuviera teniendo intimidad con alguien”.

“Bien –respondió el agente–. Y, dígame una cosa…”

“Sí”.

“¿Sabe ya el papá de la niña que su hija está muerta?”

“Sí… Le avisé hace una media hora…”

“¿Por qué se tardó tanto?”

La mujer se limpió las lágrimas.

“No sé –contestó–; con los nervios se me fue por alto… Y ya le avisé también a mi familia”.

“Ya”.

Pasos
Habían retirado el cuerpo de Jésica, sin embargo, los técnicos de inspecciones oculares de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, seguían buscando indicios en cada centímetro cuadrado del cuarto.

“¿Qué más piensa encontrar?” –le preguntó el fiscal al detective.

“No sé, pero creo que aquí hay algo más…”

“¿Cómo qué?”

“Abogado –respondió el policía, suspirando–, ese preservativo fue usado hace unas pocas horas, el semen se ve fresco y creo que la fuente de donde vino es un asiduo visitante de esta casa…”

“¿Ya no sospecha del padrastro?”

“No, y le voy a decir por qué”.

“A ver”.

“Eso será en unos minutos…”

“Yo ya no tengo nada que hacer aquí”.

“Al contrario, todavía le queda mucho por hacer… Necesito que me autorice algunas cosas, para cuidar el debido proceso, y para que los defensores del asesino no vayan a decir nada más adelante”.

“No le entiendo”.

“Ya me va a entender… Si lo que sospecho es verdad, entonces resolveremos el caso aquí mismo”.

“¿Sospecha de alguien más?”

“No coma ansias, abogado; espérese un momento. Tal vez no me equivoco como con el padrastro”.

El fiscal iba a protestar.

“Mire, abogado –lo interrumpió el policía, hablando solo para él–, ya sabemos que la muchacha no se ahorcó. En la escena del crimen no vemos sillas ni bancos desde donde pudiera haberse lanzado después de amarrarse la soga al cuello… Además, si recuerda bien, la niña colgaba sobre la cama, cerca de la orilla, pero sobre la cama… lo que nos dice que tampoco pudo lanzarse desde la cama porque sus pies estaban a unos diez o doce centímetros del suelo… ¿Me va entendiendo?”

“Sí”.

“Bien. Creo que alguien tuvo sexo con la niña. Alguien que sabía que se iba para Olancho, alguien que tenía sexo con ella desde hace mucho tiempo, alguien que vino a despedirse en las sombras de la noche, o de la madrugada; en fin, alguien que podía entrar con confianza a la casa…”

“El padrastro, por supuesto”.

El agente sonrió.

“Buena deducción”.

“Entonces –dijo el fiscal, arrugando el ceño–, si ya tenemos al sospechoso, ¿por qué no lo arrestamos y nos vamos
de aquí?”

“Según veo, abogado, usted no quiere usted servir correctamente a la justicia”.

“Si el padrastro es el asesino…”

“El asesino es un hombre fuerte, joven y decidido. Creo que violó a la niña, o que vino hasta aquí y tuvo sexo con ella sin que ella estuviera de acuerdo pero, además, sin que pudiera evitarlo…”

“Ese sería alguien que tenía poder sobre ella”.

“Así es… La intimidaba, la dominaba, la tenía amedrentada, amenazada…”

El fiscal no dijo nada.

“Creo que golpeó a la muchacha, después de violarla, y que, estando ella inconsciente, o semi inconsciente, le amarró el lazo al cuello, pasó la punta de este por la viga y jaló con fuerza para levantar a Jésica de la cama. Pero, por muy fuerte que fuera, en algún momento el peso de la muchacha fue mayor que sus fuerzas y el lazo se resbaló, lesionándole las manos, o una de las dos. Pero, controló la caída del cuerpo y logró levantarlo lo suficiente para que la niña muriera.

Luego lo amarró, asegurándolo al balcón de la ventana del cuarto que, como ve, está después de la cabecera de la cama… Algo sencillo, pero que dejó sangre en el lazo”. “Y, ¿cómo piensa encontrar al asesino?” En ese momento entró al cuarto el agente al que le había hablado al oído.

“Ahora lo veremos” –respondió, brillantes los ojos.

Noticias
“¿Qué encontraste?”

“Más de lo que te imaginaste, pero tenés que verlo con tus propios ojos”.

“Vamos”.

Bajaron rápido del segundo piso, cruzaron la sala, salieron al porche, cruzaron el portón abierto y salieron a la calle.

“Que nadie salga de la casa” –ordenó el detective a varios policías.

Cruzaron la calle y entraron a la casa de enfrente, donde, al parecer, los esperaban.

“¿Dónde está?” –preguntó el agente.

“Venga por aquí” –le respondió un hombre mayor.

Llegaron al estudio, un lugar amplio, con sillones, escritorio, biblioteca y varias estatuas. En un rincón estaba una pantalla.

“Aquí” –dijo el dueño de la casa.

Apareció de pronto un video en la pantalla, y el agente le dijo al fiscal:

“No se pierda detalle, abogado”.

“No”.

Después de adelantarlo unos minutos, apareció de pronto un carro que se estacionó al otro lado de la calle, a unos diez metros de la casa de Jésica. Se vio que se apagaron las luces, que alguien encendió un cigarro adentro, y empezó a fumar tranquilo.

Eran las tres de la mañana. Adelantaron otra vez el video, y se vio que el portón se abrió, salió una camioneta, de retroceso, se cerró el portón, y la camioneta se alejó. Eran las tres y cincuenta y cinco minutos de la mañana.

Entonces, se abrió la puerta del conductor del carro que se había estacionado a diez metros de la casa, se vio bajar a un hombre joven, alto, fornido, de pelo largo y atractivas facciones. Cerró la puerta, se encaminó hacia la casa y se abrió una puerta; entró y la puerta se cerró.

“¡Excelente!” –exclamó el detective; y agregó: –¿Lo ve ahora, abogado? Ese es el asesino…”

“¿Cómo supo todo eso?”

“No lo sé… Solo sospeché del padrastro primero, luego de un novio que no existe, y, por último, de alguien que puede entrar a la casa con confianza, y, si no era la niña la que lo metía, tenía que ser la trabajadora, pero ya vimos que no hay trabajadora en la casa; entonces, ¿quién nos queda?”

“La dueña…”

“La mamá de Jésica…”

El detective tomó aire.

“Sí… Y es hora de hablar con ella…”

Nota final
Después de negarlo por media hora, la mujer aceptó tener un amante desde hacía un año. Cuando los detectives lo encontraron, tenía una lesión oblicua en la mano derecha. No negó nada.

Dijo que había abusado de la niña desde hacía ocho meses y que estaba enamorado de ella, que ella lo amenazó con decirle al papá de lo que le pasaba, y por eso decidió matarla. Saldrá en libertad cuando cumpla cincuenta y cinco años.

Fue sentenciado a veinticinco. El papá de Jésica asegura que hará justicia por su propia mano. El detective que llevó este caso fue depurado; asegura que con él se cometió una injusticia