Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Sucedió hace muchos años, a mediados de 1992. A Juan Sosa lo encontraron sin vida una mañana fresca de junio a orillas del río Guayape. Estaba tirado boca arriba sobre un banco de arena, con medio cuerpo metido en el agua. Tenía una herida horrible en el cuello y su cabeza seguía unida al cuerpo solamente por un delgado hilo de piel. Lo habían decapitado de un solo golpe, según dijo el detective del Departamento de Investigación Nacional (DIN), un sargento al que no se le notaban los años, pero que llevaba en su rostro la experiencia de mil casos criminales.
El cuerpo lo encontraron dos hombres que buscaban oro en el río y no tardaron en reconocerlo.
Juan era alto, de casi dos metros de estatura, fornido y atractivo. A los veintiocho años seguía soltero, sin embargo, se consideraba a sí mismo como un depredador.
“Mujer que me gusta –decía–, mujer que ha de ser mía”.
Y, por esas cosas de la vida, le gustaban todas. Altas, chaparras, solteras, casadas, gordas, flacas, viudas y divorciadas. Todas. Y a todas les gustaba él. Por eso, el sargento, al conocer la vida de Juan Charrasqueado que llevaba aquel muchacho, supuso que lo habían asesinado por alguna falda. Lo que quedaba ahora era saber la falda de quién era.
“Así vamos a encontrar al asesino” –les dijo a los dos agentes que lo acompañaban.
“No creo que sea difícil” –dijo uno de ellos.
“A este chavalo seguramente lo odiaban muchos hombres” –comentó el otro.
“Es posible” –contestó el sargento.
Y, como era hombre de pocas palabras, selló sus labios y se puso a trabajar.
“Escribí” –le dijo, unos minutos después, a uno de sus hombres.
El sargento no sabía leer ni escribir.
“Dígame, mi sargento”.
Hubo un silencio largo en el que se escuchó claramente la respiración del sargento, mezclándose con el suave rumor del río.
Había llovido la tarde anterior y la mañana era fresca, casi fría; el río había crecido pero todavía estaba en su caudal, aunque el agua no era tan clara.
Poco a poco, los curiosos se habían acercado a la escena del crimen, pero la mirada de hierro del sargento los mantenía lejos, con excepción de la madre, que acababa de llegar y se había desmayado al ver a su hijo muerto.
“Llévense a esa señora de aquí –ordenó el sargento–; la próxima vez va a caer encima de una piedra y se va a partir la cabeza. Y me basta con un muerto”.
Y, como en aquellos tiempos un sargento era poderoso, más si era del DIN, sus hombres le obedecieron de inmediato.
Y, por esas cosas de la vida, le gustaban todas. Altas, chaparras, solteras, casadas, gordas, flacas, viudas y divorciadas. Todas. Y a todas les gustaba él. Por eso, el sargento, al conocer la vida de Juan Charrasqueado que llevaba aquel muchacho, supuso que lo habían asesinado por alguna falda”. |
Datos
“A este hombre lo mataron de un solo machetazo –dijo, poco después el sargento–; fue un solo golpe, tal vez un guarizama. Es un machete pesado, de hoja larga y bien afilada. Y el que lo mató es un hombre fuerte, alto y de brazo largo…”
Hizo una pausa para comprobar que el agente estuviera escribiendo, y, satisfecho, agregó:
“Por supuesto, no lo mató aquí –dijo–; lo mató más allá…”
Se retiró unos pasos del cuerpo, avanzó sobre la arena, fija la vista en el suelo, y salió a la orilla, donde había una especie de playa de lodo espeso.
Caminó todavía unos cuantos metros y se detuvo. Vio el suelo por un instante, miró a ambos lados, luego, se enderezó, vio hacia atrás, y sonrió, pero la suya no fue una sonrisa de satisfacción; fue una sonrisa macabra.
“Los dos hombres venían de allá –dijo, señalando hacia atrás; uno caminaba adelante, y parece que venía borracho… Aquí vemos huellas de botas, las botas viejas y gastadas que tiene puestas el muerto y que están metidas en el agua. Nos fijamos bien en el lodo y decimos que estos pasos son los del muerto…”
Señaló varias marcas en el lodo y sus hombres estuvieron de acuerdo con él.
Eran marcas de botas de tacón alto y grueso. En algunas se notaba el desgaste en el lado exterior del tacón, lo que el sargento había notado al levantar los pies de Juan para analizar las botas.
Las huellas venían paralelas al río, a unos cuatro o cinco metros de la orilla, y se notaba que eran las únicas que se habían grabado en el lodo en las últimas horas. Además, terminaban de pronto en un punto del camino, donde se notaba, aparte, una depresión profunda que, como un canal irregular, llegaba hasta el río.
“El asesino lo atacó por la espalda –dijo el sargento, poco después–; le descargó el filazo a un metro y medio de distancia, y fue uno solo. Entonces, el hombre murió en el acto, o sea, de inmediato, de un solo, y cayó al suelo, o sea, al lodo, donde dejó esta marca de su cuerpo…”
Calló por un momento y se quedó pensando mientras el agente esperaba con el lápiz listo.
“Yo creo que se murió de un solo porque no veo manchas de sangre; a menos que la sangre se haya confundido con el lodo”.
Hizo otra pausa y miró hacia el río.
“Después, el asesino lo arrastró hacia el agua, a lo mejor, con la intención de que la corriente se llevara el cuerpo, pero resultó que el muchacho era muy grande y pesaba mucho, y, entonces, lo dejó en la orilla, boca arriba…”
Nadie se atrevía a interrumpir al sargento. Caminó hacia atrás, volvió sobre el lodo, siguiendo las huellas de las botas, y una nueva sonrisa separó sus labios.
A unos metros de donde había caído el cuerpo encontró algo que le llamó la atención.
Llamó a los agentes.
“Quítenme a esa gente de aquí –ordenó–; no quiero que nadie se acerque…”
Los agentes retiraron a los curiosos y volvieron con su jefe.
“¿Ven esto?” –les preguntó, agachado sobre unas huellas que estaban marcadas cerca de las que habían dejado las botas de Juan.
“Sí, mi sargento” –le respondieron sus hombres.
“¿Qué ven?”
“Unas huellas de patas, mi sargento”.
“¿Ven qué semejantes patas son estas?”
“Sí las vemos, mi sargento”.
“Y, ¿ven desde dónde vienen juntas?”
“Pues, desde allá, mi sargento”.
El sargento se puso de pie.
“Vengan” –les dijo.
Caminó despacio señalando con un dedo hacia el suelo. Las huellas estaban ante sus ojos.
Eran huellas de pies, unos pies grandes y anchos, de dedos largos y gruesos, y estaba cerca de las huellas de las botas.
“Aquí terminan –dijo, de pronto, el sargento–; las huellas de las botas y las de los pies… ¿Ven?”
“Sí, señor”.
“Es posible que los dos hombres vinieran juntos –empezó a explicar el sargento–, pero, también es posible que al muerto lo hayan seguido y, como estaba bolo, no se dio cuenta. Entonces, el asesino se le acercó despacio y, al tener la oportunidad, le dio el machetazo y lo decapitó… ¿Me entienden?”
“Sí, mi sargento”.
“Pero eso ya no es tan importante, muchachos –dijo el sargento, levantando la frente–; ahora, lo que importa es saber de quién es esa semejante patota…”
“Así es, señor”.
“Y, como ya sabemos que el asesino es un hombre fuerte, alto, y de brazos largos, entonces le ponemos estas patas y tenemos un hombre grandote”.
“Así es, señor”.
“Pero hay un detalle”.
“Sí, mi sargento; hay un detalle”.
“Me parece que este hombre no usa zapatos, o no está acostumbrado a ellos…”
“¿Por qué, mi sargento?”
“Pues, porque se me hace raro que haya seguido a la víctima descalzo; se me hace extraño que se haya quitado los zapatos para seguir a su víctima… ¿Ven las huellas de pies en el lodo y ven cómo desaparecen en la arena?”
“Sí, señor; allí desaparecen”.
“No entiendo bien esto, pero creo que es que este hombre, y me refiero al asesino, no usa zapatos…”
“A lo mejor es que el pie es muy grande, mi sargento, y no encuentra zapatos para él…”
“¡Exacto!”
El sargento sonrió.
“Y, ¿qué significa esto?”
“¿Qué significa, mi sargento?”
“Que tenemos una huella especial y eso va a llevarnos hasta el asesino”.
“¿Solo por la pata, señor?”
“Solo por la pata”.
“¿Y si hay más hombres patones por aquí, mi sargento?”
“Ah, en eso no había pensado”.
“Es que pueden haber muchos, señor”.
“Entonces –dijo el sargento–, los vamos a llevar a uno por uno y los vamos a interrogar…”
“¿Y si no dicen nada, señor?”
“Pues, cuando les arranquemos las uñas no creo que les queden ganas de negarse…”
“¿Les vamos a arrancar las uñas, mi sargento?”
“Solo a los que no quieran colaborar con nosotros”.
“Es que… tenemos un problema, señor”.
El sargento endureció la mirada.
“¿Qué problema?”
“Es que no traje los alicates, mi sargento…”
La mirada del sargento fulminó al agente.
LY, como ya sabemos que el asesino es un hombre fuerte, alto, y de brazos largos, entonces le ponemos estas patas y tenemos un hombre grandote”. |
La fila
El sargento avanzó hacia donde estaban los curiosos.
“Se me quitan las mujeres y los niños –les dijo–; y se me ponen en fila los hombres jóvenes… Los viejos se van con las mujeres… ¿Entendido?”
Un sargento del DIN era un sargento, y se le obedecía inmediatamente.
“¿Y vos?” –preguntó, de repente, dirigiéndose a un muchacho que sostenía a una mujer que lloraba.
“Es mi mamá” –le contestó.
“¿Es la mamá del muerto?”
“Sí”.
“Bueno, pues; dejala en el suelo y te ponés en la fila… ¿Me entendiste?”
El muchacho obedeció de inmediato. En ese momento, el sargento se quedó con la boca abierta. Cuando el muchacho se puso de pie, lo vio de abajo hacia arriba. Medía casi dos metros de estatura, era fornido y tenía dos brazos largos y gruesos.
“¿Vos sos hermano del muerto?” –le preguntó el sargento.
“Sí, señor”.
Entonces, el sargento sintió que algo se atoraba en su garganta. Miró hacia el suelo y vio que el muchacho calzaba caites, hechos de pedazos de llanta con cordones de cuero. Sus pies eran enormes, anchos y de dedos largos y gruesos.
“Vení” –le dijo el sargento.
“Dígame, señor”.
El sargento lo miró a los ojos.
“Te lo voy a preguntar una sola vez –le dijo–; ¿por qué mataste a tu hermano?”
“¿Qué?”
“Una sola vez”.
“Yo no maté a nadie”.
“Vení para acá…”
El muchacho quedó rodeado por los agentes del DIN y no se resistió. Caminó hacia la orilla del río y, deteniéndose ante las huellas marcadas en el lodo, el sargento le dijo:
“Quitate los caites”.
El muchacho se estremeció.
“O te los quitás, o te los quito”.
El sargento no jugaba.
Se quitó el caite derecho.
“Ahora poné el pie aquí” –le dijo el sargento.
Así lo hizo el muchacho y, temblando, miró en todas direcciones.
“Enchachalo” –ordenó el sargento.
“Es que tampoco traje las esposas, mi sargento”.
“Entonces, amarralo con una cuerda, por mientras me dice este asesino por qué fue que mató a su propio hermano…”
El muchacho lloraba.
“¿Te quitó alguna mujer?” –le preguntó el sargento.
El muchacho bajó la cabeza y, después de unos segundos, dijo:
“Es que mi esposa va a tener un hijo de ese maldito”.
Nota final
Marcos fue condenado a veinticinco años de cárcel. Salió en libertad viejo y lleno de amarguras. Vive en su vieja aldea, cerca del Guayape, y sigue buscando oro en el río. Es un hombre callado y solitario.
El sargento que lo capturó se siente orgulloso de haber ayudado a la justicia, “sin los alicates”.
“Eran otros tiempos –dice–; los delincuentes lo pensaban dos veces antes de cometer un crimen… Al DIN se le respetaba… o le temblaban… Un día, allá por 1991, un fregado mató a una viejita para robarle treinta lempiras de la venta de cususa, y cuando lo agarramos, solo como sospechoso, se negó a colaborar con nosotros, entonces, para ablandarlo, lo colgamos, le dimos unos cuantos toques eléctricos y esperamos a que confesara, pero el hombre era duro… Allí lo dejamos una hora, pero parece que padecía del corazón porque se nos murió en el aire… Nosotros no lo matamos. Él se murió solito. Yo creo que fue Dios el que le hizo justicia porque mató a la viejita… y por treinta miserables pesos…”