TEGUCIGALPA, HONDURAS.-CENA. La casa de Gonzalo Sánchez, en Valle de Ángeles, es un palacio humilde, donde reina su esposa con la gracia de un ángel de Dios. Y Gonzalo Sánchez es feliz. Ha pasado el tiempo sobre él, y ha acumulado experiencia y sabiduría.
Y sigue siendo el mismo hombre sencillo de aquellos años en los que todavía no peinaba canas, y cuando les demostró a los genios del FBI de Estados Unidos cómo se pegan botones en la investigación criminal en Honduras. Y es que un muchacho, hijo de un poderoso millonario estadounidense, apareció muerto, en un charco de sangre, en su propia cama. Su esposa, que dormía junto a él, se despertó alarmada porque se vio manchada de sangre, y creyó que le había venido el período; pero, cuando desaparecieron los humos del alcohol, y de otras cosas que había consumido, se dio cuenta de que era sangre de su esposo, muerto.
El FBI la acusó a ella de asesinato. El muchacho tenía una herida de bala en la sien derecha. Ella juró que no escuchó el disparo. Y dijo que estaban disgustados. Además, en el bar del complejo en el que vivían, en Roatán, ella dijo, muy enojada, que iba a matar a ese hdp de su marido. El papá del muchacho trajo un avión con laboratorio y los mejores investigadores del FBI. Honduras puso a Gonzalo Sánchez a investigar aquella muerte. El FBI cerró el caso de inmediato. Dijeron:
“Ella lo mató”. Gonzalo, humilde y sereno, dijo: “No. Se trata de un suicidio; y se los voy a demostrar a los buenos amigos del FBI”. Y demostró Gonzalo que se trató de un suicidio.
Al papá del muchacho no le quedó más que entregarle a su nuera el mucho dinero que heredaba a la muerte de su esposo. Este es el trabajo que heredó Gonzalo a las nuevas generaciones de detectives. Y, es lamentable que un hombre genial como Gonzalo no forme parte de la Secretaría de Seguridad, donde ayudaría a muchos a ser mejores investigadores criminales de lo que ya son.
Tampoco han reconocido la labor de Gonzalo, ni con una palmada en el hombro, ni con un pergamino que él pueda colgar en una pared de su casa, como muestra de que se le ha reconocido como uno de los más grandes criminalistas de Honduras. ¡Veritas veritatis et veritas vos liberabit!
De esto hablábamos en la deliciosa cena que tuvimos con este buen amigo, en su casa, cuando se puso de pie, como si acabara de recordar algo, y se fue a un cuarto donde acumula viejos recuerdos. Volvió a la mesa con una carpeta amarilla a causa del tiempo.
“Mire este caso -me dijo-. Es uno de los primeros casos que resolvimos en la DIC... Fue un caso un poco complejo, por los detalles que se nos presentaron”.
Me entregó la carpeta, y limpié con una servilleta el polvo de la primera página. Lo leí; y, al final, le dije, con entusiasmo:
“Un caso muy interesante... Muy interesante”.
“¿Cómo lo va a llamar?” -me preguntó Gonzalo.
“Un título sencillo: El caso del ciudadano español”.
“¡Excelente!”.
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El Caso
Eran casi las ocho de la noche; el carro se detuvo al frente del edificio de apartamentos, cerca de la Calle de los Alcaldes, y la mujer, una bonita muchacha de pelo largo, se acercó al chofer para darle un beso. Venían de comer, y ella estaba feliz.
“Aunque él estaba un poco callado -dijo ella-, y comió despacio; lo que me pareció raro, porque era muy platicador, y decía que siempre que estaba conmigo era feliz”.
La mujer se limpió las lágrimas.
“Nosotros estamos de guardia en la entrada de la colonia -dijo uno de los vigilantes-, y estamos alertas a todo. Pero, por supuesto, señor, no vimos cuando el carro se detuvo allí... Solo escuchamos el balazo... Fue algo fuerte; un estallido fuerte... Y nos pusimos en alerta... Pero, cuando ya vimos que no pasaba nada, yo me acerqué, vi por la ventana del chofer, que estaba abajo, y me di cuenta que el señor estaba muerto. La sangre le salía de la parte de la derecha de la cabeza... Entonces, llamamos a la Cruz Roja, por si se podía hacer algo por el señor”.
“Él era mayor que yo -dijo la muchacha-; pero, nos entendíamos bien”.
No tardó Gonzalo en saber quién era aquel hombre. Se trataba de un ciudadano español de cincuenta y seis años, alto, delgado, y de piel clara, que ya lucía algunas canas. Era empresario del plástico, socio del expresidente Callejas, y había hecho de Honduras su patria. Además, estaba enamorado, y quería vivir aquí para siempre. Sin embargo, ahora estaba muerto.
“Nosotros llegamos de inmediato a la escena -le dijo a Gonzalo un policía, y vimos que desde un carro negro estaban disparando; y el carro se fue como para el aeropuerto... Después, venimos a ver, y el señor estaba muerto. Los de la Cruz Roja lo estaban atendiendo, dándole los primeros auxilios, pero, de nada servía porque ya se había muerto”.
Y lo mismo dijo una mujer policía, en avanzado estado de embarazo, que hacía su turno esa noche.
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La escena
Gonzalo entrevistó a los guardias de seguridad de la colonia Modelo; habló con los policías, entrevistó de nuevo a la novia del muerto, y vio una vez más la escena.
“Aquí hay algo extraño -les dijo a los muchachos que andaban con él-; hay algo que no me cuadra bien”.
“Y ¿qué es, abogado?” -le preguntaron.
“Pues, que los policías dicen que un carro negro se fue rápido por ahí, hacia el aeropuerto, y que desde el carro iban disparando. Pero, vemos bien que el carro de este señor está bien estacionado, aquí, frente al portón de este edificio, y vemos que tiene la herida de bala en la sien derecha. Y el carro está en dirección al supermercado La Colonia. Así, ¿cómo es posible que alguien le haya disparado en la sien derecha, si apenas queda espacio entre el portón y el carro, y, además, la ventana del pasajero está subida, y la puerta está con llave. La muchacha dice que ella subió el vidrio antes de bajarse, y que ella apretó el seguro de la puerta. Y, desde el lugar donde el señor la dejó, hasta aquí, hay apenas unos cien metros... Y la ventana no tiene orificio de bala... Aparte de eso, la muchacha dice que él siempre llevaba consigo un arma; un revólver... Y yo veo que no está... Por eso, se me hace raro que los policías digan eso de los disparos”.
“¿Qué conclusión tiene, abogado?”
“Pues... Mejor espero... Llámenme a los policías”.
Estos repitieron la misma historia. Pero, cuando un hermano del muerto se comunicó con la Policía en Honduras, las cosas empezaron a cambiar. Incluso, varios investigadores españoles empezaron a intervenir en el caso. Y, ya que la víctima era un ciudadano español, la embajada de España, y el propio Gobierno, estaban interesados en que se resolviera el misterio, y que encontraran las razones de aquella muerte.
“Tenemos salpicaduras de sangre en la mano derecha del muerto -dijo Gonzalo-; hay salpicaduras en el tablero, y entre las piernas de la víctima... ¿Qué fue lo que pasó aquí?”.
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Noticia
“Yo creo que estos policías me están mintiendo -dijo Gonzalo-; y lo vamos a comprobar con la autopsia... Y voy a hablar con los guardias de seguridad otra vez”.
Los guardias estaban listos para cooperar.
“Nosotros oímos el disparo -dijeron-, y fuimos a ver... Allí estaba el señor, muerto, con un balazo en la parte derecha de la cabeza. Alumbramos con el foco, y lo que vimos no me gustó mucho. Allí estaba la pistola, un revólver .38. Se lo digo, porque sé bien de armas. Entonces, les dije a mis compañeros que no tocáramos nada, y que llamáramos a la Cruz Roja. Y llegaron rápido”.
“¡Muchas gracias! -exclamó Gonzalo-. Ya sabía yo que este hombre se había suicidado... Pero, si ustedes vieron la pistola, o sea, el revólver entre las piernas del señor, ¿dónde está?”
“Eso no lo sabemos, señor. Los de la Cruz Roja vinieron, y nosotros nos fuimos. Pero, allí quedaba la pistola... Se lo aseguro”.
Era hora de hablar con los paramédicos de la Cruz Roja.
“Yo no confío en la historia de película que me cuentan los policías -dijo Gonzalo-. Hay mucha fantasía allí... A mí se me hace que estos tienen mucho que ver con la desaparición del arma”.
Llegó Gonzalo a la Cruz Roja, y habló con los paramédicos que ayudaron esa noche al señor.
“Le dimos los primeros auxilios -dijo uno de ellos-, pero ya estaba muerto”.
“¿Vieron una pistola, un revólver entre las piernas del muerto?”.
“Sí, señor. Era un revólver pequeño, negro... Y cuando llegaron los policías en una patrulla, uno de ellos lo agarró, y dijo que él lo iba a guardar”.
“¡Era lo que imaginaba!” -dijo Gonzalo, con decepción.
En la tarde, le llevaron el informe de la autopsia. El español se había suicidado. Justo en ese momento, llegaron los policías. Los esperaba un fiscal.
“No vamos a hablar mucho -les dijo Gonzalo-; tenemos testigos de que, antes de que ustedes llegaran a la escena de la muerte del ciudadano español, el revólver con el que se mató, estaba entre sus piernas... Y tenemos testigos que nos aseguran que usted les dijo que lo iba a guardar, y que lo agarró y se lo puso en la cintura... Ahora, me dicen dónde está, porque es evidencia de una escena de crimen, o van a tener que vérselas con el fiscal...”.
“Es que la vendí” -dijo el policía.
“Ajá. Y ¿a quién se la vendiste?”
“A un policía Cobra”.
“Bueno. Vamos donde el Cobra”.
Cuando llegaron, el policía de las Fuerzas Especiales se sorprendió.
“Vos le compraste a este policía un revólver .38; el arma que él agarró en una escena de crimen... ¿Dónde lo tenés?”
“Aquí, en mi litera. Se lo compré por mil lempiras”.
“Pues, ya perdiste tu dinero... Entreganos el arma”.
Gonzalo hace una pausa, sonríe, y mira hacia afuera, donde hay un clima agradable. Luego, dijo:
“El director de la DNIC era el general Napoleón Nazzar, un buen policía, un hombre duro y severo, que quería que la Policía de Investigación Criminal fuera un ejemplo en Honduras y en Centroamérica, y estaba indignado porque los policías se habían robado el arma de la escena. Me llamó a su oficina, y allí estaba el embajador de España. Y me dijo que le contara la verdad. Y yo le dije que el señor se había suicidado, porque una semana antes le llegaron los resultados de unos exámenes en los que le decían que padecía un cáncer incurable, que avanzaría rápidamente... Él no iba a soportarlo, y por eso se quitó la vida. Y, con mucha vergüenza, señor embajador, le digo que dos policías nuestros se robaron el arma del señor de la escena; el arma con la que se mató; y que fue por eso que estábamos confundidos, creyendo que se trataba de un homicidio; pero, no; fue suicidio”.
Así resolvió Gonzalo el caso del ciudadano español...