Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El juicio de Dios

Dicen que solo Dios sabe qué instrumentos usa para hacer justicia
29.05.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

MARCOS. Era un hombre de estatura regular, fornido, piel quemada por el sol, ojos negros y manos grandes y ásperas. Y era, también, un hombre de carácter fuerte, más bien, violento, sobre todo cuando bebía licor, lo que hacía cada fin de semana.

En la aldea le temían, más que respetarlo; y, quien más le tenía miedo era Sara, su mujer, la humilde esposa que lo había acompañado los últimos diez años de su vida.

La golpeaba, la humillaba, la violaba cuando a él se le daba la gana, porque, según se dice, cuando una mujer no desea intimidad con nadie, y es obligada a eso, entonces es una violación en toda regla. Y Marcos eso era lo que hacía con Sara.

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Ella lo había querido mucho. Fue su primer novio y su primer hombre; le dio un hijo, al que llamaron Marcos de Jesús, y fue feliz los primeros días de su matrimonio. Marcos le hizo su casa, de adobes, bahareque y tejas, pero era su casa, y allí ella era feliz.

Marcos trabajaba la tierra. Una parcela de diez manzanas y media que era suya, recibida de parte de su padre desde que Marcos tenía quince años, ya que había demostrado que le gustaba el trabajo del campo. Marcos trabajó duro; sembró maíz, frijoles, ayotes, patastes, maracuyá, maicillo, caña y zacate para los animales, de los que se iba haciendo conforme pasaba el tiempo. Cuando cumplió veinticinco, conoció a Sara, diez años menor que él, y la conquistó “porque era trabajador”. Y el papá de Sara le dijo: “Mija, hay pocos hombres como Marquitos, es trabajador y tiene su propia tierra para la labranza. Aquí somos muchos y ya no puedo seguir alimentando tantas bocas; así que, si te casás con Marcos, o te arrejuntás con él, pues, vas a ser feliz, y tal vez nos das una ayudadita más adelante”.

Y Sara, más por enamorada que por lo que le dijo su papá, se casó con Marcos. Pero, pasaron los años y Sara no salía embarazada. Su mamá y su abuela le dieron “remedios”, pero nada. Marcos empezaba a impacientarse. Sara le había salido “machorra”, y ya estaba pensando en dejarla “porque una mujer que no es parendera, de nada le sirve a su hombre”.

Cuando Sara cumplió veinte años, le dio a su marido la buena noticia. Estaba embarazada.

“Vaya, hombre -le dijo él, sin mostrar gran entusiasmo-; ya era tiempo. Si te tardás un mes más, te hubiera ido a dejar donde tu tata... Ah, y ojalá que tengás un varoncito, porque eso de criar niñas es como cuidar plantas en huerto ajeno”.

Sara se entristeció, pero la alegría de ser madre le llenó de nuevas esperanzas la vida. Hasta que llegó el niño, al que bautizaron con el nombre de su padre. Pero, para ese tiempo, Marcos era bebedor, jugador y pendenciero, le gustaba “andar con otras mujeres” y empezó a maltratar a Sara. Y esta, segura de que no podía regresar a la casa de su papá, y ahora con otra boca que alimentar, soportó el maltrato, escondiendo sus lágrimas de todo el mundo, especialmente de su esposo.

Tiempo

Nueve años pasaron y el martirio de Sara no acabó nunca. Ahora Marcos era más violento, sobre todo porque ella no pudo tener más hijos. Le echaba en cara que mejor se hubiera casado con una mula y la golpeaba por cualquier cosa. Que si el café estaba demasiado caliente, le pegaba; que si estaba frío, le pegaba; que los frijoles no habían estado, la golpeaba; que si tardaba en desnudarse cuando él estaba en celo, la golpeaba. En fin, el sufrimiento de Sara tenía razones y motivos a montón, y ella lo soportaba todo por su hijo.

“Porque un niño no debe crecerse sin su papá”.

Por supuesto, en una aldea pequeña todo el mundo se conoce, y todo el mundo conocía el carácter maligno de Marcos, y el sufrir de cada día de Sara. Pero, como entre casados y hermanos que nadie meta sus manos, nadie se metía en lo que no le importaba, y menos, cuando “el hombre tiene todo el derecho de corregir a su mujer como mejor le parezca”.

Un día, Sara perdió un diente. Marcos se lo quebró con el nudillo de su puño derecho. Y, como se hirió el nudillo, y sangró bastante, le recetó a su mujer dos patadas que le deformaron las chimpinillas por más de una semana. Claro está, de todo esto era testigo su hijo Marcos.

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“Mire, mijo -le decía al niño-, a las mujeres hay que amansarlas, porque las mujeres son mañosas y siempre quieren hacer las cosas según su santa voluntad, y en la casa es la voluntad del hombre la que manda. ¿Me entiende, mijo?”

El niño, que amaba a su madre y le tenía terror a su padre, no decía nada, bajaba la cabeza y lloraba. Cuando Marcos se iba, trataba de consolar a su mamá, que ahora parecía una Magdalena de tanto llorar y llorar. “Cuando yo esté grande -le dijo el niño, una mañana en la que Marcos le tiró a su esposa el café a la cara porque no tenía suficiente dulce-, yo voy a matar a mi papá para que no te siga pegando”.

Sara se asustó.

“¡No, hijo! No haga eso. Su papá no es malo. Es que a veces yo hago las cosas mal y el hombre tiene el deber de corregir a su esposa... No diga esas cosas”.

El niño no entendió las explicaciones de su mamá, y no olvidó aquellas palabras que salieron de su boca. Tenía, en ese tiempo, seis años. Tres años después, cumplió su palabra: mató a su papá.

Triste

Fue un día triste para Sara, mucho más que los días anteriores en su vida. Marcos, su esposo, estaba muerto. Lo habían matado en su propia cama. Estaba desnudo, tendido de costado, y tenía una herida horrible en la sien derecha. Le habían clavado una piocha en la cabeza. Era una de sus herramientas. Y lo atacaron con tal violencia que los ojos se salieron de sus órbitas, la lengua asomó entre los dientes, y un gran charco de sangre se formó debajo de su cabeza. Y, a un lado de la cama, en el piso de barro cocido, estaba la piocha, ensangrentada. Sara dijo que ella se levantó a las cuatro de la mañana, que Marcos la había golpeado la noche anterior, que la “usó” dos veces, porque cuando “andaba bebiendo guaro era pior que un caballo”, y que ya no soportó más. Entonces, esperó a que se durmiera y fue a traer el pico, o sea, la piocha, y sin hacer ruido le dio un solo en la cabeza. Ahora, ya podían hacer con ella lo que quisieran.

Policía

Detuvieron a Sara, escucharon su confesión una y otra vez, y Sara no decía nada nuevo. Hasta que llegó el informe de la autopsia. Marcos no murió a las cuatro de la mañana, como había dicho su esposa. Murió seis horas antes; tal vez siete.

“¿A qué hora llegó su esposo a la casa?” -le preguntó el agente.

“A las seis”.

“¿A qué hora él abusó de usted?”

“A la hora que nos acostamos. Después de cenar... A las siete”.

“¿Podemos decir, entonces, que, a las siete y media, o a las ocho, por tarde, Marcos ya estaba dormido?”

“Sí; se dormía rápido después de hacer eso... y como andaba bebido”.

“Bueno -dijo el agente-, no vamos a perder el tiempo. Usted no mató a su esposo. Cuando usted se despertó, a las cuatro de la mañana, él ya estaba muerto... Eso es algo que se puede comprobar... Y usted dice que lo mató a las cuatro de la mañana, la misma hora en que usted descubrió el cadáver, y les avisó a sus familiares... Usted no lo mató... Entonces, díganos la verdad...”Sara bajó la cabeza y no dijo nada.

El agente esperó a que ella se limpiara las lágrimas y que volviera un poco de color a su rostro.

“¿Ahora me va a decir la verdad? -le preguntó el policía-. Será mejor que nos ayude para saber quién fue el que mató a su esposo”.

Sara lo miró.“No fui yo, señor” -le dijo.

“Eso ya lo sabemos. Ahora, dígame quién fue”.

“No sé”.

“Creo que sí sabe”.

“No sé, señor”.

“Vaya, pues. Tómese un poco de tiempo, piense bien las cosas y dígame la verdad. Yo la espero. No se preocupe”.

Sara dejó pasar varios minutos. Lloraba en silencio y su respiración era débil, como si la vida se estuviera apagando en su interior.

Al final de la pausa, dijo, sin levantar la cabeza:“¿Qué le van a hacer al que mató a Marcos?”

“Pues, lo que les hace la justicia a los asesinos” -le respondió el detective.

“¿Lo van a llevar a la cárcel?”

“Sí. Así es como se hacen las cosas”.

Sara se mordió la lengua.

“Yo lo maté” -dijo.

“No; no fue usted. ¿A quién quiere proteger?”

Sara no respondió.

“Lléveme a mí a la cárcel -le dijo ella-; yo soy culpable”.

El agente sonrió.

“Ya sabemos que no fue usted”.

Pasó otro tiempo largo. Sara no levantaba la cabeza. Al final, y como si una luz se hiciera en su cerebro, el policía chasqueó los dedos de una mano, y dijo: “¡Ya sé!”

Sara se estremeció.

“¿Qué es lo que sabe?”

“Lo que usted no me quiere decir”.

“Mire, señor... yo no sé...”El agente la miró a los ojos, aquellos ojos desesperados, enrojecidos a causa del llanto, y se acercó a ella, sobre la mesa, de modo que sus caras casi se tocaron.

“Lo mató su hijo, ¿verdad? Por todo el maltrato que su esposo le daba... Entrevistamos a unos vecinos y nos dijeron todo lo que Marcos le hacía... Fueron largos años de torturas y de abusos... Nosotros lo sabemos todo”.

Sara dio un brinco en su silla.

“¿Cómo sabe?” -le preguntó, con ojos aterrados.

“Baje la voz -le dijo el agente, volviendo a la silla, mientras cruzaba las manos sobre el abdomen-; yo sé... y usted lo sabe”.

“¿Qué le va a hacer a mi niño?” -dijo Sara, desesperada.

El agente sonrió.

“Señora -le dijo-, puede irse a su casa... Vamos a seguir investigando la muerte de su esposo... Por ahora, no tenemos sospechosos, pero cuando tengamos resultados de la investigación, le vamos a avisar... Regrese a su casa y críe bien a su hijo... Y que Dios la bendiga”.

ADEMÁS: Selección de grandes crímenes: El doctor Gilberto

Nota final

Dice don Jorge Quan que Sara salió de las oficinas de la Policía como alma que lleva el diablo. La esperaba su papá, ya viejo, su hermana menor y su hijo. Hasta hoy, siguen investigando la muerte de Marcos.

“El agente que llevó el caso dejó la Policía hace tiempo -agrega don Jorge- y se hizo abogado... Vive en España, con su familia. Se quedó trabajando allá, después de estudiar una maestría en Zaragoza. Tal vez fue Dios el que hizo justicia”.

Don Jorge Quan sonríe, mientras me muestra una fila de expedientes de casos criminales. Una verdadera mina.

VEA: Selección de Grandes Crímenes: El doctor Gilberto (Parte II)