Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El misterio del río

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles

29.06.2019

Lloraba don Melquíades, y las lágrimas, gruesas y brillantes se deslizaban por su rostro enjuto, quemado por el sol y surcado por profundas arrugas, más de sufrimiento que de vejez. Ante él, el comisario Nelson Aguilera tomaba notas en una libreta, escuchándolo con vivo interés.

“Y, dice usted, don Melquíades –le preguntó–, que desde ayer su hijo no ha regresado a la casa”.

“Desde ayer en la tarde, señor. Se fue a dejar unos repuestos para la trituradora de caña hasta allá donde tenemos el trapiche, y a esta hora no ha regresado a la casa”.

“¿Usted vive en la aldea Cola Quemada?”

“Así es, señor”.

“Y de su casa al lugar donde está el trapiche, hay que cruzar el río”.

“Ya se lo dije, señor”.

“Y su hijo salió temprano…”.

“No tan temprano, señor –lo interrumpió don Melquíades–, pero el trapiche está cerca y tenía tiempo suficiente para regresar antes de que entrara la noche”.

“Bien –exclamó el comisario–; vamos a investigar la desaparición de su hijo…”.

Se dice que la Policía sirve y protege, sin embargo, hay policías que mejor prometen y cumplen, porque la gente necesita soluciones a sus problemas, y eso fue lo que hizo el comisario Aguilera. Sin embargo, no encontraron huella del muchacho. Los investigadores recorrieron el camino de la aldea al trapiche, y nada. Parecía que se lo había tragado la tierra.

“Vamos a seguir investigando” –le dijo el oficial a don Melquíades.

“Yo creo que mi muchacho está muerto” –respondió el anciano.

“Esperemos un poco más –le dijo Nelson Aguilera–; tal vez se fue de fiesta con alguna novia…”.

Pero lo interrumpió el suspiro doloroso que salió del alma de don Melquíades.

Vacas

Acababa de llegar a su oficina el comisario cuando uno de sus hombres se le acercó para decirle que estaban denunciando la desaparición de otro muchacho.

“¿Otro?” –preguntó, alarmado.

“Sí, mi comisario; es un chavalo de diecinueve años… El papá dice que fue a dejar las vacas al potrero, que salió de la aldea El Cusuco a eso de las cuatro de la tarde, con suficiente luz del día, y que lo esperaban para la cena, como todos los días, pero desde ayer no regresa a la casa, y las vacas no aparecen por ningún lado…”.

Se sentó en una silla el comisario Aguilera, pensativo y preocupado, y pidió que llamaran al papá del segundo desaparecido.

“¿Dónde queda la aldea El Cusuco?” –le preguntó.

“Allí, cerquita del Humuya, señor, en jurisdicción de Siguatepeque… por la aldea de Cola Quemada…”.

El oficial arrugó las cejas.

“¿La aldea de donde desapareció…”.

“El hijo de don Melquíades, señor; así es”.

Nelson Aguilera se puso de pie. Le pareció que aquello no era ninguna coincidencia y que una desaparición seguida por otra tenía más señas de un acto criminal que de una casualidad.

Vea: Selección de Grandes Crímenes: El horrible caso de las pastillas de harina (III parte)

Tres

Pero su alarma fue mayor cuando, dos días después, una pareja de campesinos, desesperada y bañados los rostros en lágrimas, denunciaron ante él la desaparición de su hijo Juan, de veinte años.

“Teníamos tres vaquitas, un buey y un toro, señor –dijo el hombre, con voz angustiada–, y mi hijo Juan siempre las llevaba a aguar al río, porque no tenemos para pagar un abrevadero, pero mire que desde ayer que se fue, Juan no aparece, y no aparecen las vaquitas… Es como si se los hubiera llevado el diablo”.

“¿Dónde vive usted, don Juan?” –preguntó Nelson Aguilera.

“En la aldea El Zompopo”.

“¿A qué río llevaba a aguar las vacas su hijo Juan?”

“Allí, al Humuya, señor…”.

“¿Está cerca su aldea de la aldea de Cola Quemada y de la aldea El Cusuco?”

“¡Ah, sí, señor; si hasta parece que fuéramos una sola comunidad…”.

“Bien, don Juan –respondió el comisario, después de pensar por unos momentos–, vamos a ir a su casa y vamos a buscar a su hijo…”.

“Las vaquitas no me importan, señor; lo que quiero es que mi muchacho regrese a la casa…”.

“Vamos a hacer todo lo posible”.

Búsqueda

Dos largas semanas se internaron los policías en aquellas montañas, recorrieron el río Humuya de arriba abajo, visitaron aldeas y caseríos, preguntaron aquí y preguntaron allá, y no encontraron nada. No había ni rastros de los desaparecidos, ni de las vacas ni de los repuestos para el trapiche. Y, para colmo de males, llegó otra denuncia al escritorio del comisario Aguilera. Hacía una semana, un vendedor ambulante había desaparecido. Su esposa dijo que él viajaba con frecuencia desde Comayagua, y que visitaba pueblos y aldeas cercanos, donde dejaba fiado, pero desde hacía siete días no sabía nada de él, no contestaba el teléfono, y no había llamado ni siquiera una vez. La última vez que habló con él fue una tarde, hacía ocho días, y él le dijo que iba saliendo de una aldea para visitar a otros clientes allí cerca, pero, desde entonces, su marido no aparecía.

“Esto ya es demasiado –dijo el comisario, molesto–; vamos a peinar bien la zona, así y tengamos que revisar cada centímetro cuadrado del departamento. No es posible que siga desapareciendo gente, y que nadie sepa nada de ellos…”.

“A mí me parece que hay un criminal detrás de esto, mi comisario”.

“Yo también pienso lo mismo –replicó el oficial–, pero lo vamos a encontrar… Esto no puede seguir sucediendo… No. Esta pobre gente sufre demasiado y la Policía está para defenderlos y protegerlos…”.

El problema era, ¿por dónde empezar?

“Pidamos ayuda a Tegucigalpa” –le sugirió uno de sus oficiales.

“Me parece buena idea –dijo el comisario–, pero vamos a hacer nuestro trabajo nosotros y, si en dos días no hemos encontrado nada, vamos a llamar a la DPI de Tegucigalpa…”.

Se refería a la Dirección Policial de Investigaciones, la sustituta de la vieja Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC). Dirigida por Rommel Martínez y por Yovani Antonio Serrano, dos oficiales de carrera, la institución le dio una esperanza nueva a la población que ha vivido bajo la amenaza constante del crimen, y, hasta hoy, los resultados son positivos. Y, obligado a cumplir con su compromiso con la gente que lo necesitaba, el comisario Aguilera se puso al frente de la investigación del misterio del río.

“¿Por qué llama así al caso, mi comisario?” –le preguntó un oficial.

“Porque todos los desaparecidos cruzaron el río, o se dirigían a él cuando desaparecieron”.

“Una pregunta, señor…”.

“Dígame”.

“¿Verdad que usted cree que todos están muertos?”

El comisario levantó la mirada, una mirada triste, y no contestó.

“Vamos a investigar –dijo–; pero, sea como sea, tenemos que darles una respuesta a los familiares… Es nuestro deber... Para eso somos policías”.

Nelson Aguilera, al igual que la mayoría de policías de Honduras, se sienten orgullosos de su profesión. Saben que son la primera defensa de la gente contra el delito, y, a pesar del riesgo, siguen adelante.

Paso a paso

Se dice que un día, le preguntó un periodista al general Orlin Javier Cerrato Cruz: “General, si no hubiera sido policía, ¿qué le hubiera gustado ser en la vida?”. Y el general, con sencillez, respondió: “Me hubiera gustado ser policía”.

Esa forma de ser y de pensar es la de la mayoría de miembros de la institución. Por eso, el comisario Aguilera no dormía en paz, pensando que había un asesino suelto cerca de él, que había víctimas a las que debía hacerles justicia, y que había gente que sufría… y él tenía la obligación de encontrar al criminal, o a los criminales.

“El modus operandi es el mismo en todos los casos –les dijo a sus hombres–, y creo que se trata de una banda pequeña o de un hombre solo. Este vigila a las víctimas, las ataca, las asesina, les roba, y se deshace de los cuerpos, de las evidencias y de todo lo que pueda incriminarlo…”.

“Creo que tiene razón, señor”.

“Si nos fijamos bien, las víctimas son muchachos, jóvenes confiados que caminan con sus vacas y con sus cosas por los caminos reales, sin pensar que alguien pueda hacerles daño… Y, en cuanto al vendedor ambulante, no pasa de los veinticinco años, camina en moto por esos lados, cargado de mercadería, y, también es un hombre confiado… por lo que atacarlo y reducirlo a la impotencia es cosa fácil…”.

“¿Qué vamos a hacer?”

“Lo que ya les dije: Vamos a visitar casa por casa, finca por finca, hacienda por hacienda… Vamos a revisar cada centímetro de este departamento, hasta que encontremos algo, alguna pista que nos ayude a dar con el asesino…”.

“Y, ¿qué tipo de pistas, señor?”

“Señores –suspiró el comisario–, en esta profesión, el policía aprende a oler las pistas de un crimen… Ya las vamos a identificar cuando estemos frente a ellas…”.

Carne asada

Tres días después, agotados, hambrientos, sucios y hasta malolientes, los policías estaban a punto de rendirse una vez más. No habían encontrado nada en las casas que habían visitado.

“Sigamos” –les ordenó el comisario Aguilera, justo en el momento en que un delicioso olor a carne asada llegó hasta sus hambrientas narices.

Era un aroma delicioso que, los más entendidos, dijeron que estaba mezclado con frijoles frescos y con chile picante, además de café y tortillas recién hechas.

“Y arroz con cebolla” –dijo otro, sobándose la barriga.

Guiados por el olor, llegaron a una casa que estaba escondida entre árboles gigantes. Hasta allí llegaba el rumor del río Humuya, y un viento fresco se revolvía en el corredor.

A pesar de los ladridos de los perros, el comisario llevó a sus policías hasta la casa y, saludó al hombre que descansaba en una vieja silla de cuero, en el corredor.

“Estamos investigando la desaparición de varios muchachos por esta zona, señor –le dijo el comisario–, y en tres días, hemos comido poco. ¿Podría vendernos algo de comida? Mire que olimos la carne asada…”.

El comisario se interrumpió de pronto, miró la carne asada que despedía su jugoso aroma en todas direcciones, y le extrañó que fuera tanta…

“¿Espera invitados” –le preguntó al hombre.

“No, ¿por qué?”

“Porque me parece que ha asado usted mucha carne…”.

“Así me gusta a mí –respondió el hombre, poniéndose de pie–; me gusta asar bastante…”.

“¿Es grande su familia?”

“No; solo mujer, dos niños y yo”.

“Aun así, me parece que es mucha carne la que está asando”.

“Ese es asunto mío”.

El comisario se volvió hacia uno de sus oficiales.

“Creo que aquí hay algo raro –le dijo–; si te fijás bien, no hay ni una sola vaca por estos lados, ni vimos alguna al venir hacia acá, pero mirá cuánta carne tiene asando ese hombre”.

“Es como para darle de comer a un batallón”.

“¿Cuántas vacas se han perdido hasta la fecha?”

“Muchas”.

“Me parece sospechoso este hombre”.

“A mí también”.

“¿Desde cuándo vive usted aquí?” –le preguntó el comisario al hombre.

“Desde hace diez años”.

“Y, ¿se dedica usted a la cría de vacas?”

“No, solo a cultivar la tierra… Allí tengo mis milpas y mis frijolares…”.

“Y, ¿dónde compra tanta carne?”

“En la pesa”.

“Ah, ya…”.

“¿Qué sabe usted de los muchachos y las vacas que se han pedido por esta zona del Humuya?”

“No sé nada…”.

El hombre dio un paso hacia atrás.

“Bueno, señor. Gracias por su amabilidad, pero como estamos investigando esas desapariciones, queremos que nos dé su permiso para revisar su casa y los alrededores…”.

“¿Para qué?”

“Buscamos pistas…”.

“Aquí no hay nada”.

“Aun así, señor, queremos revisar…”.

El hombre se puso nervioso.

Entonces, el comisario dio una orden y los policías, con hambre y cansados, se desperdigaron por las milpas y adentro de la casa.

No tardaron en encontrar algunos objetos que servían para los trapiches en las moliendas de caña de azúcar; y encontraron también licuadoras, cobijas y ollas y sartenes… Pero, lo peor vino después: en un lugar apartado de la casa, más allá de la milpa de maíz, uno de los policías encontró una mano podrida y llena de gusanos… Y, poco después, dos cadáveres…

Otro, más allá, encontró calaveras de vaca, con todo y cuernos…

Acababan de encontrar al asesino del río…