TEGUCIGALPA, HONDURAS.-MERLO. Vive, en la Penitenciaría Central de Varones de Támara, Francisco Morazán, un hombre que, a pesar de que aun no cumple los cincuenta años, está envejeciendo apresuradamente. Ya peina canas, y hay en sus ojos una especie de brillo que le da ese aire de ancianidad que solo se adquiere después de los setenta años, y que es muestra del cansancio y de lo mucho que se ha vivido. Todos lo conocen por Merlo, y aunque muchos saben su nombre, lo llaman solo por su apellido.
“Tiene muchos años de estar preso -me dijo el policía penitenciario que me contó su caso, a grandes rasgos-, y sabe que allí se va a morir porque su condena es como si fuera cadena perpetua”.
Merlo, que ya era lector de Carmilla antes de “su desgracia”, como él mismo la llama, ha querido que se cuente su historia en EL HERALDO, y un día soleado y caluroso, porque en las afueras de la cárcel el sol cae como fuego, fui a visitarlo.
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Entrar a la penitenciaría no fue ningún problema. La mayoría de los policías me conocen, y el director había dado orden de que yo entrara siempre por el portón principal. Allí, hacía mi primera estación. Conversaba con los guardias, los invitaba a comer tamales, pizza o refrescos, y les dejaba siempre para el almuerzo o la cena. Y es que, como ellos me decían, “El policía penitenciario gana una papada, Lic.” -Me dicen, hablando uno después del otro. “Juan Orlando fue el que nos aumentó... ¿Se acuerda que usted nos ayudó denunciando la calamidad en la que vivíamos los policías penitenciarios? Pues, el aumento nos sirvió de mucho, pero, así como está de cara la vida, el dinero no ajusta nunca”.
“Es cierto, Lic.; aquí uno tiene que ver como se rebusca -agregaba otro, bajando la voz-, porque uno está lejos de la familia, y con lo que gana, casi todo se va en pasajes... Mire, yo tengo que ir hasta la frontera con Nicaragua para ver a mi esposa y a mis hijos, que viven con mis viejitos; y otros van a La Paz, a Colón, a Ocotepeque... Y por eso es que aquí uno ve, y es como si no haya visto nada; uno oye, y es como si no haya oído nada... Y hasta los mismos militares no oyen, no ven y no hablan, porque aquí hay que ponerse vivo, o los toros que supuestamente cuidamos, nos ponen una diana en la cabeza... Y esa gente no juega”.
Por supuesto, es la de nunca acabar. La Corrupción, como un ente siniestro y omnipresente, lo dominará todo en los centros penales. Así y lo dirijan los militares, que de puros tienen muy poco, que tienen una vida que cuidar, y que también necesitan dinero... como todo el mundo.
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“Con policías y militares siempre es lo mismo -dice uno de los jefes de los guardias-; aquí lo que manda es el billete. Y si uno no se alinea, es mejor que se haga humo de aquí, por muy teniente coronel que sea, o por muy Tesón que parezca”.
Esto pasaba hace ya mucho tiempo; y antes de esto. Y, hoy, la historia se repite, y se repetirá en un ciclo que tal vez no se detenga nunca.
“Mire, Lic. -me dijo Andrés, un hombre enorme, curtido en el trabajo con reos, y que ha visto de todo en los centros penales-, la única forma de controlar las cárceles es construir unas tres en los lugares más alejados del país, cada una con capacidad para quince o veinte mil presos; poner un preso en cada celda, mantenerlo allí las veinticuatro horas, llevarle dos comidas al día, y organizarle las visitas de forma que él mismo entienda que, o se aplaca o va a perder muchos privilegios... Y nada de separar a los enemigos irreconciliables. Hay que ponerlos juntos, y ya va a ver que se van a amansar, y hasta van a comer del mismo plato... Ahorita tienen muchos privilegios, pero si los gobiernos decidieran hacer tres cárceles especiales, con una celda para cada preso, de la que no va a salir en años, le aseguro que esto se compone... Ah, y hay que pagarles un mejor sueldo a los policías penitenciarios, porque lo que ganamos hoy es una marranada”.
Visita
Así, entré a la cárcel de varones de Támara. Un muchacho vestido de negro y blanco me estaba esperando. Fuimos hasta una cafetería, en la que se vende de todo, y allí estaba Merlo, sentado junto a don Miguel, el coordinador general del módulo al que llaman “Diagnóstico”. Hizo una señal don Miguel, y me trajeron un desayuno delicioso. Hizo otra señal, y los que estaban en la cafetería, salieron en silencio.
Merlo acababa de cumplir cuarenta y cinco años. Su pelo ya estaba gris y blanco. No le quedaba ni una hebra de color negro. Tenía arrugas prematuras en la frente, y se le notaban las patas de gallo. Y, a pesar de la dureza y de la seriedad de su rostro, había tristeza en él; tristeza mezclada con algo de ira, que parece que no lo abandonaría nunca, a pesar de que hace ya muchos años que lo trajeron hasta aquí.
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“Siempre quise conocer a Carmilla Wyler -me dijo, tratando de esbozar una sonrisa, que no llega más que a una mueca difícil. Aun así, se esfuerza por ser amable-. Leo los casos desde los primeros domingos, y hasta me suscribí a EL HERALDO, para no tener que andar buscando el periódico los domingos. A veces, cuando me tardaba, ya se había agotado, y me tocaba andar de barbería en barbería, para conseguir la hoja”.
Le doy las gracias, y él agrega:
“Por supuesto, no imaginé nunca que yo saldría en los escritos de Carmilla Wyler -agregó, levantando la voz-; pero, ya ve usted como son las cosas... Uno no busca las desgracias. Las desgracias lo buscan a uno; y aunque uno tiene la capacidad para decidir entre lo bueno y lo malo, hay algo en el interior, algo en las entrañas que lo impulsa a uno hacia el mal, hacia la tragedia, hacia lo que lo destrozará también a uno mismo”.
Hizo una pausa, y miró sin ver por las rendijas de la pared de madera de la cafetería. Más allá, varios hombres fumaban y platicaban en voz baja; otros, jugaban naipes; otros, damas chinas; y dos más, ajedrez. Un viejo, de gruesos anteojos, le enseñaba el juego a un joven, mientras otros miraban.
“Así se pasa el tiempo aquí -me dijo don Miguel-. Segundo a segundo, deseando que el tiempo vuele. ¿Ve a ese hombre de los lentes gruesos, que juega ajedrez? ¿Sí? Pues, está aquí por ser más inteligente que muchos...”Dijo esto don Miguel, y sonrió.
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“Tiene quince años de estar aquí -siguió diciendo-; es bueno con los números. Es licenciado en administración, o algo así, y llegó a trabajar a una mina... Allí, se encargaba de ayudar con el personal, pero ascendió, y pronto fue asistente del jefe de compras. Y fue como poner a un ratón donde está el queso. Empezó a hacer negocios por su cuenta, trataba con los proveedores, y se ganaba buenas comisiones. Después, hizo que corrieran al jefe de compras, no sé por qué, y él se quedó al frente de todo. En seis meses había hecho millones. De dólares, no lempiras. Y los escondió muy bien, porque cuando vino una auditoría del extranjero, no le pudieron encontrar nada. Pero, lo acusaron de fraude, de estafa, de apropiación indebida, y de muchas cosas más, pero le dieron la oportunidad de que devolviera el dinero y solo se conformarían con despedirlo. Él se negó. Tenía el dinero bien guardado. Era el seguro de su familia. Y prefirió que lo condenaran. Le faltan tres años para salir de aquí, por buena conducta. Sus hijos crecieron, se hicieron profesionales universitarios, y ellos y su esposa no lo abandonaron nunca. Y nadie supo jamás dónde guardó el dinero. Pero, la verdad es que le sirvió a su familia, y la única que sabe es su esposa. Y, como alguna gente de la mina, de los jefes, había recibido parte de las ganancias del “profe”, como le dicen, pues, se conformaron con que él cayera preso. De ellos no dijo nada nunca; pero, algunos se enriquecieron con él”.
“Es una excelente historia -le dije a don Miguel-; para contarla en EL HERALDO”.
“No creo que el profe quiera contarla. Es muy reservado en eso... Y no es hombre con el que se pueda negociar”.
“Ah sí”.
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“Un día, vino uno de los abogados de la mina, y lo amenazó. Creo que el abogado vino en su propio nombre. Le propuso un negocio, y él no aceptó. Una semana después, un chavalo quiso matarlo, pero aquí todos lo quieren porque es buena persona, y le ha ayudado a más de uno, y también a la familia de algunos que han tenido gran necesidad, y el asesino se llevó la peor parte... Lo llevaron agonizando al hospital, y no volvió”.
Calló don Miguel, y Merlo sonrió, con aquella mueca rara que era su sonrisa.
“Gracias por haber venido -me dijo-. Cuente mi historia. Cuéntela para que sirva de ejemplo a los estúpidos como yo que, no solo confiaron en una mujer; sino también, que lo dieron todo por ella. Hasta la libertad”.
Hizo una pausa, y se limpió una lágrima que rodó en silencio por su mejilla derecha.
“Yo planifiqué matarla desde hacía un par de meses. Lo planifiqué todo a la perfección. Hasta en el detalle más pequeño; pero, a la hora de la hora, me equivoqué... Me equivoqué de cuarto...”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...
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