Literatura
TEGUCIGALPA, HONDURAS. - La mujer trata de ocultar con una sonrisa el oficio con el que se gana la vida. La mascarilla cubre mi pena. Los que no tienen vergüenza alguna son los borrachitos que se orinan donde los agarra la emergencia de descargar.
Al otro lado de la calle, Bellas Artes duerme. Ni el escándalo de los buses y taxis logra despertarla. El poeta Juan Ramón Molina sigue en su aburrimiento eterno. Tal vez le haría bien bajarse del pedestal y estirar un poco sus piernas de bronce.
El rumor es que por las noches es mejor no asomarse por el parque La Libertad, porque a esas horas hay toda clase de personas. Peligrosas, según la descripción.
¿Cómo era este parque allá por los 40 y 50? Don Mario Hernán Ramírez me lo cuenta.
“No había muchos carros, tres o cuatro, y la gente andaba tranquila a cualquier hora del día, sin temor a los asaltos. Ahora… ¡Las Tres Divinas Personas! Es peligrosísimo”, dice.
Lo que Comayagüela ignoraba era que Tegucigalpa también la envidiaba… Le pregunto a don Mario la razón.
“Ah —dice—, es que el parque La Libertad era el epicentro de la mejor feria del país: la de la Virgen de la Inmaculada Concepción”.
“Comenzaba el 8 de diciembre y duraba hasta el 31 o hasta el seis de enero. Construían casetas de madera. Era un chojín de miedo, con guaro, rocolas, actos culturales, bailes y juegos de azar como la ruleta, el naipe y los dados”.
Como se dice ahora, la feria duraba “hasta las quince”.
Don Mario sigue relatando: “A las 12 en punto del mediodía, un jodido vestido con ropa pegada de color rojo (como torero) y corneta, conocido como El Heraldo, anunciaba el inicio de la feria desde el atrio de la iglesia Inmaculada Concepción”.
Así comenzaba lo bueno.
De las aldeas en la salida de Tegucigalpa (Soroguara, La Cuesta, El Lolo y El Durazno), llegaban los indios, con sus sombreros y machetes, descalzos.
“En la entrada, los guardias les quitaban los machetes, aunque eso no evitaba que al calor del Yuscarán se armaran sus bochinches”, don Mario mueve las manos como si espantara moscas.
Los pleitos ocurrían en las mesas de apuestas o por ganarse el amor de una muchacha.
“Eso sí —recuerda el Premio Nacional de Literatura y el Premio Álvaro Contreras del Colegio de Periodistas—, las mujeres vestían con decencia, algunas incluso tapadas hasta los tobillos. No es como ahora, que bueno, usted ya sabe, enseñar el ombligo, las piernas, bueno, mejor no sigo”.
Morbosamente me dan ganas de decirle que siga, que no se preocupe, que estamos entre adultos. No lo hago.
Había otros atractivos: la rueda de Chicago, el carrusel de caballitos de Terencio Amador, los emparedados y los frescos de piña de diez centavos del restaurante La Magnolia.
Dice don Mario: “Esa feria era tan famosa que también había turistas de Guatemala y El Salvador”.
“¡Qué tiempos aquellos!”, suspira con nostalgia don Mario. “No volverán”, le digo. “No, Oscarito, no volverán”. La mujer de la sonrisa se ha marchado.
Al otro lado de la calle, Bellas Artes duerme. Ni el escándalo de los buses y taxis logra despertarla. El poeta Juan Ramón Molina sigue en su aburrimiento eterno. Tal vez le haría bien bajarse del pedestal y estirar un poco sus piernas de bronce.
El rumor es que por las noches es mejor no asomarse por el parque La Libertad, porque a esas horas hay toda clase de personas. Peligrosas, según la descripción.
¿Cómo era este parque allá por los 40 y 50? Don Mario Hernán Ramírez me lo cuenta.
“No había muchos carros, tres o cuatro, y la gente andaba tranquila a cualquier hora del día, sin temor a los asaltos. Ahora… ¡Las Tres Divinas Personas! Es peligrosísimo”, dice.
La fiesta de la Cenicienta
En aquella época, La Libertad era uno de los orgullos de Comayagüela, la Cenicienta que envidiaba la belleza de Tegucigalpa.Lo que Comayagüela ignoraba era que Tegucigalpa también la envidiaba… Le pregunto a don Mario la razón.
“Ah —dice—, es que el parque La Libertad era el epicentro de la mejor feria del país: la de la Virgen de la Inmaculada Concepción”.
“Comenzaba el 8 de diciembre y duraba hasta el 31 o hasta el seis de enero. Construían casetas de madera. Era un chojín de miedo, con guaro, rocolas, actos culturales, bailes y juegos de azar como la ruleta, el naipe y los dados”.
Como se dice ahora, la feria duraba “hasta las quince”.
Don Mario sigue relatando: “A las 12 en punto del mediodía, un jodido vestido con ropa pegada de color rojo (como torero) y corneta, conocido como El Heraldo, anunciaba el inicio de la feria desde el atrio de la iglesia Inmaculada Concepción”.
Así comenzaba lo bueno.
De las aldeas en la salida de Tegucigalpa (Soroguara, La Cuesta, El Lolo y El Durazno), llegaban los indios, con sus sombreros y machetes, descalzos.
“En la entrada, los guardias les quitaban los machetes, aunque eso no evitaba que al calor del Yuscarán se armaran sus bochinches”, don Mario mueve las manos como si espantara moscas.
Los pleitos ocurrían en las mesas de apuestas o por ganarse el amor de una muchacha.
“Eso sí —recuerda el Premio Nacional de Literatura y el Premio Álvaro Contreras del Colegio de Periodistas—, las mujeres vestían con decencia, algunas incluso tapadas hasta los tobillos. No es como ahora, que bueno, usted ya sabe, enseñar el ombligo, las piernas, bueno, mejor no sigo”.
Morbosamente me dan ganas de decirle que siga, que no se preocupe, que estamos entre adultos. No lo hago.
Había otros atractivos: la rueda de Chicago, el carrusel de caballitos de Terencio Amador, los emparedados y los frescos de piña de diez centavos del restaurante La Magnolia.
Dice don Mario: “Esa feria era tan famosa que también había turistas de Guatemala y El Salvador”.
“¡Qué tiempos aquellos!”, suspira con nostalgia don Mario. “No volverán”, le digo. “No, Oscarito, no volverán”. La mujer de la sonrisa se ha marchado.