Siempre

Escenas de identidades: afirmación del arte como interioridad de la vida

El crítico de arte Ramón Caballero analiza la técnica y el mensaje que el artista Andrés Mejía esboza desde su obra

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24.06.2017

Con la sanguina y la lona preparada, Andrés Mejía Rivas muestra que las tecnologías tradicionales, en arte, son tan necesarias como las nuevas cuando se las pone al servicio del sentido.

Muestra a la vez que el proceso de significar requiere disciplina, intuición y vivencia, pues toda forma simbólica ha de producirse por un esfuerzo material y espiritual. En esta última escala, la habilidad de decir está condicionada por la experiencia de existir.

Esta es la realidad de la obra de arte: solo el contenido individual y concreto dado por el artista, que es siempre el ofrecimiento de un sentido, justifican la forma y la técnica.

En “Contando los días”, por ejemplo, Mejía Rivas utiliza la yuxtaposición “anciana/niño” para representar el tránsito de la vida, pero asumida como un cotejo personal: la vida que se vive como profundidad y no como duración; de allí que “escribir un número en el suelo” sea para la abuela un “acto de jugar” —una prueba de que la existencia trasciende el tiempo y las edades.

En el caso del burro, que está en el fondo, su participación es de otro orden: su existencia es ser una criatura y no creador, por lo mismo, el artista lo ha apuntado en la distancia, aislándolo de la escena del juego. Así como la existencia, el arte y el juego son asuntos estrictamente humanos.

La exposición de dibujo, documentada aquí, se denomina “Escenas de identidades”, y constituye un embalse temporal que permite el encuentro de diferentes procesos ubicados a lo largo de la trayectoria del artista, unos relacionados con el lienzo, otros con las formas y otros con los temas.

De manera que este embalse es, en el fondo, una actualización, una memoria activa de logros ya apuntados.

En tanto actualización, estos se afirman ahora con mayor claridad y pertinencia. Durante este proceso, la forma ha recibido importantes remodelaciones, ganando en definición, articulación y evocación, movida entre los deseos de la ambigüedad y la denotación.

También los temas se han tornado más profundos, o más altos, asumiendo capas de sentido que rompen con la apariencia y lo genérico.

“Capote” y “El cirujano” representan excelentes obras para hablar de esa nueva capacidad de penetración antropológica.


La muestra constituye una reflexión sobre el sentimiento de participación en el mundo, de allí que sea algo más que una experiencia de momentos y lugares. Y, sin embargo, todo indica que esa vida representada por medio de niñas y niños, mujeres y hombres, y también animales, pertenece a una situación cultural evidente, la del campo.

De hecho, entre los quince cuadros de la muestra la proporción de personas respecto a animales es menor que la mitad, indicando una “carga figurativa” que, en apariencia, se relaciona más con la naturaleza.

Por supuesto que la naturaleza aquí cumple una función de espejo: en muchos cuadros puede hablarse de una “naturaleza socializada”, pues los animales que aparecen (el perro, el burro y el gallo) son domésticos; y en “Perras” e “In situ” son más bien de una “naturaleza simbolizada”, en cuanto que estos animales no se refieren a sí mismos, sino que sirven de referentes figurativos para informar sobre una situación muy humana.

En unos casos, los animales son elementos “escénicos” para cotejar humanas acciones, emociones y sentimientos; en otros, sirven de símbolos para denunciar una situación antropológica que, según el artista, es irracional, lo que se traduce en una representación “bestial”, haciendo visible por medio de estas imágenes nuestra propia ceguera ante sí y nuestra comunidad.

En una esfera más profunda, ontológica, “Escenas de identidades” se relaciona con la unidad del ser. Pues la existencia, mi existencia, no es nada sino dentro de una interioridad mayor, que es mi comunidad, y también dentro de un mundo no humano, que es el de la realidad, el de las cosas dadas.

Esta unidad no conoce exterioridad. Las cosas, los animales y los hombres provienen de una fuente común y a ella pertenecen, por mucho que el pensar y el hacer nuestros solo capten lo diferido.

A este respecto, Mejía Rivas ofrece una obra sintomática, “Amistad y vasija”, donde lo diferente, la persona, el animal y la cosa son uno, y en efecto, quedan representados como uno en una escena en que, por otra parte, deja preguntas sueltas sobre nuestra identidad nacional.

Sobre el problema de la identidad del hondureño cabe observar otras obras, donde el cántaro y el burro son elementos esenciales.

En la obra llamada “Identidad”, el burro cumple una misión simbólica impresionante: ser un medio para cotejar nuestros pasos milenarios, demasiado acostumbrados a los determinismos y reticentes a la acción decisiva.

Al final, puede decirse que la exposición “Escenas de identidades” es, en conjunto, una importante “medición” del arte en su forma vocacional, porque se ofrece, primero, como portadora de un sentido; luego, en atención a esta razón de ser, cumplidora de una forma intuitiva y simple, sin perderse en la musaraña y lo inconcluso. Y todo esto porque Andrés Mejía Rivas ha creído que el pensamiento artístico es uno, pero uno en la obra ya realizada.