Grecia
El más grande de los filósofos nace en Alopeca, un pueblo del Ática en el año 470 a.C. Su padre Sofronisco era escultor y su madre Fenaretes, comadrona, oficio al que Sócrates aludió muchas veces, comparándolo con su método filosófico, la mayéutica (del griego maieuo, hacer nacer).
Sócrates también aprendió de su padre el oficio de escultor y se le atribuía ser el autor de una obra en mármol titulada “Las Gracias vestidas”, que se encontraba en la Acrópolis de Atenas, según nos informa Diógenes Laercio.
Cultivó otras artes, como la música y la danza, y se decía que había ayudado a Eurípides a escribir sus tragedias.
Tuvo como maestro a Anaxágoras de Clazomenes, uno de los más importantes filósofos de la antigüedad, maestro a su vez de Pericles.
Se casó dos veces, la primera vez con Jantipa, de la que tuvo un hijo, Lamprocles, y la segunda con Mirto, de la que tuvo dos hijos, Sofronisco y Menexeno. El mal genio de Jantipa puso a prueba el temple del filósofo en numerosas ocasiones.
Proclo, en su comentario al “Cratilo” de Platón, dedicado al significado de los nombres, afirma que el nombre de Sócrates viene de sóter tou krátou, que significa: liberador de la fuerza del alma y no ser seducido por las cosas sensibles. Y le atribuye además un proverbio que ha sido ampliamente citado: “las cosas bellas son difíciles”.
Diógenes Laercio nos ofrece numerosos testimonios recogidos de autores antiguos y anécdotas que nos ilustran sobre la forma de ser del filósofo: su temple, su valor, el control sobre sus pasiones, su austeridad y su independencia ante los ricos y poderosos.
Su obra
Aunque no dejó texto alguno escrito, la huella de Sócrates puede considerarse gigantesca, además del ejemplo de una vida consagrada a la filosofía, con una extraordinaria integridad moral.
A partir de sus discípulos surgieron escuelas como las fundadas por Platón y por Antístenes el cínico, personajes relevantes como el historiador Jenofonte y el filósofo y orador Esquines. La variedad de puntos de vista que se comprueba en sus seguidores aleja la imagen de un Sócrates cerrado y dogmático, defectos que a veces se le han querido atribuir.
Para Sócrates, el saber fundamental es el que sigue el imperativo escrito en el oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
Virtud y razón no son contradictorias y la filosofía no es una mera especulación intelectual, sino una forma de vida. El oráculo de Delfos le califica como “el más sabio entre los hombres”, precisamente porque reconoce la limitación del conocimiento humano.
Su “solo sé que no sé nada” es la constatación de esos límites. El hombre es, pues, el objeto del conocimiento, y todo cuanto contribuya a su felicidad, que surge de la plenitud interior y no del disfrute de las cosas externas.
Las preguntas socráticas pulverizan los saberes adquiridos, la ignorancia disfrazada de erudición, demostrando que razón y virtud no son dos conceptos contradictorios, pues el razonamiento es indispensable para descubrir lo bueno, lo bello y lo justo.
La muerte de Sócrates, acusado de impiedad, fue el último y definitivo ejemplo de su vida filosófica, narrado con todo detalle por Platón y Jenofonte.
Bebiendo la cicuta, tras despedirse de sus discípulos más allegados, su discurso es recogido por Platón significativamente al final de su diálogo sobre el alma, “Fedón”, en el que, en un marco simbólico-mítico, aborda el tema de la inmortalidad, describiendo las regiones del más allá en unos términos que prefiguran la “Divina Comedia” de Dante Alighieri.