INCENDIO.
La madrugada del 15 de febrero de 2012, en el incendio de la Granja Penal de Comayagua, murió quemado junto a más de trescientos cincuenta reos, un hombre que se llamaba Calixto. Tenía seis meses de haber ingresado a la cárcel.
La fiscalía lo acusó de la desaparición de su esposa, una mujer sencilla que se llamaba Domitila, con la que tenía tres años de casado, y la que le había dado una hija. Calixto decía que era inocente de lo que le acusaban. Él jamás maltrató a su mujer, y mucho menos le hizo el daño que decían los fiscales.
Grandes Crímenes: Una desaparición extraña
“Si eso es cierto –le preguntó un agente de la sección de homicidios de la policía de investigación criminal–, ¿dónde está tu mujer?”
“Eso quisiera saber yo también” –respondió el hombre, desesperado.
“¿Este machete es tuyo?” –le dijo el agente, mostrándole un machete corto, brillante, en el que había manchas de sangre.
“Sí, es mío” –respondió Calixto.
“¿Y esta sandalia es de tu mujer?”
“Sí; yo se las compré en La Paz hace apenas dos semanas…”
“Y, ¿podría decirme, señor –le preguntó el fiscal–, dónde está la otra sandalia? Ya buscamos por toda la casa, y solo encontramos esta, aquí, cerca del fogón… ¿Dónde está la otra?”
“No sé, señor. Yo me fui a la milpa temprano, y siempre vengo a comer a las nueve. El niño estaba dormido, allí en su cuna, y Domitila no estaba. El fogón estaba encendido, allí está lo que mi mujer cocinó… dos gallinas y arroz con frijolitos, y las tortilla que hace todos los días, pero ella no aparece por ninguna parte”.
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“¿Tenía problemas con su esposa, señor?” –le preguntó el fiscal, como si no le interesaran mucho las explicaciones de Calixto.
“Los problemas normales entre una pareja, señor”.
“¿La golpeaba usted?”
“No, señor”.
“Y, si no es así, ¿por qué no está aquí su esposa? Y, ¿por qué dejó todo de repente, incluso a su hijo de apenas dos años de vida?”
“No sé, señor. Ya le dije que yo me fui a la milpa, como todos los días, y que regresé a eso de las nueve, y ya Domitila no estaba”.
En ese momento, un policía interrumpió al fiscal.
“Abogado –le dijo–, encontramos sangre en un cerco de piedra, en un potrero cerca de aquí”.
“¿Sangre?”
“Y lo que parece un pedazo de tela de vestido. Un policía lo está custodiando”.
SANGRE.
Era verdad. En una piedra, en un cerco hecho de lajas planas, había sangre. Y también un pedazo de tela.
“¿Reconoce este pedazo de tela?” –le preguntó el fiscal a Calixto.
“Parece que es del vestido de mi mujer –respondió él de inmediato–; yo se lo compré hace un año”.
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Era un pedazo de tela floreada que se había rasgado de uno más grande al enredarse en la punta de la piedra. Y allí estaba la sangre. Aunque no era mucha, manchaba la piedra desde una punta filosa y se derramaba hacia abajo hasta llegar a medio cerco.
“Debe venir un equipo de Inspecciones Oculares –dijo el oficial a cargo del caso–; esto se está poniendo más serio de lo que pensaba”.
“Por lo pronto –dijo el fiscal–, vamos a detener al esposo para investigación”.
“Aquí hay más sangre” –dijo un policía, de pronto.
Al otro lado del cerco, sobre la grama, había manchas de sangre, que se extendían varios metros más allá, hasta desaparecer en un claro de tierra del potrero.
“Este hombre atacó a su mujer en la casa –dijo el fiscal–, la trajo hasta aquí, la hizo saltar el muro, y la llevó más allá, donde seguramente terminó su obra, esto es, darle muerte a la mujer… Está muy claro… Lo que me interesa saber es por qué la mató y dónde dejó el cuerpo”.
“Yo no he hecho nada de eso, abogado –gritó Calixto, cuando dos agentes de la DNIC le esposaban las manos hacia atrás–; yo no maté a mi mujer”.
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“Mi hijo es incapaz de hacerle daño a nadie, señor –intervino el padre de Calixto, que llegaba en ese momento de una aldea cercana–; esa mujer debe estar por ahí, en alguna parte… Yo bien le había dicho a mi hijo que no se casara con ella porque ya era mujer paseada, y había estado con otro, con un tal Manuel, que se la llevó bien chigüina y la dejó burlada… Pero, mi hijo, terco como todos los hijos, no me hizo caso, y ahora tiene las consecuencias…”
Don Calixto, un hombre maduro, delgado y lleno de pesares, no se dio cuenta de que había hablado de más hasta que el fiscal, con ojos de arpía y sonrisa de serpiente, un híbrido muy común en muchos de estos flamantes servidores de la justicia, le dijo:
“Y, porque ya era mujer paseada, como usted dice, este su hijo la mató…”
“Yo no he dicho eso, señor, pero yo sí le dije a mi hijo que no se metiera con ella… Esa mujer le iba a traer la ruina”.
El fiscal amplió su sonrisa.
“Traigan al detenido –dijo–; vamos a ver qué tiene que decirnos… ¿Dónde dejaste el cuerpo de tu esposa?”
“En ninguna parte… Yo no le hice nada…”
“Mirá, encontramos un machete con sangre en tu casa, la comida recién hecha, al niño abandonado, y encontramos sangre y un pedazo de vestido de tu mujer en este cerco de piedra… Eso significa que la trajiste hasta aquí muy herida, y que le diste muerte en algún lugar… Te aseguro que si colaborás con la justicia, el juez va a ser suave con vos, pero si nos estás engañando, te va a ir muy mal. La pena por parricidio es de treinta años…”
“Yo no le hice nada a mi esposa…”
El fiscal lo miró duramente, y dijo, dirigiéndose al oficial de policía:
“Que sus hombres y algunos vecinos busquen más allá… En algún lugar de por aquí debe estar el cuerpo…”
El oficial carraspeó para aclarar la garganta, y dijo:
“Abogado, hay un detalle que parece que no hemos tomado en cuenta”.
“¿Y es?”
“Que, aunque encontramos un machete con sangre en la casa, no hallamos sangre derramada por ninguna parte”.
“Eso es porque el asesino la limpió escrupulosamente”.
“Y, me pregunto, ¿cómo trajo a su mujer herida hasta aquí sin que nadie lo viera en el camino?”
“Encontramos la otra sandalia, abogado –dijo, de repente, un policía–. Estaba a unos cien metros de aquí. Y tiene manchas de sangre”.
Era cierto. La sandalia estaba manchada de sangre.
“Ahora –le dijo el fiscal a Calixto–, ¿vas a seguir negando que le hiciste daño a tu esposa? ¿Dónde dejaste el cuerpo?”
“Señor, yo no sé nada de eso… Yo no le hice nada a mi mujer…”
De nada sirvió que Calixto gritara su inocencia a los cuatro vientos.
“Creo que deberíamos investigar más –dijo, ante eso, el oficial de la DNIC–; a mí me parece que hay algo extraño en todo esto”.
“A ver”.
“La mujer deja su casa”.
“La sacan de su casa –lo interrumpió el fiscal, levantando una mano–; la sacan después de herirla, la traen hasta aquí y la llevan, malherida hasta más allá de cien metros, donde, como por arte de magia, su cuerpo desaparece. Pero, tenemos un machete con sangre, una piedra ensangrentada, una sandalia en la casa, y la otra tirada por aquí, manchada de sangre… ¿Qué significa esto? Qué tenemos una víctima de violencia. Un hombre, furioso, ataca a su mujer, que le estaba cocinando la comida, y, sin que le importe ni siquiera su propio hijo, le quita la vida…”
“Es que esa teoría me parece buena, abogado, pero tiene algunos puntos que no calzan…”
“¿Cómo cuáles?”
“A unos treinta metros de aquí hay un portón de madera, para cruzar al potrero. ¿Por qué trajo a la mujer por aquí pudiendo pasar por el portón?”
“Tal vez porque tuvo temor de encontrarse con alguien”.
“El mismo temor debió sentir al traer a su mujer herida, y tal vez a la fuerza, y hacerla saltar el muro de piedra”.
“Es posible, pero bien sabemos que los criminales cometen algunos errores…”
“Lo que me intriga es por qué no hay sangre en la casa, si es que el machete tiene manchas rojas…”
“De sangre”.
“Así es”.
“¿Por qué solo hay una sandalia en la casa? ¿Qué hace la otra sandalia a cien metros del muro?”
“Eso me pregunto yo”.
“Hay que detener al señor para investigación… Que lo lleven a Comayagua…”
NOTA FINAL.
Hasta el día de hoy, no se sabe nada de Domitila. El agente que llevó el caso dice que él cree que la mujer saltó el muro, obligada por alguien, y que se hirió una pierna en la piedra, por eso había sangre allí.
El machete estaba en una mesa, cerca del fogón, y la sangre que tenía no era mucha, “y bien pudo ser sangre de las gallinas que mató para guisarlas esa mañana”.
El misterio mayor era por qué salió de la casa con una sandalia, y cómo llegó hasta más allá del muro de piedra la segunda sandalia.
No se encontró nunca un cuerpo, ni una fosa ni nada parecido. Entonces, ¿dónde está Domitila?
En opinión del papá, “aquella mujer se fue con alguien, seguramente con Manuel…”
Calixto murió quemado en el incendio de la Granja Penal de Comayagua. Nunca se sabrá la verdad sobre este caso.