TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Ingrid Cruz es una de las expertas en dactiloscopia más prestigiadas de Honduras. A lo largo del tiempo, ha ayudado a los investigadores a resolver crímenes que parecían imposibles, rescatando huellas de donde parecía que se habían perdido, e identificando a hombres y mujeres que creyeron que era fácil burlarse de la Policía.
Y este caso de hoy, es un caso en el que Ingrid Cruz participó responsable y científicamente, por lo cual, y por su larga trayectoria al servicio de la sociedad, le dedico este pequeño homenaje, agradeciéndole su apoyo para escribir “El infierno en el pecho”. Además, y debo decirlo, es la esposa leal y fiel de mi gran amigo Juan Francisco Maradiaga, “Pachico”, quien me ha apoyado también para desarrollar esta sección de diario EL HERALDO.
Dice “Pachico” que, cuando empezaban los turnos de veinticuatro horas en la Dirección de Investigación Criminal (DIC), en 1999, se recibió una llamada en la que una mujer, visiblemente alterada, decía que habían matado a un hombre en Residencial Plaza.
“Allí está -agregó la mujer, al borde de la histeria-, tirado en la cocina, y en medio de un charco de sangre... Lo mataron, señor; lo mataron”.
Y ya que lo demás que dijo la mujer no se le entendió bien, de inmediato se formó un equipo de investigadores, con técnicos de inspecciones oculares, y el fiscal que estaba de turno esa noche; y salieron en dos patrullas hacia Residencial Plaza, en el sur de Tegucigalpa. Al llegar al sitio, encontraron en la puerta de un pequeño edificio de apartamentos a una señora que estaba llorando, sentada en una de las gradas, y como si estuviera esperando a alguien.
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“Muy buenas, señor -le dijo “Pachico”-, somos de la DIC... Nos avisaron que en este edificio hay un hombre muerto”.
La señora, con los ojos enrojecidos, respondió, luego de limpiarse la nariz con un pañuelo húmedo:
“¡Ay sí, señor! Es mi hijo... Me lo mataron... ¡Ay, mi pobre hijo! Yo, desde que era chiquito, lo quise sacar de esa vida; pero él nunca me hizo caso... Porque a Dios no le gustaba lo que él hacía... ¡Ay, mi hijo! Y era tan bueno conmigo... Lo único que a mí no me gustaba era que él prefería los hombres que las mujeres... Y por eso me lo mataron”.
“Y, ¿usted sabe quién fue el que lo mató, señora?” -le preguntó “Pachico”.
“No, señor... Yo no sé... Yo vivo a diez casas de aquí... Él vivía solo... Es que así le gustaba vivir a él, para traer... a sus hombres”.
La señora hizo una pausa.
“Yo no juzgo a nadie ni condeno a nadie -siguió diciendo-. Cada quien vive su vida como mejor le parece; pero, el problema es que él era mi hijo, y yo no quería que él se perdiera, por eso le rogaba que buscara de Dios... Pero, nunca me hizo caso... Y, mire, ahí está, muerto... ¡Me lo mataron!”.
La escena
“Pachico” fue el primero en entrar, como especialista en análisis de la escena del crimen. Y lo primero que vio fue salpicaduras de sangre en la sala, en una mesita y en el piso; y, sobre la mesita, una botella hasta la mitad de Ron Flor de Caña, y una botella medio vacía de Coca Cola. Además, había tres vasos en la mesita.
“Y olía a sangre -dice “Pachico”-. Olía a sangre fresca... Así que, entré a la cocina, siguiendo las huellas de sangre, y por lo que había dicho la mujer que llamó a la DIC, y allí estaba el cuerpo, tendido en el suelo, de costado.
Era un hombre joven, de unos veinticinco años, según calculé en ese momento, y tenía un cuchillo clavado, literalmente, en el pecho, a la altura del corazón. Era un cuchillo de doce centímetros de largo por un centímetro de ancho, y a primera vista, me pareció que estaba nuevo... Además, el forense que nos acompañaba, dijo que aquel hombre había tardado en morir, porque, prácticamente, se había desangrado”.
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“Pachico” hace una pausa.
“Había sangre en la cocina, sangre en el cuarto, sangre en la sala; y eso nos decía que, de alguna forma, aquel hombre sufrió una agonía horrible. Los técnicos requisaron la escena, y embalaron los tres vasos, la botella de refresco, y la botella de ron. Y las enviamos a dactiloscopia. Ingrid, mi esposa, estaba de turno, y se puso a trabajar enseguida... Mientras, hablamos con la madre de la víctima, pero ya no pudo decirnos nada más”.
Investigación
La investigación criminal, para que sea efectiva, debe ser tenida como una ciencia exacta, en la cual, cada indicio, cada evidencia, cada detalle, tiene suficiente valor como para llevar a la solución de un delito. Así ha sido siempre. De tal manera, que “Pachico” no dejó centímetro cuadrado de aquel apartamento sin requisar. Y, así fue que, en una de las gavetas de un chifonier, encontraron una caja rectangular, la cual, al abrirla, tenía adentro un molde donde había estado guardado un cuchillo.
Por supuesto, “Pachico” dedujo que aquel cuchillo era el que le había dado muerte al muchacho; lo que confirmó la madre.
“Sí, señor -le dijo a “Pachico”-. Hace tiempo que mi hijo compró ese cuchillo, y allí lo tenía guardado”.
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“Entonces -le dijo “Pachico” a sus compañeros-, el asesino sabía bien donde estaba este cuchillo; lo sacó, lo llevó en su mano y lo usó para atacar a la víctima; lo que nos dice que el asesino es una persona de mucha confianza del muerto... Alguien que conocía bien sus costumbres, y que estuvo en muchas ocasiones aquí con él”.
“¿Su pareja, tal vez?”.
“Tal vez no -le respondió “Pachico” al fiscal-; es lo más seguro... La persona que mató a este hombre, era su pareja sentimental... Seguramente discutieron, pelearon, hubo golpes, insultos, y, por último, la ira de uno llevó a la muerte al otro”.
“Pero, ¿quién es la pareja de este hombre?”.
“Eso lo vamos a saber antes de que amanezca” -contestó “Pachico”.
Y, no teniendo nada más que hacer en la escena del crimen, regresaron a las oficinas de la DIC. “Pachico” se fue de inmediato a la sección de dactiloscopia, y le preguntó a Ingrid:
“¿Encontraste alguna huella?”.
Ella lo interrumpió:
“Sí -le dijo-; en uno de los vasos. Este es el nombre”.
A “Pachico” le brillaron los ojos de alegría. Con esa información en la mano, salió de nuevo, con tres compañeros. Era de madrugada todavía, cuando llegaron a la dirección que les había dado Ingrid, después de identificar la huella digital en el vaso, y buscarlo en el Registro Nacional de las Personas.
“Señor Carlos Blen...” -le dijo “Pachico” al hombre que, entre dormido y despierto, abrió la puerta de la casa.
“Sí; soy yo”.
“Somos de la DIC -le dijo “Pachico”, identificándose-. ¿Conoce usted al señor Martín del Cid Rosales?”.
“Sí; lo conozco”.
“¿Estuvo usted hoy con él en su casa, tomando ron, y en compañía de otra persona?”.
“Sí, señor... Pero, ¿qué es lo que pasa?”.
“El señor Martín está muerto... Lo mataron hace unas cinco horas con un cuchillo... ¿Qué sabe usted de eso?”.
“Nada, señor... Nada... Yo estuve con ellos hasta las seis; bebimos unos tragos, y me vine para mi casa... Lo puedo comprobar”.
“Cuando dice ellos, ¿a quiénes se refiere?”
“Pues, a Martín y... al novio... A ellos”.“Y, ¿quién es el novio?”.
“Mire, señor; él se llama Allan, y vive en la Kennedy. Yo les puedo dar la dirección, pero no quiero problemas con ese muchacho... Ellos eran pareja desde hace un año, más o menos, y hoy en la tarde estaban como disgustados; fue por eso que yo mejor me vine, porque cuando se pelean... Perdón, se peleaban, eran muy agresivos”.
Allan
A eso de las seis de la mañana, “Pachico” y su equipo llegaron a la casa de Allan. Él mismo les abrió la puerta. Lo primero que “Pachico” le vio fueron tres lesiones rojas en el cuello; como arañazos. Después de identificarse, “Pachico” le preguntó:
“¿Cómo se hizo esos aruñones, señor?”.
“Fue mi gato”.
“Son demasiado gruesos como para que se los haya hecho un gato... Lo que pasó, es que usted y su novio, o su pareja, se pelearon, después de discutir; se fueron a los golpes, y usted, furioso, entró al dormitorio, sabía dónde estaba un cuchillo nuevo que guardaba en una gaveta su novio, y lo sacó. Con ese cuchillo, usted le quitó la vida”.
Allan bajó la cabeza.
“Queremos revisar su casa; y le pedimos que nos autorice”.
Firmó el documento Martín, y se sentó en una silla, en la sala, bajo la vigilancia de un policía.
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En la lavadora, “Pachico” encontró una camisa rasgada, manchada de sangre, y un pantalón, también con sangre. Entonces, se acercó a Allan, y le dijo:
“Me va a decir ¿por qué lo mató?”.
“¿Para qué, si parece que ustedes ya lo saben todo?”.
“Queremos oírlo de su propia voz”.
El hombre bajó la cabeza, mientras le ponían las esposas en las manos.
“Fue por celos -dijo, empezando a hablar despacio y con voz suave-; fue por celos... Discutimos, después de que se nos subió el ron, y él me corrió de su casa... Y dijo que no quería volver a verme... Y eso me llenó de ira, porque le pregunté si es que no quería más nada conmigo, y él me contestó que si me echaba de su casa, era porque yo ya no le importaba, y que tenía a alguien mejor que yo... Entonces, eso no lo pude soportar, y me paré para golpearlo; pero, él me clavó las uñas en el cuello... Así que, yo, enfurecido y dolido, me fui al cuarto, y ya sabía dónde guardaba un cuchillo nuevo; lo saque de la caja, regresé a la sala, y allí lo ataqué... Él se pegó a mí, me manchó la camisa y el pantalón de sangre, y no sé cómo es que me rompió la camisa... Después, se fue al baño, y allí dejó un montón de sangre; por último, se fue a la cocina, donde cayó al suelo, y terminó de morirse... Yo, me vine para mi casa... No sé cómo fue que ustedes me encontraron... Cuando él me despreció, y me dijo aquellas cosas horribles, que no se le dicen a alguien que te ama tanto, yo sentí un infierno en el pecho, y lo único que quería era destruirlo... Ahora, ni modo; a pagar el crimen que cometí... por imbécil... Ahora me doy cuenta hasta dónde llega a ser de destructiva una relación que no tiene la bendición de Dios...
Pero, para mí ya es tarde... ¿Cuántos años de cárcel cree usted que me den?”.
“No sé, señor -le dijo “Pachico”. No sé”.