RESUMEN. Rigo, apodado el Chafarote, por su pasado militar, apareció muerto en el camino real que llevaba a su aldea. Alguien le disparó desde cierta distancia, y el hombre murió sobre un charco de sangre y lodo. Los agentes de Delitos contra la Vida, de la Dirección Policial de Investigaciones, (DPI), llegaron a la escena del crimen, y lo primero que notaron fue que le dispararon una sola vez.
Tenía una herida pequeña a un poco más de una pulgada arriba de la oreja derecha. De la herida salió la sangre inmediatamente, y se derramó por el pelo, cortado al rape, por el cuello y por el hombro, manchando, también, el zapato derecho.
Alguien en la escena dijo que “eso iba a pasar tarde o temprano”. Y es que el Chafarote no era muy querido en la zona, a pesar de que se había criado allí... Pero, ¿qué había pasado con él? ¿Por qué lo habían matado? ¿Qué motivos tenía el asesino, o los asesinos, para quitarle la vida? Era algo que los agentes de la DPI tenían que descubrir.
En la escena
“A este hombre le dispararon desde unos treinta o cincuenta metros -dijo el agente a cargo-; y, si nos ponemos en el lugar de los pies del cadáver, podemos decir que le dispararon desde un punto más allá de esos árboles, así, en línea recta, aunque en un ángulo descendente, porque, según se ve la herida, la bala entró de arriba hacia abajo...”.
Hizo una pausa para ver a través de los árboles y de los arbustos que crecían más allá del muro de piedra, y que subían en una suave pendiente, hasta una colina no muy pronunciada.
“Está claro que alguien lo esperaba -siguió diciendo-, y ese alguien tenía que cobrarse algo grave que le hizo la víctima... Tal vez lo vio pasar varias veces por el camino real, y escogió el sitio con mucho cuidado... Y, por supuesto, debe ser un buen tirador, porque la víctima estaba en movimiento cuando fue atacada, y la bala le impactó arriba de la oreja derecha...”.
“¿Quién podría tener motivos para matar a este hombre?” -preguntó uno de los agentes.
“Aquí no era muy estimado que digamos -respondió el auxiliar-. Se decían cosas de él, pero, en realidad, nadie se había atrevido a denunciarlo en legal y debida forma... Es que le tenían miedo... Pero, como le dije antes, se decía que violó a una niña de la que se había enamorado... Cándida, se llama ella... Y como se decían cosas, mi Clase fue a hablar con los abuelos de la niña, pero no dijeron nada. Son gente humilde, y no dejaron que hablara con la niña... No sé que decirle, señor... Son tantas cosas de las que se le acusaban a este hombre, que puede haber muchos sospechosos... Por mi parte, que lo recojan y lo entierren... Aquí nadie va a llorar por él... Eso sí que se lo aseguro”.
“Pero, un crimen es un crimen, señor, y nosotros estamos obligados a investigarlo...”.
“Pues, sí... Ese es su trabajo... Por mi parte, es todo... Allá ustedes”.
“Mi Clase -le dijo el agente al jefe de la Policía del pueblo-, usted puede ayudarnos... Queremos hablar con los abuelos de la niña...”.
“Mire, señor -dijo el Clase, viendo pensativo hacia abajo-, aquí las cosas no son como en la ciudad... Aquí la gente es huraña... No crea que porque ustedes lleguen a la casa de los viejitos es que les van a hablar con confianza... No... Y la niña no va a salir...”.
“Bueno, pero tenemos que ir”.
“Allá ustedes”.
“Pero, antes, quiero que la gente de inspecciones oculares haga su trabajo...”.
Indicios
El agente llamó a dos de sus compañeros, y juntos trazaron una línea imaginaria hacia arriba de la colina, después del muro de piedra, en la dirección en que suponía que había venido la bala. Sin desviarse, subieron treinta metros, hasta un claro entre dos árboles viejos. Allí estaba una piedra grande y plana, y debajo de esta, había tierra arcillosa.
“No avancen más -dijo, de pronto uno de los técnicos de inspecciones oculares-. Miren...”.
Todos se detuvieron. Frente a ellos, marcados en el lodo ya casi seco, había varias huellas de pies descalzos que se cruzaban entre sí, como si el dueño se hubiera movido varias veces en aquel sitio.
“¿Ven esto? -preguntó el agente a cargo-. Son huellas de pies, y podrían ser las del asesino...”.
“Pero, esas huellas son de pies pequeños... como los pies de un niño”.
“Tenés razón... Pero, si vemos bien, desde este punto, en línea recta, estaba la cabeza de la víctima... Y me atrevo a asegurar que desde aquí fue de donde le dispararon”.
El agente se agachó cerca de la piedra, y encontró otras huellas. Eran huecas. Y, más atrás, había huellas de dedos.
“Se arrodilló aquí -dijo, señalando las huellas, y estos son sus pies... Por la distancia entre las huellas de las rodillas y de los pies, el dueño es un niño... o un enano...”.
“Creo, más bien, que es un niño...”.
“Hay que buscar algo que nos va a dar la razón...”.“
¿Y es?”.
“El casquillo de la bala”.
“¿El casquillo?”.
“Sí... Si disparó con un rifle .22, y de eso estoy seguro, el casquillo tuvo que salir de la recámara del fusil después del disparo...”.
“Eso si el fusil es de repetición”.
“Creo que no... Creo que hay que recargarlo para hacer un siguiente disparo... Y creo eso, porque la víctima se quedó de pie unos segundos antes de caer boca abajo... Y eso pudo decirle al asesino que no había sido efectivo el primer tiro, y, seguramente, se preparó para hacer el segundo... Y, tal vez, después de recargar el fusil, o de meter otra bala en la recámara, el hombre cayó de rodilla, y después dio con la cara en el suelo... Allí ya no hubo necesidad de hacer otro disparo... Por lo que creo que el casquillo está por aquí”
Prueba
Bien dicen que la investigación criminal es un arte, y que es casi tan exacta como las matemáticas. De ahí que no haya crimen perfecto. Sin embargo, el investigador debe poner en acción todos sus sentidos, ya que con el más pequeño indicio que se le escape, nunca será resuelto un misterio.
Pero, aquel agente de la DPI tenía ya mucha experiencia, y siempre dice que hay que pensar como el criminal para ordenar los pasos de un delito. Y eso fue lo que hizo en este caso. Pidió a sus compañeros que buscaran el casquillo de la bala asesina, y no tardaron en encontrarlo, hundido en el lodo arcilloso, en el talón de una de las huellas de pie descalzo.
Levantó el casquillo, lo vio, y dijo:
“Dudo que encontremos la bala en la cabeza de la víctima... Este proyectil es expansivo... O sea, que, si hay algo en el cerebro de ese hombre, serán solo pedazos de plomo que de nada van a servir para identificar el arma; aunque tenemos el casquillo percutido”.
Embalaron el casquillo, el fotógrafo forense tomó muchas fotografías, levantaron patrones con yeso, y el agente le dijo al Clase de la Policía:
“Vamos a hablar con los abuelos de Cándida”.
“¿Qué les va a decir?”.
“Ya verá usted, mi Clase”.
Los abuelos
Estaban limpiando frijoles en el corredor de la casa cuando los agentes llegaron. Eran una pareja de unos setenta años.
Después de identificarse, le dijeron al señor: “Mataron a Rigo, el Chafarote, en el camino real... Venimos para ver qué es lo que saben de ese crimen”.
“No sabemos nada, señor”.
“Tenemos informes de que el Chafarote abusó de su nieta Cándida”.
“Esas son cosas que no se recuerdan, señor...”.
“¿Usted tiene armas en la casa?”.
“Sí, mis machetes y mis cuchillos”.
“¿Arma de fuego?”.
“No”.
“¿Sabe usted quién tiene un fusil del calibre .22 cerca de aquí?”.
“Por aquí casi todo el mundo tiene armas, señor... Y, mire, si mataron a ese hombre, nada hace usted aquí... A nosotros no nos importa... El daño que nos hizo lo va a pagar con Dios...”.
En ese momento, un niño de unos doce años apareció en el potrero arriando unas cabras y unas ovejas. Pero se quedó detrás del cerco de madera, le silbó a un perro que lo acompañaba, y dio media vuelta. Poco después, desapareció detrás de un granero.
“¿Qué es ese niño de usted, señor?” -le preguntó el agente.
“Es un mozo que nos ayuda con el trabajo del campo”.
“¡Vayan por él!”.
El grito del agente llegó tarde. Los policías corrieron en dirección al granero, pero no encontraron a nadie. Solo quedaron en el lodo las huellas de unos pies descalzos que corrieron en dirección a la montaña.
“Tenemos que encontrarlo... -dijo el agente-. Ese niño se me hace sospechoso”.
Nota final
Todo el día buscaron en el bosque, y no encontraron nada. Ni siquiera al perro.
“Creo que ese niño estaba enamorado de Cándida -dice el agente-, y fue él el que mató a Rigo, el Chafarote... No hemos cerrado el caso; pero, la verdad es que los ancianos no nos dijeron nada, ni siquiera el nombre del niño; y no pudimos hablar con la niña, porque, aunque conseguimos una orden del juez, ella no quiso hablar con nadie, y el caso se ha quedado estancado por el momento... Pero, el Chafarote fue ajusticiado... En la morgue no encontraron más que pedazos pequeños de plomo de la bala en su cabeza... Y nosotros guardamos el casquillo, por si aparece algún día el arma... El problema es que ha pasado el tiempo, y nadie sabe nada sobre el caso de los pies descalzos... Yo estoy seguro que fue aquel niño el que lo mató; pero, allí nadie dice nada...”