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Tegucigalpa, Honduras.- En pleno siglo XXI estamos viviendo una realidad en la que todo parece ir a contrarreloj. Cambios sociales, avances tecnológicos, consumismo desenfrenado... Todo esto nos empuja hacia una premura constante, haciéndonos desechar lo que apenas nos da tiempo de entender.
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Y, como era de esperarse, la educación es uno de los rubros más afectados por este fenómeno. Pero aquí está el punto crítico: ¿en qué momento empezamos a confundir la verdadera educación con este circo digital?
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Hoy se habla de “educación integral”, pero parece que se ha reducido a estadísticas huecas, pantallas parpadeantes y dispositivos electrónicos que se quedan obsoletos casi tan rápido como llegaron.
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La educación, esa que una vez fue el faro que guiaba a las civilizaciones hacia el progreso, se nos ha despersonalizado. Las nuevas generaciones, lejos de estar conectadas con el conocimiento, lo están denostando.
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Y no es culpa suya, sino de quienes han fallado en repensar qué es lo que de verdad importa. Estamos viviendo en una época donde la información abunda, pero la claridad brilla por su ausencia.
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Nos encontramos saturados de datos irrelevantes que nos agobian de ruido en lugar de ayudarnos a pensar. Paulo Freire ya advertía sobre este fenómeno: la educación no debe ser un simple depósito de información en las mentes de los estudiantes. No puede seguir siendo una “educación bancaria” donde a los estudiantes se les llena de datos que luego vacían en un examen.
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La educación debe plantearse como lo que es: un acto de transformación, de toma de conciencia sobre el mundo en que vivimos.
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Mientras el mundo se emboba con la última app educativa, nadie se toma el tiempo de reflexionar que, tal vez, solo tal vez, el verdadero futuro de la educación no esté en la tecnología, sino en volver al pasado.
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Volver a esa conversación cara a cara, a la conexión humana, a las artes, a la naturaleza. ¿O acaso creés que la educación es un videojuego más que se juega en línea?
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Ahora, si querés entender qué significa realmente educar, empecemos por retroceder. Viajemos a la Grecia de Pericles, donde surgió la paideía, de la que seguro pocos profesores se acuerdan.
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La paideía no era simplemente memorizar datos sin sentido para vomitarlos en un examen. No. Era el arte de formar seres humanos completos, enfocados en el bien, en la felicidad, en la virtud.
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Para Aristóteles, educarse era un proceso que no terminaba nunca, una búsqueda de perfección que nos acompaña toda la vida. Y ahí estamos, nosotros, creyendo que la educación termina cuando cerrás la laptop al final de una clase virtual.
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Pero no es solo la despersonalización. Vivimos en un mundo que grita a los cuatro vientos que lo único relevante es hacer dinero, rápido y sin tanto esfuerzo. En un contexto como este, donde todo lo que vemos parece apuntar al éxito económico inmediato, la habilidad más valiosa no será saber usar la última herramienta digital, o la astucia para delegar nuestras tareas en la inteligencia artificial, sino ser capaces de reinventarse, de aprender y desaprender cuando sea necesario, como concuerdan hoy tantos pensadores.
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Para Freire, la educación no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la libertad y la justicia social. En este mundo donde solo parece importar el dinero, lo que realmente necesitamos es una educación que nos haga cuestionar esas prioridades impuestas. Y esto, amigo mío, no te lo enseña ninguna app ni algoritmo.
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¿Cómo le explicás a un cipote que los libros importan, cuando todo lo que le rodea le dice que un yutúber sin estudios está gozando de las mieles del “éxito” con el que él sueña por imposición, cuando el sistema le grita todo el tiempo que lo que tiene que hacer es vender?
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Vender lo que sea, hacer lo que sea, con tal de ganar un poco más de dinero y retirarse a disfrutar de lujos que, al parecer, son el verdadero propósito de la vida.
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¿Te creés esa mentira? La única manera de obtener la libertad no la vas a encontrar solamente en la billetera abultada, por más que el dinero sea necesario y nos permita acercarnos a ella, aunque muchos insistan en hacernos creer lo contrario.
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Y no, no estoy diciendo que la tecnología es el demonio, como lo podría expresar un senecto reaccionario al que le estorba todo lo que es diferente de cuando él tenía veinte años. No me malinterpretés: no estoy en contra de la tecnología. Soy consciente de que algunas asignaturas deben orientarse a prepararnos para usarla, y aún más importante, a crearla, en especial para mejorar nuestras condiciones.
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La tecnología tiene un rol innegable en nuestras vidas, y es crucial que los jóvenes aprendan a dominarla. Sin embargo, estas asignaturas no pueden convertirse en el eje central de la educación.
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Es fundamental mantener un equilibrio. La tecnología debe complementarnos, no sustituir la esencia de lo que significa aprender y educarse. Mientras seguimos fascinados con las pantallas, los sistemas educativos continúan entrenando a los jóvenes para un mundo que ya no existe.
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Nos preparamos para un presente que en cualquier momento se volverá obsoleto. El reto real está en la capacidad de adaptarse, de aprender a navegar en un futuro incierto, no en saber manejar las herramientas de hoy.
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Porque, si no somos capaces de entender la realidad que nos rodea, de analizarla críticamente, ¿de qué sirve tanta información? Freire lo dejó claro: educar es ayudar a los oprimidos a tomar conciencia de su situación para transformarla.
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Y, si no sos capaz de cambiar con el mundo, quedás fuera del juego, te guste o no. ¿Sabés lo que sí hace la diferencia? Un buen profesor. Un profesor que inspire, que haga que un cipote deje de pensar en Instagram para escuchar lo que tiene que decir. Y eso, lamento decirte, no lo vas a lograr con el mejor wifi del mercado.
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Un buen maestro no necesita de fuegos artificiales digitales. Necesita ser un ejemplo de vida, una presencia que transforme con su palabra. Necesitamos profesores que les enseñen a los estudiantes a pensar, no a seguir modas. Que les hagan entender por qué un libro te puede salvar la vida, y no solo darte una calificación. Que les muestren que la labor de un maestro no se reduce a enseñar una materia, sino a presentarles las vías posibles para el aprendizaje sobre la vida y a motivarlos para que lo cuestionen todo por medio de la experimentación y el estudio. Que ostenten una vasta bibliografía en la que apoyen sus concepciones del mundo. Que sean un ejemplo de valores y de imagen, pues el aseo, el buen vestir y el buen gusto hablan mucho de nosotros.
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La educación no es acumular datos para ganar trivias, sino aprender a vivir mejor, a ser mejores personas. Eso, mis estimados, es lo que nos han robado en esta carrera hacia la digitalización de todo.
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La educación de verdad, la que deja huella, es subversiva. No sigue el camino que dicta la moda, sino que lo cuestiona, lo reta, lo critica.
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Volvamos a la educación de la Academia de Platón, donde la clave era el diálogo, la reflexión, la conversación íntima entre maestro y aprendiz, y combinémosla con los avances tecnológicos que nos sirven de verdad.
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No sigamos pensando que el futuro de la educación está en un puñado de pixeles. El verdadero futuro no está en predecir qué herramientas dominarán mañana, sino en preparar a las personas para enfrentar la incertidumbre, para cuestionar y transformar su entorno. Y eso, lo siento, no te lo enseña ningún curso en línea.
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El futuro está, como siempre ha estado, en las personas, en los profesores que hacen que los jóvenes piensen, que los sacudan con una frase, que los hagan soñar con algo más que hacerse millonarios antes de los treinta.
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La educación, si es algo de verdad, debe ser una rebelión. Debe enseñarnos a ver más allá de las pantallas, a descubrir que el mundo es más grande que la última red social. ¿De verdad creés que vas a construir un futuro mejor con apps y clases a distancia?
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El verdadero cambio empieza cuando un estudiante se encuentra con un profesor que le hace ver que no todo está en el manual, que la vida es mucho más que lo que nos venden, que vale la pena seguir haciéndose preguntas, que hay que rebelarse contra la mediocridad del conformismo y la corrupción.
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Como bien sabía Freire, la educación debe ser el arma para cambiar la vida, para transformar a las personas, no solo a través de lo que aprenden, sino de lo que son capaces de hacer con ese conocimiento.
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Lo que cuenta no es cuántas veces actualizaste tu perfil en las redes sociales, o si la inteligencia artificial te sustituyó en una prueba en línea, sino cuántas veces tuviste una conversación que te cambió la vida.