Siempre

La literatura, la papelera y los autores-maquila

Un escritor auténtico, que ha aprendido, leyendo, con acumulada experiencia, a apreciar la literatura, a comprenderla, a respetarla, y no imaginando su foto en futuras solapas de libros, dudará siempre de lo que escribe
22.05.2023

SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Cuando alguien empieza a escribir debe asumir que la única ganancia de esa actividad será la experiencia de haber escrito muchas páginas que al final valen poco o nada.

Esto le resultará difícil de entender, porque en sus inicios, el que escribe piensa en convertirse urgentemente en escritor y desconoce que antes de eso hay que aprender a escribir.

Hay dos tipos de escritores: los que suelen publicar todo lo que escriben y los que sí aprendieron algo de la experiencia. Obviamente, sólo en estos últimos habrá de cifrarse la esperanza.

“La experiencia”, en todo caso, “es el arte de aprender una manera distinta de errar la próxima vez”.

Me he puesto a pensar en estas cosas luego de leer “El último en morir”, del mexicano Xavier Velasco, una novela “de iniciación”, autobiográfica, en la que el autor repasa sus primeros años como escritor, aprendiendo el oficio a base de lecturas, estudio, experiencia vital, empleos de “prostitución textual”, muchas páginas tiradas a la basura y, sobre todo, paciencia y persistencia.

Un libro que debería leer cualquiera que se inicie en esto con intención estética, más que con mera voluntad expresiva o comunicativa, y que, de inmediato, pongo a la par de otros similares de mi biblioteca, como “Escribir”, de Marguerite Duras; “El punto ciego”, de Javier Cercas; “Cartas a un joven novelista”, de Mario Vargas Llosa; “El novelista ingenuo y el sentimental”, de Orhan Pamuk; “Mientras escribo”, de Stephen King; “De qué hablo cuando hablo de escribir”, de Haruki Murakami, o “Los diarios de Emilio Renzi”, de Ricardo Piglia.

Llama la atención cómo, en la actualidad, con las facilidades de publicación que han traído Amazon y otras plataformas como Wattpad, proliferan ese tipo de autores-maquila, que escriben hoy y publican mañana, que creen que todo lo que escriben vale algo y no tiran nada a la papelera, pero que, curiosamente, encuentran también su público. Un público casi hecho a su medida y que dinamiza la industria maquilera del libro.

Una legión de minificticios

Ya es común ver en las librerías los estantes saturados de ese tipo de libros y es común, también, ver a sus lectores (por lo general, adolescentes, pero también gente entrada en años con su personalidad todavía blandita) comprando los pocos ejemplares que llegan. Libros comunes para lectores comunes.

Pero volvamos a la realidad. Y en esa realidad -hay que informarles a los autores-maquila- la escritura literaria es un asunto difícil que no se logra con la tierna espontaneidad que los caracteriza.

No se trata sólo de “inspirarse” y de tener voluntad para llenar páginas de Word, de asumir que cualquier cosa que salga es digna de ser leída; no se trata sólo de creerse escritor ni de parecerlo sino de serlo, después de haberse convertido pacientemente en uno.

Un escritor auténtico, que ha aprendido, leyendo, con acumulada experiencia, a apreciar la literatura, a comprenderla, a respetarla, y no imaginando su foto en futuras solapas de libros, dudará siempre de lo que escribe.

Generalmente los autores demasiado seguros terminan escribiendo cosas planas que sólo pueden complacer y entretener a gente plana.

Recordemos a Marguerite Duras, quien dijo que “escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos”, o a Truman Capote (citado por Vila-Matas, lo advierto) cuando se dio cuenta de lo que significaba escribir: “Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil pero brutal”.

Esa sutil diferencia es la clave de todo. O quizá la clave esté en algo más simple: en entender que hay que leer mucho y escribir mucho (para luego tirarlo a la papelera), antes de atreverse a publicar un libro.

Porque a escribir aprenderemos escribiendo, sí, equivocándonos cuantas veces sea necesario, pero ahí en privado, entre el papel y nosotros, entre la pantalla y nosotros. Hacer de ese aprendizaje un asunto público demasiado pronto sólo nos revela como ingenuos. O como tontos.

Antes de publicar un primer libro, debemos comprar una papelera y depositar en ella, durante un tiempo prolongado y con suficiente paciencia, todos los malos libros que seamos capaces de escribir mientras averiguamos qué es la literatura, mientras intentamos saber qué escribiremos cuando de verdad empecemos a escribir algo decente.