Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres.
Hace un par de semanas visité, investigando un caso, la Dirección de la Defensa Pública y gratuita de la Corte Suprema de Justicia, y me llevé una buena impresión, no solo por la responsabilidad, la empatía y el humanismo con que los defensores públicos llevan los casos de los privados de libertad más pobres, sino también por el compromiso con el que realizan su trabajo, convencidos de que son la última esperanza de los hombres y mujeres que defienden.
Esto es una muestra de que en Honduras sí se pueden hacer bien las cosas; que gente como los defensores públicos son un ejemplo de responsabilidad y humanismo, de amor al trabajo y de entrega a las causas de los que más necesitan, y, por esa razón, les dedico este humilde homenaje con la satisfacción de saber que tenemos en el país personas cuya labor se debe imitar para bien de muchos.
Además, debo decir que se me atendió con la mayor amabilidad, empezando por Melvin Duarte, vocero del Poder Judicial, la coordinadora de los defensores, la subdirectora de la Defensa Pública y por una de las mujeres más bellas, dulces y agradables que hay en Honduras: Monique, una de esas mujeres únicas que con su sola presencia detienen un ejército o apaciguan una tormenta.
A ellas y a Melvin, gracias por su gentileza y por su apoyo; gracias por brindarme la información del caso que investigaba. Gracias por servirle a Honduras con profesionalismo. Y, con especial admiración y agradecimiento, dedico a Monique este caso sucedido no hace mucho, en el que se demuestra una vez que el crimen es la peor peste que pueda padecer una sociedad, y que el amor por los hijos es tan grande como la eternidad.
Es la historia de Juan, un hombre sencillo y bueno que trabajaba como guardia de seguridad de seis a cinco de la tarde.
Salía temprano de su casa, en la colonia Canaán, y regresaba, sin desviar el camino, a las seis en punto, cansado, hambriento, y con los pies a punto de estallarle. Por eso, su esposa, una mujer sencilla también, le tenía siempre una olla de agua hirviendo, con sal, para que relajara los pies. Después de esto, Juan cenaba, veía HCH y cuando Pablo Gerardo Matamoros cerraba el noticiero, se dormía, para empezar la misma rutina al día siguiente.
“Si hubiera estudiado como me decía mi papá –murmuraba–, no pasara por tantas dificultades”.
Por eso, se esforzaba para que su hijo, su único hijo, no faltara al colegio ni un solo día.
“Ojalá sea abogado –decía–, así va a tener de qué vivir y yo me voy a morir tranquilo”.
Pero nada de aquello se haría realidad. Nada. Es más, aquella mañana sería la última en que vería a su hijo con vida… y sería, en cierta forma, la última mañana alegre de su propia vida.
Caso
Denis era alto, más de lo normal a sus catorce años, y era un buen hijo y un buen alumno. Salía poco de su casa, iba al colegio y regresaba a la misma hora, y era obediente. Sin embargo, una sombra nublaba su frente. Había algo que le preocupaba y no quiso decir nada para no preocupar a su mamá.
“Yo lo veía raro –les dijo la señora a los policías de homicidios–, pero creí que los estudios lo estaban agobiando o que se me había enamorisqueado… y no dije nada…”
“Yo platicaba con él –agregó el papá–, pero no le noté nada raro… Estudiaba, veía tele conmigo y se dormía, para ir al colegio…”
Las lágrimas cortan sus palabras y palidece a causa del dolor que le arranca el corazón.
“Me lo mataron –agrega, poco después, llenando de aire sus pulmones–, y no se sabe ni quién ni por qué, pero yo se lo dejo todo a Dios… él es el que castiga…”
El agente de homicidios se detiene en su relato, me mira por un momento, y dice:
“Yo sabía que don Juan hablaba del diente al labio. Había algo extraño en su actitud y en sus palabras, lo que me decía que no estaba siendo sincero, y que sabía mucho más de lo que nos decía… Además, había ira en él, una ira que sabía contener, pero que iba a explotar de un momento a otro…”
Investigación
Los policías trabajaron duro en el caso de Denis y lo que encontraron los llenó de indignación.
“Matarlo por eso, Carmilla –me dijo el agente–, es algo que no se puede perdonar, y por esa razón nos propusimos capturar a los criminales, así se metieran en el propio infierno… pero, para desgracia de ellos, alguien se nos adelantó”.
La muerte
Los testigos dijeron que cuando vieron venir a Denis, tres muchachos le salieron al paso y uno de ellos le dijo:
“Ajá, man, ¿y entonces?”
“Entonces ¿qué?” –le respondió Denis, tratando de abrirse paso.
La calle estaba sola, había llovido y estaba oscura, iluminada escasamente por los reflejos de los focos de una pulpería cercana.
“¿Te vas a unir a nosotros o qué?”
“Ya te dije que no me interesa… Dejame pasar”.
“Te lo advertí, men; o te unís a nosotros o te pelamos…”
Denis no contestó, quiso pasar, empujando a uno de los muchachos, y el que parecía el jefe dio una orden:
“¡Agárrenlo!”
Los otros dos obedecieron de inmediato.
“Te lo dije” –exclamó el primero, sacando de debajo de su camisa un cuchillo largo y brillante.
Denis no dijo nada, forcejeó y quiso gritar para pedir ayuda, pero nada de eso pudo hacer. El cuchillo se hundió en su abdomen, luego, en su pecho y, al final, en su garganta. Cuando cayó al suelo, agonizaba estremeciéndose desesperadamente, mientras un lago de sangre ocre y humeante se formaba bajo su cuerpo.
La calle quedó sola, se cerraron las puertas y las ventanas, y la luz de la pulpería se apagó. Arriba, en el cielo, brillaba la luna, con una luz suave y mortecina, mientras empezaba a caer una brisa helada que hacía más oscura la noche.
A don Juan le avisaron media hora después y su dolor no tuvo límites. Él y su esposa se lanzaron sobre el cuerpo de Denis y su sangre, que era la misma sangre de los tres, empapó sus almas.
“Hijo –decía Juan–, hijo mío, ¿por qué te hicieron esto? Hijito de mi corazón, mejor me hubieran matado a mí…”
Medicina Forense retiró el cadáver a eso de la una de la mañana, los detectives de homicidios trataron de entrevistar a los testigos y los pocos que hablaron lo hicieron con miedo y a condición de que no se mencionara sus nombres.
“Fue el Pelón” –dijo uno.
“A ese chavo le dicen el Cabeza de Rolón” –dijo otro.
“Quería que el cipote se uniera a su banda de delincuentes” –añadió un tercero.
“Vamos a capturar a los asesinos de su hijo, señor –le aseguró un detective a don Juan–; y van a pagar su delito en la cárcel”.
“Dejémoselo todo a Dios –replicó don Juan–; de todas maneras, nada me a devolver a mi muchachito… Dejen eso así…”
Después del entierro, don Juan volvió al trabajo. Salía de su casa a las cinco de la mañana y regresaba a las seis de la tarde. Su machete colgando en la cintura, su mochilita en un hombro, y su tristeza en el pecho. Y siempre, la olla de agua hirviendo para que relajara sus pies, y después la cena caliente que le servía su esposa, luego, un poco de televisión, y después la cama…
Pero había noches que lloraba en silencio, empapando su almohada; y su esposa lloraba con él.
Denis era su único hijo; su esposa no pudo tener más y se dedicaron a criarlo tratando de hacer de él un buen hombre, pero ya no estaba, se lo habían matado, y por un motivo miserable… Y ellos sufrían, sufrían a cada segundo, les sangraba el alma y la vida había dejado de tener sentido para ellos…
“Ya no soporto este dolor –le dijo, una mañana, su esposa–; si es cierto que Dios es justo, debería de quitarme la vida porque vivir así es un infierno”.
Don Juan la abrazó, puso un beso en su frente, y se tragó sus propias lágrimas. Luego, se fue al trabajo, con el corazón rodeado por una corona de espinas.
Esa tarde, al regresar, y antes de meter los pies en el agua con sal, le entregó un paquete a su esposa.
“Vendí el terrenito que tenía en El Carrizal –le dijo–, y aquí está el dinero. Guárdelo para los pasajes”.
La señora guardó el paquete y le echó más agua tibia a la palangana.
Adiós
“Fue como un mes después –dice el detective–; don Juan se tardaba mucho en volver a su casa, y la esposa se preocupó. Sin embargo, de pronto lo vio venir. Pero el aspecto que tenía su marido la asustó. Venía sucio, agitado, con el machete en una mano y con la camisa ensangrentada. Era de noche, las calles estaban oscuras, y hacía frío. La señora, alarmada, le dijo:
“¿Qué es lo que pasa, Juan?”
Pero él, por más respuesta, le preguntó:
“¿Tenés el agua hirviendo?”
“Sí, allí está en el fogón”.
Se fue entonces don Juan hacia el fogón y, con dos trapos, agarró la olla y, con ella en las manos, salió de la casa.
“¿Para dónde vas, Juan?”
“Alistá el dinero que te dije que guardaras” –le respondió.
Pronto, don Juan se perdió en la oscuridad y, cuando se detuvo, varias cuadras más allá, dijo, con odio en sus palabras, dirigiéndose a alguien que se arrastraba por el suelo, dejando detrás de sí una estela de sangre:
“Maldito, vas a pagar por lo que le hiciste a mi hijo… ¿Creíste que me iba a quedar así? Pues, ya ves que no… Ya maté a los otros dos; solo me quedabas vos…”
“No me mate, don Juan –suplicó el Pelón, levantando la cabeza ensangrentada–; mejor entrégueme a la Policía, pero no me mate… Mire que yo no quería matar a su hijo; solo lo íbamos a asustar…”
Don Juan no hizo caso, acercó la olla de agua hirviendo a la cabeza del Pelón, y empezó a derramarla en su cara… Los alaridos de dolor llenaron la noche, pero ni una puerta se abrió, ni una ventana… ni un solo foco se encendió… Y arriba, en el cielo, la luna se escondió detrás de un espeso manto de nubes…
El detective suspira, cierra el expediente, y dice:
“Los que vieron a don Juan vengar a su hijo dicen que no vieron nada… Él desapareció con su esposa de la colonia, y hasta hoy no se sabe nada de él… y a nosotros no nos interesa encontrarlo… Es más, ni siquiera sabemos quién fue el que mató al Pelón… Todavía estamos investigando…”