Se han cambiado los nombres.
Lealtad. Hace unos años murió uno de los fanáticos más leales de Carmilla Wyler, uno de esos lectores voraces que cada domingo se peleaba EL HERALDO con quien fuera, y cuya afición a los casos lo llevó a coleccionarlos con especial apasionamiento. Este hombre singular se llamó Ángel Rubén Díaz, a quien deseo dedicar en estas cortas líneas un sincero homenaje, con las muestras de mi genuino agradecimiento por todos los años que llevó EL HERALDO a su casa y disfrutó con los casos de Carmilla.
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Me cuenta su hija, la doctora Roxana Díaz, que cuando murió estaba leyendo “La máscara del mal”, y que coleccionó cada uno de los libros de Carmilla Wyler. Hoy, este caso es uno de los que don Ángel Rubén quiso que fueran publicados porque, como él decía, “es horrible que un adulto se ensañe con un inocente, con un ser indefenso, por lo cual debe recibir todo el peso de la ley y la condenación de Dios”. En honor a don Ángel Rubén Díaz, les presento este caso en el cual, como lectores, deberán ser testigos y jueces, “porque, como dice la doctora Roxana, cosas como esta no deben seguirse dando en la sociedad”.
“Por supuesto que no, sin embargo, estos son de esos crímenes que se cometen en la sombra, y muchos de los cuales quedan siempre en la impunidad”.
“Así decía mi padre -añade la doctora-, pero, como entre cielo y tierra no hay nada oculto, son muchos los criminales de este tipo que la DPI pone tras las rejas, y son condenados a penas largas… Este es uno de esos casos…”.
CARLOS.
Era joven cuando conoció a Sonia, y fue verla y enamorarse de ella. Por su parte, Sonia se rindió ante las palabras melosas y las promesas de Carlos, tanto, que enamorada como estaba creyó que Carlos sí podía bajarle la luna y las estrellas para ponérselas de adorno a sus pies.
Así las cosas, le dijo Carlos a su mujer, porque esta no tardó en entregarse en carnal y debida forma:
“Sonia, vida mía, yo quiero asegurarte un futuro seguro, una vida mejor, una vida buena para vos y los hijos que tengamos, por eso, quiero irme para Estados Unidos, trabajar duro allá, y enviarte el dinero para que hagamos nuestra casita y pongamos un negocio que valga la pena”.
Sonia, que no veía si no era por los ojos de Carlos, y no tenía voluntad sino era para Carlos, aceptó, a pesar de la tristeza que le produjo separarse del hombre al que amaba con toda el alma.
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“Te voy a esperar” -le dijo.
“Todo va a ser mejor para nosotros cuando tengamos el dinero para la casa y para un buen negocio…”.
“Ojalá que sí”.
Y se fue Carlos, mojado, a pie, en tren, en bus y por el desierto, hasta que cruzó el río Grande. Allá lo esperaba una hermana, la que lo recibió en Gilmer, un pueblo pequeño de Texas. Esta tenía algunas amistades y no tardó en conseguirle trabajo como peón en un rancho, y como Carlos era hacendoso, pronto se ganó la confianza del patrón, que lo incluyó en el equipo que tenía para reparar cercas, techos, paredes y jardines desde Gilmer a Longview, y hasta Tyler, situada a unos ochenta kilómetros.
Entre tanto, Carlos enviaba dinero cada quince días a Honduras, a nombre de su esposa, que lo guardaba en una cuenta, con la esperanza de que así asegurarían el futuro mejor que le había prometido Carlos. Este, más enamorado a pesar de la lejanía, porque bien se ha dicho que los enamorados que están lejos tienen siempre los espíritus juntos, le dijo a Sonia que quería casarse con ella.
“Te quiero demasiado y quiero que seás mi esposa -le dijo-; y quiero que nos casemos por poder”.
A estas alturas, Sonia había cambiado mucho, y la hermana de Carlos, con la que vivía en Tegucigalpa, se estaba preocupando cada vez más porque la veía vomitar todo lo que comía, estaba pálida, de vez en cuando tenía fuertes diarreas y calenturas que tardaban en salir, y padecía dolores fuertes de cabeza. Sonia, demasiado débil, no aceptó ir al médico porque estaba segura de que todo aquello pasaría pronto, tal vez con unos cuantos días de reposo, con los tecitos calientes que le preparaba su cuñada y con la manteca de gallina que le había traído su suegra. Carlos, como era de esperar, se angustió, pero pronto se tranquilizó porque Sonia mejoraba cada día, aunque no podía dejar la cama todavía.
BODA.
Tres meses tardaron los documentos en ir y venir, en autenticarse, apostillarse y ponerse en legal y debida forma. A Carlos lo representaba su hermana, y el día de la boda, Sonia salió de su cuarto, pálida, con grandes ojeras que apenas ocultaba el maquillaje, pero con una sonrisa, caminando despacio y, cosa asombrosa, más gorda de cómo estaba el día en que le recomendaron que se quedara en reposo absoluto. Pero, eso era normal en una enferma que sana y come.ADEMÁS: Grandes Crímenes: El robo de los 35 millones
Desde Gilmer, Carlos asistió a la boda, y muy feliz se convirtió en el esposo de la mujer que amaba.
“Pronto vamos a estar juntos -le dijo-; yo voy a ver si me dan la residencia en Estados Unidos, y te voy a pedir, como mi esposa que sos. Eso, si vos querés venirte a vivir aquí. Si no, pues, vamos a hacer la vida en Honduras, como te lo había prometido”.
Por toda respuesta, Sonia le sonrió. Extrañamente se sentía mal, y la llevaron a su cuarto, donde se quedó sola.
Pero, a eso de las doce de la noche, casi a la una de la madrugada, la hermana de Carlos la sintió bajando las escaleras del segundo piso. Estaba sangrando, se veía más pálida que nunca, y sufría de horribles dolores.
“¿Por qué no me dijo nada? -le preguntó la cuñada-. Yo la hubiera llevado al hospital”.
“Es que no quiero molestar a nadie -dijo Sonia, a media voz y a punto de desmayarse-. Es que ya días me siento mal, y ahora estoy con sangrado. Creo que es que también tengo cáncer, como mi mamá que se murió de eso hacer tres años”.
“Pues, vamos a ver. Ojalá no sea eso. La voy a llevar al hospital”.
Débil como estaba, Sonia se apoyó en su hermana. Se subieron a un taxi, y se bajaron en el Hospital Escuela.
“Esta señora está en trabajo de parto -dijo un médico, en emergencia de adultos-. No la podemos atender aquí”.
“Pero, eso no es posible, doctor. Ella no está embarazada, su esposo, que es mi hermano, está en Estados Unidos, y, para mejor decirle, ayer se casaron por poder…”.
“Pues, no sé cómo pueda llamársele a esto, señora -replicó el médico-; su cuñada está en trabajo de parto… La vamos a llevar de urgencia al Materno Infantil”.
MATERNO.
A Sonia la metieron con todo y camilla para examinarla. Los médicos del Materno Infantil pronto llegaron a la misma conclusión que los de emergencia de adultos del Hospital Escuela. Y dijeron aún algo más: aquella mujer acababa de parir.
“Eso no es posible, doctor” -le dijo la cuñada al médico.
“Pues, sí que lo es, señora. Su cuñada acaba de parir. Pero, es cosa de saber dónde está el producto, o sea, el hijo o hija que esta señora acaba de traer al mundo”.
“Sigo sin poder creer en eso, doctor. Mi cuñada no está embarazada. Mi hermano tiene más de un año de estar en Estados Unidos, y ella no quedó embarazada…”.
El médico no dijo nada.
No era la primera vez que veía un caso como aquel.
Llamó a la Policía.
“Esta señora acaba de dar a luz -les dijo-, y no sabemos dónde está el niño o niña… Nadie en su casa sabía que estaba embarazada, por lo que puede haber aquí algo grave…”.
FISCAL.
De la Policía avisaron a la Fiscalía del Menor, y un ayudante de fiscal llegó al Materno Infantil. Hablaron con la hermana, y esta los llevó a su casa.“¿Cuál es el cuarto de su cuñada?” -preguntó el ayudante del fiscal.
+El secreto más doloroso
La mujer los llevó hasta allí.
Lo que encontraron en la cama y en el suelo les llamó la atención. Había sangre por todas partes, trapos empapados en sangre, y algunos con heces, y olía mal.
“Busquen con cuidado -dijo el fiscal-; tenemos que encontrar al niño. Si esta señora dice que su cuñada bajaba en silencio las gradas, creo que no tuvo tiempo de sacar al niño de la casa…”.
CARTERA.
La cuñada se estremeció.Los agentes buscaban con cuidado, hasta que uno de ellos se agachó para ver debajo de la cama, alumbrando con una linterna gruesa.
“Allí está una cartera de muje -dijo, una cartera grande”.
“Sáquela con cuidado, agente” -le dijo el fiscal.
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El agente obedeció, y sacó la cartera, que estaba casi nadando en sangre.
Cuando la abrieron, a los ojos de todos, incluso de la cuñada y la suegra de Sonia, todos se fueron de espaldas. Adentro estaba un niño recién nacido.
“Sáquelo” -dijo, temblando, la fiscal.
Poco a poco salió el niño de la cartera, en medio de un lago de sangre fresca. Estaba muerto. Tenía un golpe en la frente, que le había roto el cráneo, y tenía señales de haber sido estrangulado.
“¿Cómo es posible?” -gritó la cuñada.
“Esa mujer estará maldita para el resto de sus días” -dijo la suegra.
“Por lo pronto, señora -dijo la fiscal, pálida y apretando los dientes a causa de la ira y la indignación-; por lo pronto -repitió-, esa mujer se estará unos buenos años en la cárcel…”.