Tegucigalpa, Honduras
Caramba poeta, anoche me dijeron que le dio por morirse. Uno no se muere así poeta, de verdad le digo que con tanta palabra hecha pueblo, hecha amor, es difícil morirse; en fin, uno no se puede morir con tanta poesía en la carne y en la sangre.
Usted ha sido poeta interior y exterior: ha mordido la pena y ha mordido el pan. Poeta mío, poeta de todos, poeta entero, poeta total, no se nos muera ahora que su poesía alcanzó la dimensión de trinchera, de barricada popular; no poeta, usted no tiene derecho a morirse así, deje que los pájaros agiten sus versos con sus alas de fuego.
Poeta Castelar, no me deje solo con esta lluvia martillando su nombre en cada gota que busca el suelo. No digo que no tenga derecho a morirse, pero muérase al revés del viento, para que la libertad no lo descubra en agonía.
Como dijo el poeta John Connolly: “Un poeta es un hilo irrompible en el fondo del miedo, / el poema es una flor de fuego sobre la piel desnuda de una lágrima”. Poeta, si usted se muere, qué será del mar, quién irá a la orilla a cantarle el don de su merecido ego: “Amo el mar, pero le temo”.
Quién le dirá a los hombres y mujeres de este país que debemos vivir “sin olvidar la humillación” y, sobre todo, qué poeta se subirá a la cima de la poesía a gritarle a los cobardes disfrazados de pacifistas que “guardar silencio es compartir el crimen”.
Por Dios Santo poeta Castelar, qué ingratitud la suya de morirse cuando la historia cantaba sus versos en tono de Sol. Pero, si le dio por morirse de tanto vivir, entonces muérase tranquilo, ya no le reprocharé más. Me toca a mí, nos toca a nosotros decirle a las generaciones futuras que por estos lados vivió un poeta que decidió morirse al pie de la palabra, único lugar donde los poetas mueren para que la humanidad redima sus heridas y cante su victoria.